Los espartanos no preguntan cuántos son, sino dónde están. Rey Agis II de Esparta. «Hollywood les declara la guerra a los iraníes.» Así se titula la nota del diario iraní Ayende – No sobre las repercusiones de la película 300, en la edición del 13 de marzo. Más abajo, afirma: «La película retrata a los […]
Los espartanos no preguntan cuántos son, sino dónde están.
Rey Agis II de Esparta.
«Hollywood les declara la guerra a los iraníes.» Así se titula la nota del diario iraní Ayende – No sobre las repercusiones de la película 300, en la edición del 13 de marzo. Más abajo, afirma: «La película retrata a los iraníes como demonios sin cultura, humanidad ni sentimientos, que sólo piensan en atacar otras naciones y matar a sus gentes»1. Como consecuencia, tras el estreno de la película el representante iraní ante la UNESCO ha elevado una protesta formal al respecto.
¿Será para tanto? El escritor Carlos Gamerro2, en un excelente artículo sobre el particular, opina que sí. Para él, «tanto la novela gráfica como la película son tributarias de las dos guerras del Golfo, y en un sentido más abarcador, del conflicto Este – Oeste, o más precisamente Occidente – Islam, que vienen pregonando la Administración Bush y sus sucursales. En la película, sobre todo, éste se presenta una y otra vez como la lucha entre hombres libres y esclavos; entre la ley, el orden y la razón, por un lado, y el misticismo y la tiranía, por el otro».
Gamerro compara la película con la novela gráfica, y analiza la lógica de la representación del otro principalmente en el plano de la imagen. En mi caso, defecto de oficio, prefiero tratar de reconstruir la coherencia del discurso a través del tiempo. Me interesan tres cosas. En primer lugar, valorar el grado de distorsión de las fuentes clásicas que la imagen de Oriente emanada de la película implica. Gamerro sostiene que es una distorsión muy significativa. No concuerdo: no sólo la distorsión es poco significativa a mi juicio, sino que creo que se trate del verdadero problema, del factor a analizar.
En segundo lugar, una vez establecido lo anterior, me gustaría tratar de entender las razones de la recuperación de los temas clásicos en este momento particular de nuestra historia -sea la de la especie humana, o bien, de manera más reducida, la de Occidente-. Gamerro mismo nos da una pista en ese sentido: la película coincide históricamente con las dos guerras del Golfo, la Guerra contra el Terrorismo, y todas las iniciativas de la Administración Bush con posterioridad al once de septiembre de 2001. No es difícil de entender, entonces, el interés en dibujar a los pueblos asiáticos, y en especial al Islam, como ajenos al devenir de la historia, postrados por siempre en su condición natural, y carentes de cultura -o, por lo menos, de una que sea válidamente considerada como tal-.
II
La película reconstruye la histórica batalla del Paso de las Termópilas, uno de los episodios cruciales de la guerra que enfrentó a griegos y persas en el siglo V a. C. Cabe recalcar que no se trata de un acontecimiento anodino, pues las representaciones discursivas de las guerras médicas, insuperablemente narradas por Heródoto, tuvieron un enorme impacto en la construcción de la identidad griega3.
Para quien ve la película, donde el ejército del rey persa Jerjes es representado como una masa informe e infinita de hombres oscuros con turbante, la continuidad histórica entre los elementos de representación propios de la Persia del siglo V antes de Cristo y el comienzo de la dominación islámica, iniciada en realidad once siglos después, aparece como un dato indiscutible. De este modo, se genera una imagen poderosa: Oriente, según parece, no cambia con el paso del tiempo. Da lo mismo que estemos a cinco siglos del inicio de la cristiandad, o que falten más de mil años para el advenimiento de Mahoma: Oriente no cambia, porque -la idea queda implícita en la imagen- no puede cambiar. Las determinaciones propias de la historia de Occidente, se nos dice, le son ajenas. Las únicas determinaciones que importan, luego, son las que le obliguemos a tomar en cuenta. Oriente, pues, pasa a ser el campo de nuestros experimentos en materia de ingeniería social. El caos actual en Medio Oriente remata la idea: el subtexto detrás de la película incita a creer que somos nosotros quienes debemos establecer la paz en Oriente, y que, para ello, debemos «occidentalizar» a sus habitantes, si queremos que la paz sea con nosotros.
