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Entrevista con Santiago Alba Rico

«El discurso del Papa es más revolucionario que el de muchos marxistas»

Fuentes: El confidencial

Durante los años ochenta y noventa, que la mayoría de la izquierda española recuerda como «el crudo invierno neoliberal», la dictadura de los mercados campaba sin apenas enemigos en el mundo empresarial, la universidad y la esfera cultural. Fue en esa época donde Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) se convirtió en referente de quienes no […]

Durante los años ochenta y noventa, que la mayoría de la izquierda española recuerda como «el crudo invierno neoliberal», la dictadura de los mercados campaba sin apenas enemigos en el mundo empresarial, la universidad y la esfera cultural. Fue en esa época donde Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) se convirtió en referente de quienes no se resignaban a un sistema diseñado para satisfacer a las élites y desatender los problemas sociales.

Su nombre empezó a sonar con los guiones de «La Bola de Cristal», divertidas lecciones de marxismo para audiencias infantiles. Quedó finalista del Premio Anagrama con el clásico «Las reglas del caos. Apuntes para una antropología del mercado» (1995). Desde entonces, se ha ganado el respeto de muchos adversarios políticos gracias al rigor de sus ensayos, artículos y obras de teatro. Sus publicaciones más recientes, «Islamofobia» (2015) y «¿Podemos seguir siendo de izquierdas?» (2013), suenan tan claras y sensatas como desafiantes con los valores dominantes.

PREGUNTA. En «Islamofobia» citas de pasada «Sumisión», la última novela de Michel Houellebecq. Defines al autor como «gran novelista y pésimo pensador». ¿Qué encuentras más estimulante y más alienante de su discurso?

RESPUESTA. Houellebecq es, en efecto, un gran escritor y es probable que «Sumisión» se pueda leer como una gran novela dentro de cien años. Eso ha pasado, por ejemplo, con «Los endemoniados» de Dostoievski, una novela exagerada y «descolocada» que no me hubiera gustado en 1880, ya que en 1880 era políticamente ultrareaccionaria mientras que hoy, siendo la más floja de las grandes novelas de Dostoievski, es con todo una gran novela. Con «Sumisión» sucede un poco lo mismo. Lo que está mal en ella no es la demoledora crítica a la socialdemocracia y al progresismo francés, más que certeras, sino esa brutal interferencia ideológica que le lleva a equivocar el tiro para ponerse a novelar la absurda idea de que es el fracaso del progresismo lo que abre paso al islamismo. Es exactamente al revés. Ese fracaso está abriendo paso al nacionalismo xenófobo del Frente Nacional y a la islamofobia identitaria, dos causas a las que Houellebecq presta su «autoridad» mediante su relato. Y esa «autoridad», que alimenta a Marine Le Pen, alimenta indirectamente, a su vez, el islamismo identitario radical de Francia, un país donde el laicismo es también una religión fanática. Houellebecq no se equivoca en su demoledora crítica a la socialdemocracia, más que certera, sino en la absurda idea de que el fracaso del progresismo abre paso al islamismo»

P. Hay muchos pasajes de «Islamofobia» que desmontan (más bien, desgüazan) nuestra percepción del mundo árabe. El dato más contundente es la facilidad con la que olvidamos que la mayoría de las víctimas del fascismo yihaidista son musulmanas. ¿Cómo es posible ocultar un dato tan evidente? ¿Qué cabe hacer para visibilizarlo?

R. Ese ocultamiento es inseparable de otro: el de que es un Estado Islámico realmente existente y aliado nuestro (Arabia Saudí) la principal fuente de financiación, directa o indirecta, de los grupos yihadistas que todos -incluida la propia Arabia Saudí- dicen combatir. En este sentido, estaría bien que nuestros gobernantes y nuestros medios, en lugar de dar pábulo al miedo social que acaba utilizándose contra las minorías musulmanas en nuestras ciudades, cuestionasen la política exterior española y defendiesen realmente la democracia sobre el terreno, dejando que los propios musulmanes -que son tan diferentes entre sí como nosotros mismos y no más necios ni menos sabios- arreglen cuentas con su propia barbarie. En mi libro hablo precisamente del «derecho a la propia barbarie» y «a los propios medios para combatirla». La presencia obsesiva del Estado Islámico en los medios, y su identificación con el islam en general, eclipsa la variedad del mundo musulmán y acaba ignorando tanto a sus víctimas como a sus héroes.

P. Señalas muy explícitamente a los medios de comunicación entre los responsables de la islamofobia dominante. ¿Qué se puede hacer desde la prensa para combatir esa inercia? ¿Qué medios y periodistas concretos crees que desarrollan un trabajo interesante, que podamos tomar como referencia?

