Los que apreciamos por estos días el filme de Woody Allen titulado, La vida y todo lo demás, de seguro recordarán ese delicioso pasaje, en el que un personaje comenta cómo en cierta ocasión un chofer de taxi le dio una lección de filosofía. Cuenta, que luego de quejarse con el hombre de la vida […]
Los que apreciamos por estos días el filme de Woody Allen titulado, La vida y todo lo demás, de seguro recordarán ese delicioso pasaje, en el que un personaje comenta cómo en cierta ocasión un chofer de taxi le dio una lección de filosofía. Cuenta, que luego de quejarse con el hombre de la vida y sus manquedades, de la agonía que supone nuestra mísera presencia en el universo, este lo consoló diciéndole: «Así pasa, como con todo lo demás». Si es cierta esa historia, y no hay razón para dudar de ella, estaremos corroborando que la sociedad moderna está en crisis, no ya porque sus protagonistas discutan sobre la existencia de Dios, sino porque, aparentemente, no hay motivos concretos sobre los cuales reflexionar. Este festival ha demostrado con creces lo contrario.
Este diciembre, las conciencias no durmieron tranquilas. El nuevo cine latinoamericano, sin ánimos de traicionar a aquel movimiento de los 60 que fue y sigue siendo de referencia obligada, tuvo la oportunidad de ofrecer a sus espectadores de hoy, toda la diversidad, tenacidad e igual coeficiente de inteligencia que regaló el de antaño. Desde las tierras del Sur llegó a La Habana un notable espíritu de conciliación, que no se quedó solo en los contenidos, sino que minó también las formas. Lo que algunos teóricos anunciaban a principio de los 90 como el fin de las cinematografías nacionales, dado el empuje de la gran industria sobre aquellos realizadores más entusiastas, no parece encontrar mucho respaldo en los días que corren. Títulos como En la cama, del chileno Matías Bize, o Ciudad baja, del brasileño Sergio Machado, dan fe de una renovación que no descuida la comunicación sabia y sabrosa con las multitudes.
Si bien un filme como Olga, del también brasileño Jaime Monjardim, retrata desde la técnica audiovisual académica la trágica aventura de nuestra realidad, no lo hace con el grado de ingenuidad lingüística de otros tiempos. Lo mismo ocurre con El aura, de Fabián Bielinsky, cuya exposición reposada contiene más de un experimento narrativo; y con la polémica Géminis, de Albertina Carri, en la cual el registro de los deseos «pecaminosos» atraviesa un filtro desmoralizante y evocador.
De esa forma, también pudo comprobarse el ascenso al discurso del arte de las grandes minorías étnicas, culturales y sexuales -para usar términos propios de la teoría posmoderna-, como ejemplo de la lucha que sostiene la creación con el fascismo intelectual que puja nuevamente por instalarse en los centros de poder económicos. Ese arribo de los otros -dígase mujer, negro, latino u homosexual- también es épica, en tanto comporta heroicidad, sacrificio y conciencia. De ahí que nadie quede impasible ante la franqueza de cintas como Monobloc, de Luis Ortega, y Un año sin amor, de Anahí Berneri.
La marginalidad histórica de América Latina, con respecto a Europa o Norteamérica, aprecia un trasiego milagroso a la experiencia artística de nuestros cineastas, que la entienden y la potencian desde ángulos diversos. Mientras «los poderosos» nos cierran las puertas a las grandes decisiones políticas, nuestro arte recrea esa vergüenza yéndose a los bordes, a la frontera misma de la desacralización. Y es que marginalidad no es decadencia para este lado del mundo: es condición, recipiente del que derraman nuestras más fecundas iniciativas. Por eso es retrógrado amilanarse ante propuestas como Habana blues o Frutas en el café, por solo citar dos casos. Vivir con todo, contra viento y mareas, como lo ha demostrado el Humberto Solás más reciente, es también un modo de hacer Historia, con mayúsculas.
Tal vez por esa razón, no deberíamos tomar muy a pecho eso de que los jóvenes deben llevar las banderas del cine latinoamericano actual. Es cierto que las óperas primas nos han hecho descubrir, con perdón de Truman Capote, otras voces y otros ámbitos, pero eso no descalifica la labor de nuestros maestros, que no son pocos y sí tan atrevidos como el último graduado de una escuela de cine. La densidad de Miguel Littín en La última luna, y el barroquismo naturalista, si cabe la paradoja, de nuestro Solás en Barrio Cuba, confirman aquello de que el camino de la creación conoce de tropiezos, pero no de cobardías.
Los filmes latinoamericanos de ahora mismo, pulsan todas las cuerdas, asumen todas las estéticas habidas, y en esa variedad está su magia, su vigor. Aquellos que se lamentan de un «cine imperfecto» varado en otras décadas, no son capaces de leer entre líneas la misma voluntad de denuncia expresadas ahora con madurez, con oficio. Y no es que se incomoden frente a guiones más compactos o actuaciones contundentes, sino que siguen prefiriendo la espontaneidad como el único método de aprehender nuestras realidades, cuando ni siquiera Tomás Gutiérrez Alea, uno de los más sólidos baluartes de este concepto, renunció al empaque de lujo. La reflexión, señores, no se encorseta en fórmulas cerradas; se le deja libre, que brote sola.
Ahora que ya el festival concluye, nos queda la satisfacción de habernos encontrado una vez más con la verdad de Latinoamérica. En las salas cinematográficas se sublimaron deseos, se recordaron experiencias, y sí se reflexionó sobre asuntos concretos. El cine, nuestro cine, mostró lo que somos y lo que queremos ser. Y todo lo demás.