Recomiendo:
0

Sobre «El buen nombre», de Mira Nair

El agridulce consuelo de ser un fundamentalista

Fuentes: Rebelión

«El buen nombre», película de Mira Nair, narra la experiencia de dos generaciones entre lo viejo y lo nuevo: el tránsito de Ashoke y Ashima desde Calcuta a Nueva York, y el tránsito de Gogol, el hijo de ambos, desde la cultura norteamericana en la que se ha criado a la difusa experiencia que tiene […]

«El buen nombre», película de Mira Nair, narra la experiencia de dos generaciones entre lo viejo y lo nuevo: el tránsito de Ashoke y Ashima desde Calcuta a Nueva York, y el tránsito de Gogol, el hijo de ambos, desde la cultura norteamericana en la que se ha criado a la difusa experiencia que tiene de la cultura de sus padres.

La decisión de Gogol, que se enfrenta al decadente universo de millonarios y de yuppies neoyorquinos optando por el integrismo hindú, retrata uno de los temas de moda (con trágicas connotaciones) del mundo actual. El problema de estos jóvenes «fanáticos» no es que no se hayan integrado en nuestras «democracias liberales»: como se refleja perfectamente en la película, ese fue el problema de sus padres. Plenamente adaptados al insípido «american way of life», la exigencia de los jóvenes como Gogol trasciende los problemas de la «integración», y lo que el «fundamentalista» nos responde es otra cosa: está bien, estamos plenamente integrados, pero ¿esto es todo? Nos hemos comprometido plenamente con lo nuevo, sin embargo ustedes no lo hacen y se enrocan en el conservadurismo del «american way of life». El esfuerzo que hace el inmigrante por habitar un medio que no es el suyo, ¿es acaso correspondido por el esfuerzo de los «nativos» por crear un horizonte común para todos, un horizonte nuevo? ¿Todo se reduce a que el mundo, aunque sea poco a poco (¡es el progreso!), se adapte a las reglas de las democracias parlamentarias capitalistas?

La solución de Gogol es, por supuesto, falsa: el «retorno» a los viejos valores, a un imaginario que apenas puede reconstruir artificialmente, no tiene mayores implicaciones ni le llevará muy lejos. Ahora bien, ¿acaso todo pasado tiene que estar relacionado con estas formas vagas de espiritualidad?

No debería ser casual la presencia, en los márgenes del filme, de símbolos de la lucha obrera: pintadas con la hoz y el martillo y manifestaciones en Calcuta, e incluso una visión fugaz de un retrato de Lenin colgando en el piso de Ashoke en Nueva York. Más allá de ser una película sobre el problema de «ellos», los inmigrantes en este caso indios, ella nos enfrenta también a nosotros, occidentales «posthistóricos» y «postpolíticos, con nuestros propios fantasmas: en la dialéctica entre lo viejo y lo nuevo, lo viejo no significa repetir las brumas del misticismo religioso; hay otro «viejo» subterráneo, en los márgenes, otro pasado reprimido que en ocasiones aflora, como afloran en la película de Mira Nair los símbolos de la cultura de clase. ¿Y si el legado al que tenemos que ser fieles tiene que ver con ese pasado, con autores como, por ejemplo, Maquiavelo, Spinoza, Diderot, La Mettrie, Marx…? ¿Y si la dialéctica entre lo viejo y lo nuevo tiene que ver con esta imprescindible revisión de lo viejo desde lo nuevo (que conduce a asumir cosas del pasado, pero lo que es igual de importante, también a rechazar contundentemente otras)? Esto es lo que hace Ashoke, a su manera y en su contexto (que es muy distinto del que encara Gogol): Ashoke rompe con lo viejo y emigra en busca de la riqueza. Es la misma razón por la que Ashima consiente su matrimonio concertado, en esta película materialista donde el propio amor se entiende como en Spinoza: «alegría acompañada por la idea de una causa exterior», donde alegría significa «el paso del hombre de una menor a una mayor perfección». El mismo Ashoke viste «a la occidental», lo que sumado al leitmotif del escritor ruso Nikolai Gogol, y del no menos escritor ruso Lenin, nos deja bastante lejos de la tópica imagen multiculturalista del emigrante «provinciano» apegado a sus tradiciones. Por eso es ridículo creer que la apelación a «nuestros padres», a quienes vinieron antes de nosotros, significa la vuelta pacífica a los mitos: todo lo contrario, significa buscar el acierto allí donde ellos erraron, significa hacer venir eso nuevo que ellos también desearon. Por eso resulta tan ofensivo el respeto del liberal a todas las creencias: significa considerar al otro como un niño que debe ser preservado en el mundo ilusorio de su tradición… olvidando por completo que esa tradición no siempre fue la de una ortodoxia religiosa, que en esa tradición convivieron los pecados, las herejías, los ateísmos y las rebeldías.

