Traducido para Rebelión por Manuel Talens
La situación creada por la agresión imperialista contra Irak es una fuente de enseñanzas: las unas previsibles, pero de una importancia que los pronósticos más lúcidos no siempre habían calculado, y las otras menos esperadas, que han surgido como consecuencia de las primeras. Tal como afirmaba José Martí, «en lo político, lo real es lo que no se ve».
La guerra propiamente dicha
La imagen tradicional y cuidadosamente idealizada de la guerra no resistió la prueba de los hechos. Los estrategas del Pentágono, más confortables en sus oficinas climatizadas que en los hornos del desierto, habían anunciado un trabajo limpio, rápido y casi terapéutico y no temían hablar de «ataques quirúrgicos» o de una opción de «cero muertos». Por supuesto, en esto último se referían a sus esbirros, pues el adversario no entraba en sus cuentas. Ahora bien, al cuadro clásico y banalizado de las destrucciones de ciudades [1] y de las matanzas de civiles vino a añadirse el de las torturas infligidas a los presos, que fueron sistemáticas y decididas por las instancias más altas. Tras Guantánamo, que creó de manera artificial el concepto de «combatientes irregulares» y que negó a centenares de hombres la calidad de sujetos de derecho, surgió Abu Ghraib, que añadía las humillaciones «numéricas» a los sufrimientos físicos. Los heraldos de la campaña del Bien contra el Mal y del respeto de los derechos humanos muestran lo que significa el «choque» de civilizaciones dando rienda suelta a la barbarie: el texano analfabeto saquea una civilización tomando como modelo la «seguridad» de los pozos de petróleo mientras se abandona al pillaje el museo más antiguo del mundo. La soldadesca implanta sus campamentos en el corazón de la antigua Babilonia ante la desesperación de los arqueólogos [2]. En cuanto al liberalismo, realiza la proeza de mercantilizar y privatizar la guerra. Estados mayores y personalidades, a salvo en su «zona verde», confían su seguridad a 20.000 mercenarios. Es verdad que la ventaja de estos «militares privados» no es poca. Sobre la base de los contratos firmados directamente por sus empresarios -sociedades estadounidenses o sudafricanas, asimismo privadas- con el ejército de Estados Unidos, pueden llevar a cabo operaciones tanto de seguridad como ofensivas, sin preocuparse de rendir cuentas a nadie, es decir, de forma ajena al derecho y en el más absoluto secreto. Es cierto que están bien pagados, pero su costo es muy inferior al del soldado más modesto, que depende, ya se sabe, de una infraestructura material y humana mucho más compleja que la de Vietnam. Sus muertos, por añadidura, no se contabilizan. Pero el cuadro está incompleto si no se le añade la desigualdad entre ambos adversarios. El «primer ejército del mundo» se jacta de ir a aplastar a unos cuantos miles de hombres, de mujeres y de niños ya ampliamente disminuidos por la anterior agresión, un bloqueo de 12 años y -esto se conoce menos- ferozmente empobrecidos [3]. La vieja máxima de «quien vence sin peligro triunfa sin gloria» encuentra aquí una hermosa ilustración.
La guerra como política
Invirtiendo la famosa fórmula de Clausewitz, George W. Bush ya había promovido la guerra al grado de una política cuyo éxito debía estar asegurado por la supremacía de la potencia militar. Se conocen sus fines: prohibir cualquier desarrollo nacional que intente escapar del control estadounidense, establecer el control de los recursos energéticos más importantes del planeta (eso que Carlos Fuentes llama el «petropoder») y, en el caso de Oriente Próximo, mantener el escudo nuclear israelí. De manera todavía más radical, se trata de poner en marcha una fuerza militar sin precedentes que asegure la conservación de la hegemonía del dólar, amenazada por una deuda, también sin equivalentes, y por la expansión del euro. El método escogido consiste en desmembrar los Estados previamente diabolizados («estados bandidos»). Tras la partición de Yugoslavia en entidades sumisas (Croacia, Eslovenia) o duraderamente conflictivas (Bosnia, Kosovo), la escisión de Irak en tres partes -la chiíta, la sunita y la kurda- era el objetivo considerado, mientras que se sigue incitando a la desagregación de la antigua URSS en estados meridionales tales como Azerbaiyán o Georgia y actualmente Ucrania, cuya revolución «naranja» ha sido cocinada a fuego lento en el Pentágono. ¿Acaso la orquestación de la campaña internacional que denunció el «genocidio» en Darfour no busca castigar a Sudán, culpable de vender su petróleo a China que, tal como lo había anunciado Brzezinski [4], es la obsesión estratégica a largo plazo? ¿Acaso no está programada la implosión de Irán, siempre en nombre de la democracia? [5] ¿Y quién es el que no ve que el proyecto denominado del «Gran Oriente Medio» expone cínicamente la voluntad de recomponer un mapa de países musulmanes árabes conforme a los intereses imperialistas menos disimulados? El desprecio de la ONU, su debilitación y el servilismo de su Consejo de Seguridad -por otro lado, obsoleto- sólo sirven a la ambición hegemónica. Lo cierto es que la matanza de los indios, Hiroshima o a la cascada de golpes bajos contra las naciones de América Latina confirman que la guerra es la manera de existir para Estados Unidos. Un observador privilegiado, el jefe indio Alfred Red Cloud («Nube Roja»), homónimo de su célebre antepasado, acaba de repetirlo sin tapujos: «La historia se repite: Estados Unidos se comporta en Irak de la misma manera que se comportó en otro tiempo con mi pueblo. Invaden la tierra, destruyen los lugares, masacran a los habitantes y se apoderan de las riquezas» [6]. En 1945, Harry Truman ya definió a la perfección la asociación de la guerra «preventiva» con la exportación de la «democracia» al proclamar su doctrina: «Hacer de América [sic] el arsenal de la democracia».