R. Paradójicamente hay, sí, grandes periodistas españoles comprometidos y conocedores de la zona. Hay otros nombres pero cito a la carrera algunos de ellos: Karlos Zurutuza, Olga Rodríguez, Monica G. Prieto, Manuel Martorel, Daniel Iriarte y Javier Martín. El problema no es tanto que haya una «conspiración» de las redacciones (la hay a la hora de ocultar la relación de nuestro gobierno y nuestras empresas con Arabia Saudí); el problema es más bien que un periodismo basado en el gag visual y en el trabajo precario escoge inercialmente moldes ya establecidos que, por lo demás, encajan en la propia mentalidad de muchos periodistas. Los periodistas no sólo trabajan en condiciones tan malas como el resto de los españoles sino que son también víctimas, por así decirlo, de los prejuicios comunes que ellos mismos transmiten. Ese es uno de los problemas de la información hoy en día. Hay muy poco conocimiento del mundo árabo-musulmán: los medios hegemónicos son cicateros, interesados y frívolos; los alternativos son simplonamente ideológicos. En esta cuestión concreta se salvan muy pocos, al menos en español: El Diario, Gara o las distintas ediciones en lengua castellana de Le Monde Diplomatique. También hay revistas digitales especializadas, como por ejemplo MSur.

P. En los últimos años, noto un creciente interés por asuntos religiosos, tanto en la la novela como en el ensayo. Pienso, por ejemplo, en la cantidad de veces que se cita y se publica a G.K .Chesterton y Simone Weil. O en el marxista Terry Eagleton, que lo mismo escribe un prólogo a los Evangelios que edita «Razón, fe y revolución». Por no hablar de novelistas muy populares en Europa como Emmanuel Carrère (que acaba de publicar «El Reino») o el ya citado Michel Houellebecq. ¿Crees que, de alguna manera, Dios ha vuelto? ¿Debemos resistir esta tendencia como un paso atrás o buscar su potencial revolucionario?

 

R. Como ciertos personajes antagonistas en las secuelas de las malas películas, Dios está siempre resucitando. Hay que contar con él. Y, desde luego, Chesterton, Weil o Eagleton son ejemplos de buen uso de este gran personaje de ficción. O el papa Francisco, cuyo discurso es bastante más radical y revolucionario que el de muchos marxistas que han perdido el contacto con la realidad y son, por eso mismo, mucho más «religiosos» que él. La globalización, con sus contracciones defensivas identitarias, ha fundido en un solo molde el máximo progreso tecnológico y el máximo irracionalismo. Al contrario de lo que creía Marx, la técnica no ha desacralizado el mundo; el capitalismo, más bien, ha recristianizado y reislamizado a sus víctimas. Lo cierto es que los ateos somos paradójicamente una minoría en retroceso y creo que haríamos mal en obcecarnos en convertir nuestro ateísmo en un objetivo político. Personalmente me siento mucho más cerca de un teólogo de la liberación que de un neoliberal descreído o de un estalinista.

P. En un intento de superar dilemas simplistas, del tipo izquierda versus derecha, te defines como «revolucionario en lo económico, conservador en lo antropológico y reformista a nivel institucional» ¿Cuál de las tres posturas te ha causado hoy más problemas? ¿Te encuentras solo en ellas o percibes compañeros de viaje?

R. Las formulé por primera vez hace ya diez años en el prólogo a la edición española de «La taberna errante» de Chesterton, que es un autor que complementa muy bien a Marx y a Kant. En pocas palabras, se trata de recordar que el capitalismo es irreformable, que hay que acabar con él para fundar un orden político en el que las instituciones políticas de la ilustración (democracia y Estado de Derecho) funcionen de verdad y todo ello sin olvidar el material de construcción original: una tierra de recursos limitados y un ser humano chapucero, viejo y poco razonable al que podemos pedir que admire a Cristo o a Ernesto «Ché» Guevara pero no que siga su ejemplo. De las tres posturas la que más problemas me plantea hoy tiene que ver con el capitalismo. No porque crea que es «reformable» o «humanizable» sino porque -mucho más pesimista- a veces me temo que se ha entrelazado de tal manera con los nuevos formatos tecnológicos y con la propia voluntad humana que es más fácil -parafraseando a Zizek- pensar el apocalipsis que la revolución. En cuanto a compañeros de viaje, desde hace casi dos años me hago la ilusión de que esos compañeros están en Podemos, por ejemplo, una fuerza que se fundó el mismo día que salió mi libro sobre la izquierda y que combina el cuestionamiento del capitalismo con los derechos humanos y con el realismo antropológico.

