Hay una escena en Diarios de motocicleta, unos veinte minutos antes de que concluya el filme, que rubrica el rotundo éxito de la intención artística en la historia que se nos ha venido contando: es aquella en que el joven Ernesto Guevara le dirige unas palabras a los pacientes y personal médico del hospital de […]
Hay una escena en Diarios de motocicleta, unos veinte minutos antes de que concluya el filme, que rubrica el rotundo éxito de la intención artística en la historia que se nos ha venido contando: es aquella en que el joven Ernesto Guevara le dirige unas palabras a los pacientes y personal médico del hospital de enfermos de lepra, en plena selva, y mientras habla, la cámara, el foco de atención, se centra en su amigo Alberto Granado. El actor que lo interpreta, entrecierra los ojos y le impregna a su rostro una expresión capaz de revelarnos -en un destello de certidumbres- lo que ha significado aquel viaje de aprendizaje para el futuro de un hombre que pocos años después será el Che.
Ni subrayados políticos ni grandilocuencia. El triunfo de este filme hay que buscarlo en la aparente «no intencionalidad» de su intencionalidad. En saber transitar desde una perspectiva de humanidad un fragmento de vida que convertiría finalmente a su protagonista en un paradigma de convicciones políticas e ideológicas.
Al comentar el enorme éxito del filme de Walter Salles (miles de personas aplaudiendo en pie) en los Festivales del Sundance, en los Estados Unidos, y en Cannes, donde estuvo entre las favoritos para obtener la Palma de Oro, importantes publicaciones como Hollywood Reporter y Variety coincidieron en destacar el lado «no político» de la cinta. En medio de sus elogios, Variety señaló: «Diarios de motocicleta es accesible para los que no tienen inclinaciones políticas al mantener sus miradas en el rostro humano de sus protagonistas».
Es verdad.
Pero hay otra que no aparece en pantalla a la manera de una plasmación clásica y que se instala en la mente de los espectadores una vez concluido el filme. Una verdad que habla de la sensibilidad y del arraigo personal del concepto de justicia como primer escalón de un compromiso más abarcador. Una suma de hechos que conforman una atmósfera de interrogantes finales acerca de las categorías humanas, sus entregas y egoísmos, que estoy seguro llevará a unos cuantos de esos espectadores «no políticos» a buscar en otra parte la continuación de una vida que, como han visto en pantalla, no fue santa, pero sí ejemplar en medio de un mundo de seculares ruindades.
Entre los testimonios dejados por sus dos protagonistas y la necesaria ficción recreativa, Walter Salles armó una historia provista de una sabia dramaturgia. Los diversos pasajes que integran este viaje por las profundidades de Argentina, Chile y Perú, primero en motocicleta y luego, «en lo que fuera», conforman la personalidad de un joven Ernesto ya con importantes principios morales establecidos, pero capaz de enamorarse momentáneamente de la mujer de un hombre que le ha hecho el favor de arreglarle el vehículo en que viaja.
No son «postales puestas» para desacralizar al monumento, sino una fina combinación de recursos dramáticos en busca de uno de los objetivos principales: conformar al hombre creíble, de carne y hueso. Una intención de equilibrios verdaderos (lejos de la fórmula «una de cal y otra de arena») en la que juega un papel fundamental la relación de fraternidades y desavenencias que se establece entre los jóvenes Guevara y Granado, interpretados magníficamente por el mexicano Gael García Bernal y el argentino Rodrigo de la Serna. Tanto la fotografía del filme como su música y las actuaciones en general, elevan a Diario de motocicletas a una categoría de alta profesionalidad en la que, por suerte -siendo un filme a veces con muchos participantes- la improvisación no aparece por ninguna parte.
Sin duda era un proyecto difícil, pero se asumió con rigor y después de saberse qué se quería. No es riesgoso vaticinarle un camino de éxitos una vez salga al ruedo de la exhibición internacional. Todos los que en él participaron se lo merecen. Por la honestidad de la empresa y por la lección de que la «no intencionalidad» de la intencionalidad, en terrenos del arte, vale doble cuando -como ahora- se le hace transitar por una muy certera vía de transposición poética.