El discurso del terrorismo
Las ventajas a favor de la lucha contra el terrorismo y del discurso que le presta una base ideológica son considerables. No sólo consisten en hacer que las industrias de la defensa marchen a todo gas, sino que se traducen en enormes inversiones en investigación (el bioterrorismo da ya trabajo a 2000 científicos), desarrollo tecnológico (nuclear, misiles, programas de simulación, etc.) y en la provisión de equipos de alerta (siete mil millones sólo para Afganistán). De paso, los montajes alarmistas, que alimentan la ultraseguridad, son de una gran ayuda electoral. Tal como se ha podido comprobar, las reiteradas mentiras de Bush y Blair a propósito de las armas de destrucción masiva que supuestamente poseía Sadam Husein o de la complicidad de éste con Bin Laden forman parte de la puesta en escena. La obsesión constantemente alimentada de ataques de todo tipo tiene como consecuencia en todas partes, más allá de Estados Unidos, la inflación de los presupuestos del ejército, de la policía y de los servicios de inteligencia, el fortalecimiento de las medidas autoritarias y la arbitrariedad de la represión, el sacrificio de las experiencias sociales y las regresiones de la democracia, cuyo peor enemigo es el imperialismo, tal como sabemos desde los tiempos de Lenin. Ninguno de nuestros países desarrollados, europeos y libres, escapa a este esquema, tan favorable que refuerza los poderes dominantes -de la derecha o de la socialdemocracia- y provoca la anestesia de las tensiones de clase, que al mismo tiempo no deja de atizar. Benjamin Barber, el antiguo consejero de Clinton, lo ha dicho con toda claridad: «El terrorismo puede incitar a que un país tenga tanto miedo que se vea sumido en una especie de parálisis» [7]. Al Qaeda puede mantener indefinidamente la política de la guerra. La invención de este enemigo, tan inalcanzable que ni siquiera dispone de una base geográfica nacional y que, por eso mismo, puede atacar en cualquier sitio, sirve para propagar el terrorismo con un vigor análogo al del discurso que lo denuncia en nuestra propia casa, en Italia, en Francia, en Alemania, en España o en Gran Bretaña, incluso si en otros sitios las cosas son peores. Por ejemplo, en un país miserable como Uzbekistán un régimen dictatorial, que autorizó el establecimiento de la mayor base militar estadounidense del Asia Central, «encarcela a destajo en nombre de la guerra contra el terrorismo» y, según Le Monde (18 de junio de 2004), «arroja en brazos del islamismo a una parte de la población». China invoca también la «lucha contra el terrorismo» para reprimir el nacionalismo de los uiguros de Xinjiang, calificados de islamistas. En Palestina, donde a partir del 11 de septiembre el presidente y premio Nobel Arafat fue comparado con Bin Laden y luego con Sadam Husein, el ejército de ocupación se dio carta blanca para proseguir la empresa del «Gran Israel»: la edificación del muro del apartheid que preparaba la estrategia de la «transferencia». Además, con fanfarronadas muy similares, los gobiernos que habían manifestado una amable hostilidad hacia la agresión contra Irak empezaron poco a poco a pedir perdón y a entrar en el redil, preparando el recurso a la ONU y a la intervención de la OTAN o bien, como en el caso de Francia, votando a favor de la resolución estadounidense en el Consejo de Seguridad y restableciendo sus relaciones diplomáticas con los payasos instalados en el poder en Bagdad. Además, todo el mundo ha de someterse al control policial impuesto en los aeropuertos por la administración de Estados Unidos. Aquí y allá, las peroratas oficiales contra el antisemitismo, ideológicamente asociado con el antiamericanismo -evidentemente «primario»- dispensan a la Unión Europea de toda medida que sancione a Israel. Con la superpotencia en la cúpula, se acabó el tiempo de los enfrentamientos intraimperialistas abiertos. El «trío» hace frente común.