La imagen fugaz de Lenin en los márgenes del filme no puede ser tomada a la ligera: ¿acaso Lenin no fue uno de los primeros pensadores que desde una posición de clase intentó dar solución al problema «multicultural»? En la cuestión de las nacionalidades, Lenin pasó (en contra del ejemplo paradigmático de Stalin) de la idea de la unificación en un Estado, a defender la autonomía e incluso la federación de distintos Estados establecidos según criterios nacionales (puede consultarse el segundo capítulo del libro de Moshe Lewin, El siglo soviético). Ahora bien, la asunción de esto significa ya, de facto (aunque Lenin nunca se atreviese a hacerlo manifiesto) la revisión de su oposición a las ideas de una «cultura proletaria» aislada respecto de la historia de la cultura «burguesa». Abolir aquella superstición que supone que existe una única cultura, sin brecha alguna, sin fisuras, homogénea para todos los seres humanos, superstición como lo es toda visión metafísica de la Unidad del mundo, tiene una consecuencia inevitable: la revolución cultural. ¿No es acaso la idea (en su extremo, maoísta) de «revolución cultural» la clave para trascender todos estos debates sobre choques/alianzas de civilizaciones, sobre migraciones e «integraciones», sobre fundamentalismos y demás? Cualquiera podrá constatar que hoy día, que es tanta la atención (institucional y popular) por «las artes» y por «la cultura», y que ésta se ha convertido en un asunto de Estado que tiene que subvencionarse y que tiene que ser resguardada en museos y exhibida en exposiciones permanentes y temporales… sin embargo la producción cultural clásica se encuentra prácticamente agotada en comparación con épocas menos cuidadosas. Las razzias de los guardias rojos de Mao, independientemente de todas las lecturas conspiratorias que podamos hacer, estaban animadas por una convicción bastante más profunda: que en la nueva China, que había emprendido un camino nuevo que partía desde cero hacia el socialismo y sin pasar por el capitalismo, había que emprender una producción cultural también nueva, ajena a la cultura burguesa introducida desde Occidente. Con todo lo discutible que sea -es sencillamente imposible partir de cero: el propio maoísmo provenía del «marxismo-leninismo» occidental-, la revolución cultural confirma lo que incluso los (buenos) artistas ya saben: que para poder producir una obra original hay que odiar lo que ya hay. Si nos conformamos con el viejo cine, con la vieja literatura, con el viejo pensamiento… entonces seremos tal vez historiadores, pero no seremos ni cineastas, ni escritores, ni pensadores. No es extraño que tantos artistas y filósofos hayan tenido un pasado maoísta, aunque dados los flujos ideológicos imperantes muchos lo oculten o hagan de él su «autocrítica».

«El buen nombre» no es una película maoísta, pero su referencia a lo que Mao llamaba la lucha entre lo viejo y lo nuevo (para trascender así el concepto de lucha de clases, y suprimiendo toda tentación de concebir el comunismo como el reino mesiánico de la conciliación final) tiene que ver con la respuesta al rompecabezas de moda de nuestros debates políticos: ¿existe un punto común donde encontrarnos, los «últimos hombres» post-históricos y los «fundamentalistas»? La cuestión es que si existe, no se encuentra ni en el multiculturalismo liberal ni en el retorno a los cálidos vínculos comunitarios de la religiosidad: ambos son lo viejo que unos y otros tenemos que demoler, para construir el vértice de algún tipo de aspiración común.

Mi deseo (insatisfecho) al ver esta película, fue que por un momento Gogol se detuviese ante una de esas pintadas, ante uno de esos retratos: que de repente, aquello dejase de ser una película (como se ha consentido en que debían ser las películas) y la «historia» chocase contra sus márgenes, contra lo que allí se mueve y no forma parte de la mera narración porque fuera de ella sigue vivo. Cabe la posibilidad de que lo que en la ficción no se produjo, en la realidad se convierta en proyecto.