Tres años… Se dice demasiado fácil y de un tirón cuando se está fuera, aunque sea de mirón interesado y sensible ante calamidades y genocidio. Porque de eso se trata. De calamidades. De genocidio. Son ya 36 meses de una matanza -iniciada con fanfarria triunfalista el 20 de marzo de 2003- que se ha cebado […]
Tres años… Se dice demasiado fácil y de un tirón cuando se está fuera, aunque sea de mirón interesado y sensible ante calamidades y genocidio. Porque de eso se trata. De calamidades. De genocidio. Son ya 36 meses de una matanza -iniciada con fanfarria triunfalista el 20 de marzo de 2003- que se ha cebado en alrededor de 35 mil civiles iraquíes, si se toman en cuenta sólo las acciones combativas o los coches-bomba, las minas, la mano del llamado terrorismo confesional o nacionalista, que constituye en sí una desesperada reacción al terrorismo de Estado de los invasores.
«Si se incluyen las personas muertas por causas imputables directa o indirectamente a la guerra, como hizo la revista The Lancet -escribe el analista Augusto Zamora en el sitio web Rebelión-, la cifra superaría los cien mil muertos. Si a esta cantidad se agregaran los heridos, el número de víctimas podría acercarse, o incluso superar, las 200 mil personas.»
Pero, en honor a la verdad, el infierno de una conflagración, aun de la más asimétrica, suele ser bifronte (menos mal, ¿no?), aseveración calzada por las cifras del Departamento de Defensa del Tío Sam: «Hasta la fecha -marzo de 2006- han perecido en Iraq dos mil 309 soldados estadounidenses, 103 británicos y 103 de otras nacionalidades». O sea, las calamidades prosperan en una y otra parte. Solo que, eso sí, entre los agredidos anidan las más. Un nervioso paneo nos traería la irrefutable constatación del colapso de la economía local (por cierto, ¿quién puede trabajar como Dios manda en medio de una canícula reforzada por apagones diarios de no menos de 12 horas durante los tres años más largos de la historia iraquí?) y del consiguiente desmoronamiento de los servicios sociales, en primer término los educacionales y los sanitarios.
Conocido oponente de Saddam Hussein, hoy convencido crítico de la ocupación foránea, Subhi Toma ha impuesto a la periodista Silvia Cattori, y por intermedio de ella a nosotros, de la espantosa situación que afronta la nación del Golfo: «Ya no queda Estado, no queda nada. Los estadounidenses han reducido Mesopotamia a una amalgama de tribus, milicias y comunidades religiosas, han desmantelado las estructuras del Estado, han aniquilado la administración. Los iraquíes están indefensos ante las enfermedades que han aparecido, mientras que antes había en Iraq un sistema de salud muy avanzado. Los médicos son asesinados, se ven obligados a exiliarse…»
Alto aquí. Esa situación merece atención demorada. Sucede que, «sospechosamente», médicos y profesores, entre otros profesionales, unos 300 en total, se han convertido en víctimas habituales de asesinato desde el mismo inicio de la invasión. En tanto las autoridades cipayas se escudan en la imposibilidad de identificar a los responsables, como consecuencia del abismo en que se sume el país, colegas de los asesinados no se ocultan para acusar a instituciones como el Ministerio del Interior y a los comandos especiales de Norteamérica.
A juzgar por las denuncias de la Asociación de Eruditos Musulmanes, citadas por la agencia noticiosa IPS, en estos momentos apenas atienden a la población dos mil galenos, que no han querido, o no han podido, escapar hacia el extranjero de una cruzada cometida con saña impar por homicidas que «tienen un entrenamiento especial» y cuyo objetivo sería «vaciar a Iraq de profesionales», eliminar la capa cualificada que pudiera hacerse cargo del futuro cultural, académico y científico de una nación liberada y soberana, conforme a criterios como el de un ex general reacio a olvidar. «Este era un país moderno, bien organizado y estructurado.»