En un artículo anterior, he argumentado que el grueso de las imágenes que tenemos del mundo musulmán se ha forjado, en verdad, de manera previa a su llegada, o por razones que poco o nada tienen que ver con aquel4. Se trata de imágenes y figuras inicialmente pensadas para la población asiática en general, desde el Mediterráneo Oriental hasta los Mares de China, imágenes que tienen una datación precisa en cuanto a su origen, pero que se han mostrado impermeables al paso del tiempo. La lista incluye casi siempre tópicos denigrantes, que han servido a los fines de legitimar la empresa de la expansión y la dominación europea. Armados de esta hipótesis, volvamos, pues, a la ardua tarea de reconstruir el significado histórico de las guerras médicas, para luego analizar el discurso acerca del otro que con ellas nace. Para el historiador Hartog, por ejemplo:
Las guerras médicas, y ese monumento que nos da testimonio de ellas, las Historias de Heródoto, territorializan al bárbaro, le dan como rostro más común el del persa, pero también ponen de manifiesto una visión política de la división entre griegos y bárbaros […] La escisión fundamental es política [en tanto que] pasa entre quienes conocen la polis y quienes, al ignorarla, viven y no pueden sino vivir sometidos a reyes. El griego es «político», es decir libre; y el bárbaro, real, sometido a un amo (despotes).5
III
Heródoto, el narrador original de la historia, presenta ya los elementos generales de esta suerte de antropología de la dominación. Utilizando la nomenclatura propia de la tragedia griega, retrata a los reyes persas como la imagen misma de la hybris, o desmesura: éstos ejercen un poder excesivo de modo discrecional, y pierden la guerra debido a sus caprichos y transgresiones. Los griegos, en cambio, hombres sumamente prudentes, toman sus decisiones en el ágora, esto es, de manera colectiva. Heródoto concluye que la fuente de la fortaleza exhibida por los soldados griegos durante en batalla frente al enemigo asiático deviene de su libertad, condición casi natural que adquiere valor por oposición a la «esclavitud generalizada» sufrida por los servidores del emperador persa. El propio Heródoto afirma:
Resulta evidente -no por un caso aislado sino por norma general- que la igualdad de derechos políticos es un preciado bien, si tenemos en cuenta que los atenienses, mientras estuvieron regidos por una tiranía, no aventajaban a ninguno de sus vecinos en el campo militar; y, en cambio, al desembarazarse de sus tiranos, alcanzaron una clara superioridad. Este hecho demuestra que, cuando eran víctimas de la opresión, se mostraban deliberadamente remisos por considerar que sus esfuerzos redundaban en beneficio de un amo; mientras que, una vez libres, cada cual, mirando por sus intereses, ponía de su parte el máximo empeño en la consecución de sus objetivos.6
Pero no es Heródoto el único que busca y encuentra en la libertad de los griegos el atributo que los vuelve superiores. Una opinión igualmente taxativa es enunciada por Aristóteles en las páginas iniciales de la Política. Para él,
Es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza es o un ser inferior o un ser superior al hombre.7
El hombre, entonces, vive en la ciudad como atributo natural, pues es el único animal que, además de voz, tiene palabra. El bárbaro, en cambio, que sólo puede efectuar sonidos, balbucear (bar -bar – bar), se define por una cualidad negativa: no se comunica en griego. El revés de la ecuación aparece casi enseguida:
Es evidente que la ciudad es por naturaleza y es anterior al individuo […] Y el que no puede vivir en comunidad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios […] Así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, así también, apartado de la ley y de la justicia, es el peor de todos.8
Desde luego, una vez descartada la hipótesis de la divinidad, sólo queda considerar al resto de los pueblos conocidos como animales inferiores. Más adelante, la referencia directa al pueblo asiático se vuelve explícita:
Al ser los bárbaros por su carácter naturalmente más serviles que los griegos, y los de Asia más que los de Europa, soportan el gobierno despótico sin ningún desagrado.9
Los griegos, entonces, son libres por naturaleza, mientras que los bárbaros viven en el despotismo. Por ende, la superioridad cultural, al volverse natural, deviene permanente: sólo es un hombre verdadero aquel que conoce la libertad y disfruta de sus atributos. La primera consecuencia parece evidente: dado que la esclavitud generalizada es la condición natural del persa, el único modo en que éste puede ser integrado a la ciudad es por la fuerza de la invasión, deponiendo sus usos y costumbres e imponiendo los propios a través de un proceso de aculturación.
