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Dexter

Fuentes: Rebelión

Robert Ressler: -¿Alguna vez has pensado que el otro había hecho algo mal y que tú tenías justificación para…? Jeffrey Dahmer: -No. Esto es lo que creía Palermo, el psicólogo forense. Que lo hacía para librar al mundo de malvados. Y no lo hacía por eso. A Jeffrey Dahmer, que entre otras cosas fue, asesino, […]

Robert Ressler: -¿Alguna vez has pensado que el otro había hecho algo mal y que tú tenías justificación para…?
Jeffrey Dahmer: -No. Esto es lo que creía Palermo, el psicólogo forense. Que lo hacía para librar al mundo de malvados. Y no lo hacía por eso.

A Jeffrey Dahmer, que entre otras cosas fue, asesino, necrófilo, antropófago y trepanador sistemático de cráneos con el fin de crear un zombi para satisfacción personal, nunca se le ocurrió decir «Que lo hacía para librar al mundo de malvados» y eso que, como coartada mesiánica, era la más tentadora.

Lo cierto es que, en esta época de héroes teenagers atormentados como vampiros en celo, donde el laboratorio narcotizante de la Marvel tiene un papel primerísimo, parecía refrescante la llegada de un «súper hombre» que sin muchas destrezas, destripaba «malos» a punta de cuchillo. Sin embargo, y después de ya demasiadas décadas tragando series, películas y todo tipo de bazofias que vienen desde el corazón mismo de la paranoia norteamericana, hemos aprendido (de la peor manera) que no todo lo que brilla envuelto en celofán de colores es necesariamente digno de ser comido.

Dexter, como todo buen «súper hombre» oportunamente atormentado, se debate entre ser todo naturaleza o, por el contrario, lo que la conciencia moral (en este caso su padre) le dicta. Así es que, a la hora de argumentar, un padre policía y muerto, como esencia rectora en los momentos cruciales, es una buena estrategia para legitimar la «bondad» casi mística (no exenta de contradicciones banales) que rodea a un personaje que, si bien se reconoce asesino, en última instancia no será abandonado nunca por una rectitud que es la representación fantasmal de un «bien» último (¿Dios?).

Como el hilo central de la serie lo define el asesinato sacrificial como método («Spoiler alert»: el personaje literalmente descuartiza personas y las arroja al mar), para que ésta no caiga en un barranco apologético es necesario un contra-argumento moral muy poderoso. Según sus palabras: Los hombres pueden cambiar. Pero se pregunta: ¿Qué hay de los monstruos?

La astuta legitimación del personaje se sustenta en el hecho de que, siendo como es (y bajo sus propios términos) un «monstruo» que se asume como tal, adopta una direccionalidad que lo justifica (un fin), un claro objetivo que lo redime. Así es como se contrapone argumentalmente a sus víctimas, que si bien son definidas como «monstruos», no tienen ese «designio superior» (su pragmática y pasajera nocturnidad) que se nos presenta como el último recurso de una justicia impotente, un poderoso antídoto contra esa «otredad» que nos acecha desde los confines. Ese mecanismo, que tiene una larga historia, por el cual un ser humano es reducido a una funcionalidad defectuosa dentro de un engranaje virtuoso y que debe ser reparada (o, como en este caso, exterminada), sólo es posible mediante un proceso de cosificación que en la palabra monstruo encuentra a la gran artífice del «milagro».

(Por ejemplo, cuando Rafael Sánchez Ferlosio caracterizaba a Hernán Cortez como «un hombre espeluznantemente monstruoso», toda la potencia descriptiva (es evidente) descansa en la palabra hombre. La calificación de «espeluznantemente monstruoso» sólo nos recuerda una dimensión límite de nuestra humanidad, un «margen» humano.)

Ahora bien, cuando a partir de un procedimiento estético esa «otredad ingobernable» y, por qué no decirlo, cruel está acorralada dentro la palabra monstruo (sin matices), ya no es necesario atenerse a parámetros humanos. Así es como Dexter se convierte en un instrumento moral de eficiente precisión ejecutora, deja de ser un hombre para ser un monstruo a secas, un predador que, como supropia funcionalidad le reclama, restituye el «orden», custodiando, alejado de las grandes urbes, a una civilización que descansa «indefensa».

Este tipo de estrategia televisivo/cinematográfica, presentada actualmente en un envoltorio de subversiva modernidad, nos ancla en una realidad sin reverso oculto en la que, como en este caso, tras el celofán del «asesino encantador» (o el tácito restaurador de nuestro enano fascista) se legitima la desaparición de ese «otro» que (según los parámetros policiales) nos acecha desde la penumbra.

Es así como, bajo nuestra permisiva consciencia, se restituye eterno ese reconfortante mecanismo del «siempre habrá alguien» que, inclusive en el último de los márgenes, entre caníbales, pederastas y asesinos, nos ofrecerá un instrumento, «un descuartizador amigable», que vele por el «alma» de todos nosotros.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.