P. Hace un par de años, sufriste brutales ataques por tus análisis respecto a Siria y Libia, hasta el punto de que hubo quien sintió la necesidad de salir a defenderte en términos contundentes (me refiero, por ejemplo, a este texto de la web Rebelión http://www.rebelion.org/noticia.php?id=175864). ¿Cómo lo visite entonces y cómo ves la situación ahora, que tenemos algo más de perspectiva?

R. Las revoluciones «árabes» de 2011, que cogieron a EEUU y la UE con el pie cambiado, desconcertaron completamente también a un sector de la izquierda, islamófobico y sin conocimiento de la zona, que aplicó de manera automática esquemas de guerra fría. La ventaja de los esquemas ideológicos es que ahorran el esfuerzo de estudiar y de pensar y permiten reconocer de un vistazo a los «buenos» de los «malos». Este tipo de esquemas, en resumen, tienen la ventaja de hacernos sentir buenos, que es lo que en realidad todos deseamos; ese sector que yo llamo «estalibán» se dejó tentar por la propia «bondad», aunque para ello hubiera que sacrificar la realidad, ignorar el sufrimiento y el coraje de millones de personas y linchar a los que no pensaban como ellos. No fue agradable; fue incluso doloroso ser el blanco de este justicierismo calumnioso y a veces amenazador. Lo que cuenta, en todo caso, es que son pocos y, si siguen aplicando sus esquemas sumarios (basta ver la celebración de Putin como un nuevo Lenin) no pueden impedir que se imponga la realidad con todas sus fealdades: la de una geopolítica medioriental promiscua, con más sexo ocasional que nunca, en la que los EEUU –lo confirmaba Wallerstein el otro día– ya no es la potencia dominante y en la que los choques y alianzas entre dictaduras dejan fuera el interés de las poblaciones.

 

P. El momento de la izquierda en España, y en general de los movimientos emancipadores, me parece ilusionante y la vez inquietante. Por un lado, ya no es una quimera ganar el poder, como ocurría durante la hegemonía neoliberal de los noventa. Por otro, emergen los tics más arrogantes e identitarios, lo que tu has llamado «un irresistible deseo de derrota». ¿Cómo percibes la situación actual y qué vías de avance te interesan?

R. Este último año, el más corto y más largo de la historia reciente de España, hemos asistido a transformaciones inesperadas: la irrupción de Podemos, la victoria de las «ciudades del cambio» y, sobre todo, el colapso simbólico del «régimen del 78» y sus ejes de legitimidad política y moral. Lo que se juega en las próximas elecciones es la «restauración» o no del «régimen» en ese nuevo horizonte hegemónico impuesto por Podemos, pero que Podemos ya no controla o no completamente. Parece obvio que la estrategia restauradora es la de forjar un «bipartidismo de tres» (PP, PSOE y Cs) que deje fuera, o al menos inofensivo, a Podemos y las otras fuerzas de cambio. Eso sería una calamidad, a mi juicio, para la regeneración democrática de nuestro país. El sentido de la responsabilidad demanda una confluencia entre Podemos y las «ciudades del cambio» que asegure el 20D un poderoso resultado electoral , evite esa restauración y mantenga abierto el campo de «lo político» -y de los verdaderos cambios- en los próximos años.

P. En «Leer con niños» explicas que sufrimos un «nihilismo espontáneo de la percepción». ¿Podrías definir brevemente en qué consiste y darnos un ejemplo reciente que te haya ocurrido o del que hayas sido testigo?

Consiste en no distinguir bien entre mirar y comer. En el hecho de comportarnos visualmente como el piloto de un cazabombardero, que sólo mira lo que va a destruir y sólo antes de destruirlo, de manera que mirar y destruir son casi la misma acción. El formato de nuestras imágenes manufacturadas privilegia lo que yo llamo el gag visual: el placer visceral, inmediato, de ver caer al payaso listo o las fichas de dominó en cadena. El gag visual por excelencia, el insuperable, es el derribo de las Torres Gemelas en 2001. A todos nos gusta ver caer las Torres Gemelas y sólo después pensamos con horror en el dolor y la destrucción aparejadas. Nuestros patrones de consumo y nuestra relación mediática con el mundo gira en torno al gag visual y al nihilismo espontáneo de la percepción, que convierten la destrucción en una fuente de placer muy elemental. Cualquier portada de periódico, cualquier telediario ilustra esta práctica que nos impide distinguir entre una guerra y una olimpiada, un campo de tortura y un parque temático, un atentado terrorista y una boda real. Todos los días encontramos en las portadas de los medios digitales titulares como éste que yo recojo de El País: «Rezos en la India, surf en Portugal, desahucio en Madrid…Te mostramos las fotos de la actualidad».