La «liberación» requiere, entonces, paradójicamente, del asentimiento del otro, que ha de resistirse. Luego, no queda otra alternativa que la antítesis de la liberación, esto es, la esclavitud -léase la ocupación colonial, la dominación política, formal o informal, etc.-. Y esta tarea puede proyectarse al infinito del entero mundo conocido. Pero la empresa tiene, a su vez, un requisito. Aristóteles concluye que los griegos son los únicos capacitados para realizar la necesaria obra «civilizatoria», siempre y cuando alcancen la unidad política:
Digamos ahora cuál debe ser el carácter natural de los ciudadanos. Más o menos podría comprenderse esto echando una ojeada a las ciudades griegas más famosas y a todo el mundo habitado para ver cómo se distribuyen en él los pueblos. Los que habitan en lugares fríos y en Europa están llenos de coraje, pero faltos de inteligencia y de técnica, por lo que viven más bien libres, pero sin organización política o incapacitados para mandar en sus vecinos. Los de Asia, en cambio, son inteligentes y de espíritu técnico, pero sin coraje, por lo que llevan una vida de sometimiento y esclavitud. En cuanto a la raza helénica, de igual forma que ocupa un lugar intermedio, así participa de las características de ambos grupos, pues es a la vez valiente e inteligente. Por ello vive libre y es la mejor gobernada y la más capacitada para gobernar a todos si alcanzara la unidad política.10
La segunda consecuencia, entonces, se desprende casi naturalmente de la primera: Grecia debe unificarse si desea gobernar un mundo que tiene el mandato de civilizar. Sin embargo, para que la unidad sea posible debe resolverse el litigio entre los propios griegos. Heródoto adelanta ya los términos en que ha de plantearse el conflicto, y hasta se pronuncia por uno de los bandos:
En este punto me veo necesariamente obligado a manifestar una opinión que será mal acogida por la mayoría de la gente; pero, pese a ello, como, de hecho, me parece que es verdadera, no voy a soslayarla. Si los atenienses, aterrorizados ante el peligro que se les venía encima, hubiesen evacuado su patria, o bien si, pese a no evacuarla, se hubieran quedado en ella, pero rindiéndose a Jerjes, ningún Estado hubiese intentado oponer resistencia al rey por mar […] Y por lo tanto, en uno u otro caso, Grecia habría caído en poder de los persas […] Lo cierto, en suma, es que, si se afirmase que los atenienses fueron los salvadores de Grecia, no se faltaría a la verdad […] Y, al decidirse por la libertad de Grecia, fueron ellos, personalmente, quienes despertaron el patriotismo de todos los demás pueblos griegos que no habían apoyado la causa de los medos y quienes -con el apoyo de los dioses, como es lógico- rechazaron al rey11
Estamos ya a las puertas de la Guerra del Peloponeso, cuyo narrador, Tucídides, llamó a Atenas «la escuela de Grecia», y no muy lejos del sueño de Alejandro: un mundo sin confines, unificado por la cultura griega, bajo el mando político de «hombres libres». Un mundo, naturalmente, lleno de figuras sin rostro, sin espacio para la autodeterminación del otro, ya fuere persa, escita o fenicio. En suma, la libertad de algunos hombres se define al precio de la sumisión de los otros, negados en su propia condición humana. Cualquier semejanza con la realidad, se nos dice siempre al comienzo de un relato de ficción, es pura coincidencia.
IV
De este modo, y consecuentemente con sus representaciones gráficas, maravillosamente analizadas por Gamerro, la película se inscribe de modo efectivo en una tradición que legitima el dominio, que ignora o bien no reconoce la alteridad como diversidad. Una tradición en la cual la historia es patrimonio de quienes la escriben, mientras que los otros quedan en una condición impermeable al devenir. Una tradición en la cual la cultura es patrimonio de quienes se declaran cultos, mientras que la hipótesis de una cultura ajena es considerada obscena, y sus formas, etiquetadas en bloque como signo de barbarie.
La distorsión de las fuentes clásicas, a mi juicio, no es significativa, ni merece reflexión. Más importante es comprender las consecuencias de su recuperación, e incluso, de su resignificación. Al adoptar como propio un discurso político elaborado por los pensadores de la Antigüedad, los autores han adquirido también, concientemente o no, su ética, su estética y su antropología.
En suma, al transferir el contenido de la epopeya a los tiempos actuales, quitándole toda forma de historicidad, los autores han generado un mensaje con un código abiertamente fascista, que tiene por virtud, al menos, la de ser el honesto reflejo de un mundo contemporáneo donde el ser del otro es ignorado, odiado o bien temido, pero jamás reconocido como un par. Es, ciertamente, el reflejo de un mundo sombrío, el mundo en que vivimos todos los días, sin reflexionar demasiado sobre las condiciones que hacen posible su perduración. En este mundo sombrío, la industria norteamericana del cine parece encontrar su lugar.