Se trata de una política deliberada y concebida desde hace tiempo, antes de los atentados del 11 de septiembre, que sólo proporcionó la coartada ideal. Estaba claro que, una vez en el saco el asunto afgano, el siguiente objetivo de la empresa petrolera era Irak. Incluso si nos burlamos -con toda la razón- de la supuesta «misión» civilizadora de Estados Unidos y todavía más del mito de la exportación de la democracia, estamos ante una empresa de largo aliento, necesaria para la conservación de la superpotencia. No iba a ser el valiente soldado John Kerry quien dijera lo contrario, pues durante su pobre campaña electoral no cesó de afirmar (el 10 de agosto pasado) su total acuerdo con la cruzada de su adversario y que «volvería a votar a favor de la guerra».
La resistencia
No obstante, la situación iraquí nos ofrece otra lección de enorme importancia: la certeza de que la agresión ha fracasado. Ha fracasado por dos veces. Sobre el terreno, el ejército más poderoso del mundo, dotado de la tecnología más avanzada y de medios inigualados de destrucción, carente por añadidura de cualquier escrúpulo moral o «humanitario», no logra controlar un país que ya habían asolado ni a una población que suponían de rodillas. La «victoria de la coalición», celebrada con tanto énfasis, no tuvo lugar. ¡No hay más que recordar que para Berlusconi se trataba sólo de «unos cuantos beduinos»! Incluso si olvidamos por un momento el error estratégico -que ya cometieron en Vietnam y que puede sucederle a cualquier estado mayor- de imaginar que nada se le resiste a quien posee el hierro y el fuego y si olvidamos asimismo esa miseria cultural y congénita que únicamente ve en el adversario, sobre todo si es árabe, lo infrahumano, lo cierto es que es imposible olvidar que, por mucho que la humildad no sea una virtud de los yanquis, su arrogancia bate cualquier récord cuando se considera la nulidad de los pronósticos que hicieron. No, la población no tendió sus brazos a sus libertadores y, si lo hizo, fue para estrangularlos. No, el ejército iraquí no se hundió, únicamente cambió de táctica. No, el tejido social no se desgarró, y ello a pesar de los golpes recibidos durante una década: sunitas y chiítas no se mataron entre sí. Al contrario, los «vencedores» cuentan sus muertos y sus heridos por millares y se esfuerzan por disimularlos ante su opinión pública. A pesar de que no se publican, las negativas de servir en el ejército e incluso las deserciones existen. El Congreso incrementa sin cesar los créditos de guerra y el Pentágono el número de sus tropas, así como la duración del reclutamiento. La resistencia, cuyo nombre niegan de manera tan patética los medios de comunicación serviles -que sólo hablan de «terroristas» o «rebeldes»-, no sólo se organizó, sino que todo indica que está formada por el conjunto de las fuerzas políticas sin distinción, confesionales o no, y que a pesar de algunos grupos manipulados o mafiosos, goza de un apoyo popular muy amplio, lo cual le permite intervenir de forma simultánea en todas las regiones del país. ¿Acaso es necesario precisar que nuestra solidaridad de occidentales no nos permite dar consejo alguno a la resistencia iraquí, cualesquiera que sean las reservas que podamos tener ante a tal o cual exceso, pues ni siquiera sabemos si se trata de puro bandolerismo en ese caos monumental que las fuerzas de invasión han creado en el país? No tenemos derecho alguno a juzgar las formas que adopte. Tal como ha dicho en fechas recientes Walden Bello, Presidente de Focus on Global South, «esto ha de ser una lección para la izquierda… los movimientos progresistas occidentales deben aceptar la insurrección y la resistencia iraquíes tales como son y no dictar lo que deberían ser». ¿Nos habríamos acaso negado en el siglo XVI a apoyar a los campesinos alemanes que se levantaron contra sus señores, sólo porque el sacerdote Thomás Münzer se encontraba a su cabeza? La supuesta recuperación de la soberanía y los anuncios del calendario, bajo la batuta de Iyad Alaui, un jefe de Gobierno que es al mismo tiempo agente de contraespionaje, y de J. D. Negroponte, un procónsul que fue supervisor de escuadrones de la muerte en Honduras y en otros lugares, no han hecho sino agravar la situación y multiplicar las acciones contra el ocupante. La farsa electoral, anunciada con gran refuerzo de propaganda, ha sido tan convincente, popular y democrática como lo fue el régimen de Laval en la Francia nazificada o el del emperador Bao-Dai en la Indochina colonial, más cercanos de nosotros, franceses, que el de Karzai en el Afganistán liberado. ¿Será preciso añadir que la rapacidad financiera, tan claramente expuesta por Michael Moore en su Fahrenheit 11.09, todavía no ha alcanzado sus objetivos y que Halliburton sigue sin recuperar sus inversiones? El precio del oro negro sube y los contribuyentes se angustian de la factura.