P. Dices, también en «Leer con niños», que «el peligro no es que las novelas nos parezcan reales (como a Don Quijote), sino que no nos parezca real la realidad y que tratemos al vecino cojo, al niño ecuatoriano y al inmigrante como personajes de una novela en la que no creemos, que no nos tomamos en serio». ¿Hay que aspirar recomponer el lazo comunitario o ese planteamiento es otro tic nostálgico y poco realista de cierta izquierda?

R. Hay que evitar, sí, las propuestas antropológicas irrealizables y básicamente reaccionarias: nos gusten o no, por ejemplo, no hay posible retroceso, salvo catástrofe, de los nuevos formatos tecnológicos, que favorecen eso que César Rendueles llama «sociofobia». Vivimos en una sociedad que material y tecnológicamente estimula la fantasía y obstaculiza la imaginación. Hitler era un gran fantasioso; también Cecil Rhodes, por ejemplo, o Donald Rumsfeld con su «guerra relámpago» en Iraq. Lo contrario de la fantasía es la imaginación, la capacidad -por decirlo rápidamente- de «ponerse en el pellejo del otro». El capitalismo, articulado en torno a la sociofobia y el nihilismo espontáneo de la percepción, no lo pone fácil, pero no ha podido destruir aún un vínculo que, si necesita ser repensado, debe ser conservado y que, de alguna manera, se conserva a sí mismo contra todas las dificultades: la maternidad. Las madres -los niños- siguen siendo la «condición de lectura» de todas las novelas y la posibilidad de la imaginación como facultad activa en el mundo. Por eso soy un gran defensor de ese feminismo de los cuidados (pienso en Carolina del Olmo o en Yayo Herrero) que yo resumiría en un eslogan muy corto: «todos podemos ser madres».

P. Cuando hablas del acto de leer, subrayas la necesidad de entender los los textos no como objetos aislados, sino profundamente vinculados a su contexto social. Señalas, por ejemplo, que si «Tintín en el Congo» fuera el único libro del mundo, habría que prohibir sin duda su lectura, pero que en realidad unos autores nos defienden de los otros. En tu caso, fue Marx quien te vacunó contra el ocasional enfoque racista de Hergé y ahora tienes claro que ambos son influencias mayores en tu perspectiva vital. ¿Qué es lo más importante que has aprendido de cada uno? ¿Cómo se relacionan ambos en tu enfoque como ensayista?

R. No puedo imaginar mi infancia sin Tintín, al que leí una y otra vez, todas las noches, durante muchos años. Esperaba con ansiedad sus nuevos álbumes e Incluso después de la muerte de Hergé he soñado alguna vez que estaba vivo y escribía una nueva aventura. Hergé era un católico reaccionario que hizo la peor propaganda contra la Unión Soviética y, como Kipling, proyectó una visión colonial del mundo no occidental. Pero fue también otras muchas cosas que no pudo reprimir: en «El loto azul» está presente su amor y respeto por su amigo real Tchang, que cambió su visión de China; en «Tintín en el Tibet» está Kant y la defensa loca de un imperativo suicida; en «Las joyas de la Castafiore» la trabajosa, compleja y asfixiante «nada total» que podemos encontrar también en «Las reglas del juego» de Renoir. Tintín, agujero blanco asexuado y sin tentaciones, está rodeado, como sólo saben hacerlo los grandes (Shakespeare o Dostoievski) de una galería de personajes que la resistencia del mundo vuelve «cómicos». Hergé, en definitiva, es uno de los grandes narradores del siglo XX y, desde luego, el pionero de la «novela gráfica» de hoy.

En cuanto a Marx, me enseñó a leer historias largas y ocultas detrás de los objetos y sus relaciones; y a nombrar el mundo en que vivimos. Además, como recordaba hace poco Umberto Eco, fue un extraordinario escritor. Y, si conviene revisar algunas de sus propuestas políticas, hay que rechazar cualquier vínculo, por ejemplo, entre su obra y el «socialismo soviético», al menos en términos estéticos. Se olvida a menudo que Marx fue un gran lector (Shakespeare, Balzac, Heine…) y que escribió en su juventud una novela muy postmoderna, inspirada en Laurence Sterne, que Stalin habría considerado «decadente y burguesa». Algunas de las notas de «El Capital», por lo demás, son verdaderos monumentos literarios. En definitiva, Hergé me sirve para antropologizar a Marx y Marx para politizar a Hergé. De la confluencia pugnaz entre uno y otro surge un poco también esa propuesta que antes recordabas: la de que debemos ser revolucionarios en lo económico, reformistas en lo institucional y conservadores en lo antropológico-social.

Fuente: http://www.elconfidencial.com/cultura/2015-11-02/alba-rico-papa-francisco-literatura-marxista_1076699/