Como no olvida el citado Subhi Toma -el oponente de Saddam, ¿recuerdan?- el hecho de que «se exageran los crímenes de Hussein; se amplifican sus defectos para justificar la guerra abominable de EE.UU.» Y no es que ahora Toma comulgue con su antiguo enemigo. Es que los errores, incluso los crímenes que el depuesto mandatario pudo haber cometido «no justificaban la destrucción de un país, un pueblo. Todos los que deseaban esa guerra mintieron. Utilizaron la religión para dividir a los iraquíes. Dijeron que el régimen de Saddam Hussein estaba en contra de los chiitas. ¿Cómo iba a estar Saddam contra ellos, si el 80 por ciento de los militantes del partido Baas y de los miembros del ejército iraquí eran chiitas? Otro ejemplo: ¡de las 55 personalidades a cuya cabeza puso precio EE.UU., 35 eran chiitas!»
Desastres
En ese pandemonio literal en que se ha trocado Iraq «la situación de las mujeres -por ejemplo- está retrocediendo al nivel de sus pares de otros países de la región del Golfo, donde el Ejército estadounidense respalda otros regímenes autoritarios», apunta la analista Sara Flounders, quien rememora: «Hasta la invasión de EE.UU., el 38 por ciento del cuerpo de médicos en Iraq eran mujeres. Las mujeres eran la mayoría del estudiantado universitario. Pero la destrucción causada por la guerra de EE.UU. contra Iraq en 1991 y los 12 años de sanciones que les siguieron minaron la economía que sostenía esos cambios».
Y tanto la minaron, asegura la articulista de Rebelión, que en menos de seis meses de ocupación el servicio de salud gratuito está siendo en su totalidad desmantelado. El servicio eléctrico se presta de manera esporádica (en un territorio paradójicamente rebosante de petróleo) y ya no se suplen medicinas ni equipos médicos. Los cuidados pre y postnatales, antes ofrecidos de balde, son ya parte del pasado. «El 95 por ciento de las mujeres embarazadas están anémicas y sus bebés nacen con bajo peso, prematuros y enfermos.»
Para mayor inri, «se eliminaron los seis meses de postnatal con sueldo garantizado (al parecer, no todo era tan malo con Hussein), al igual que el empleo fijo. Los bombardeos destruyeron escuelas, hospitales y clínicas. Las agencias sociales y los ministerios fueron totalmente saqueados, mientras las tropas de ocupación observaban. La falta de seguridad o de dinero para la compra de libros mantiene a gran parte de los niños -en especial a las niñas- fuera de la escuela».
¡Horror de horrores! Sobre el antaño laico Iraq pende ahora, cual acero de Damocles, la posibilidad más que real de una sharia (ley islámica) que legalizaría, por ejemplo, la muerte por lapidación de una mujer adúltera, o restringiría el derecho al divorcio sólo para los hombres. Ello, en una nación donde, antes de la llegada de las legiones imperiales las mujeres disfrutaban de una igualdad y una libertad sin parangón en el mundo circundante…
Este terrible estado de cosas ha disparado una resistencia que si en un principio se servía de explosivos artesanales para matar a un soldado gringo (uno solo, sí), hoy por hoy abate helicópteros, y elimina a cinco infantes cada 24 horas, con relativa facilidad, aunque con un costo a veces considerablemente alto. La inmolación en algunos casos, y el pago de «justos por pecadores», porque tras las huellas de las guerrillas vendrán los vengadores yanquis, a matar inocentes.
Y claro que encontrar una prueba del ascenso de la rebeldía no resulta tarea ímproba. Bástenos señalar que la mayoría de las más de dos mil 300 bajas fatales entre las tropas del inefable Tío Sam han ocurrido en el segundo y tercer año de un conflicto que, como alguien sentenció, se alimenta del dolor de la ocupación por la parte iraquí. Un conflicto que del lado estadounidense se trasmuta en la «guerra más tonta en dos mil años», si utilizamos la terminología de un destacado historiador militar para quien la clase política norteamericana no sabe qué hacer, entrampada entre la necesidad de una victoria y la realidad de un desastre.
Desastre que impele al jefe máximo, Bush Cesáreo, a la huida hacia delante, cual miura enceguecido y soberbio. No importa que para eso tenga que seguir sembrando calamidades, propias y sobre todo ajenas. Sembrando un genocidio que estará haciendo ver a uno que otro -nosotros entre ellos- la insondable profundidad de un abismo hecho de calcinadas arenas. Del irreductible sofoco del desierto iraquí.