El segundo fracaso se sitúa en el plano de la conciencia, pero no sólo en la de la nación iraquí, sino en esa que sin exageraciones podemos denominar universal. Recordemos el extraordinario movimiento de opinión -sin precedentes históricos- que en todos los países se expresó contra la agresión. En realidad, se trataba menos de opinión pública que de pueblos y los más decididos fueron precisamente los pueblos de los gobiernos de la «coalición», lo cual dejó clara, dicho sea de paso, la auténtica naturaleza de las democracias burguesas. En contradicción con las cobardías o las complicidades de los dirigentes, este movimiento no se debilitó. Incluso obtuvo algunos nuevos éxitos con la retirada de las tropas que impusieron las manifestaciones (España, Filipinas). ¡La opinión favorable que tenían los propios sujetos del Imperio de la aventura iraquí ha disminuido desde un porcentaje superior al 80% a menos del 50%! Estamos en presencia de una conciencia de masas que no se deja engañar por las proclamaciones grandilocuentes sobre el Derecho, la Democracia o los Valores; ni por las mentiras en busca de legitimación guerrera «preventiva»; ni por las manipulaciones que utilizan el chantaje del miedo ni tampoco por las campañas de desinformación. El discurso del terrorismo produce sus propios anticuerpos, cuyas redes y cuya eficacia, si bien no han ganado la partida, son tan dominantes que han abierto una perspectiva de lucha.
Esta lucha antiimperialista no es de ninguna manera un concepto teórico o una abstracción. No quebrantará de la noche a la mañana el yugo del orden hegemónico, pero de ahora en adelante dispone de medios para enfrentarse con ella. Tiene por vocación el reunir a las fuerzas todavía dispersas que a veces se buscan entre sí, y ello a través de los foros sociales, los movimientos antiglobales o las organizaciones progresistas más clásicas, con vistas a constituir un frente internacional de resistencia democrática, que no puede excluir el recurso a la violencia revolucionaria. Su primera tarea, cuyo ejemplo más inédito y decisivo lo constituye la resistencia de Irak, es inseparable de las manifestaciones militantes de solidaridad hacia quienes se encuentran en los puestos avanzados: el pueblo iraquí y, junto a él, el pueblo palestino y todos parias de la tierra, tanto del Norte como del Sur, de cuya esperanza son el estandarte.
Una versión ligeramente más breve de este texto apareció en L’Ernesto (Roma, agosto de 2004) y Utopie critique (París, septiembre de 2004).
Notas
[1] Faluya ha engordado la lista de ciudades mártires, junto con Guernica, Dresde, Coventry, Oradour, Hiroshima o Nagasaki. Una reproducción del lienzo de Picasso sobre Guernica, editada por el Ministerio venezolano de la Cultura, lleva en sobreimpresión la palabra «Faluya».
[2] Los especialistas hablan incluso de «genocidio cultural». El doctor Curtis, director de las antigüedades del Oriente Próximo en el British Museum ha entregado un informe sobre las destrucciones de sitios arqueológicos cuyas informaciones han sido calificadas de «terroríficas» por Lord Redescale, Presidente de la Comisión Parlamentaria británica de arqueología (véase Joëlle Penochet, Combat-Nature, nº 143, noviembre de 2003).
[3] El Irak conquistado ha tenido que pagar enormes «daños de guerra» a sus vencedores; por ejemplo, 16.000 millones de dólares a Kuwait, 2.000 millones a la «Comisión de indemnización» de la ONU, que entregó 70 millones a Estados Unidos y a Gran Bretaña. Las multinacionales se llevan la parte del león de esta mina: 18 millones a Halliburton, 7 a Beschtel, 2,3 a Mobil, 1,6 a Shell, 2,6 a Nestlé, 3,8 a Pepsi, 1,3 a Philip Morris y 321 a Kentucky Fried Chicken; en 1999, Texaco había recibido 505 millones de dólares.
[4] Véase Le grand échiquier.
[5] Véase la última producción del propio Brzezinski, Le vrai choix.
[6] Véase la entrevista aparecida en Le Monde des religions, enero-febrero de 2005.
[7] Véase L’Empire de la peur.