El primer atentado contra la filmación de un hecho histórico, si no se hace a tiempo, lo comete la fragilidad de la memoria; al que pueden sumarse la carencia de investigación, fuentes autorizadas, archivos confiables. En ello radica parte de los problemas de dramaturgia de La toma de la embajada (1999), de Ciro Durán. Los otros se derivan básicamente de su falta de ángel, intensidad, intimidad. La primera cualidad de una obra es ser, la segunda, significar:es posible considerar ambas cualidades en la labor crítica y cuanto más fundidas estén, más bella será la obra. Por eso mismo, la de Durán no es ni obra de arte ni en consecuencia bella: no en sentido maniqueo, por buena, sino por no ser excelente, agradable a nuestros sentidos.
Como no todo se debe tomar en serio, para conservar la salud mental, y si no existiera la risa como antídoto contra la adversidad, cinematográfica en este caso, podría caerse en lo que los javaneses llaman amok, especie de furor homicida, solo queda el recurso al análisis basado en el humor: lo que no implica abandonar la seriedad y el rigor. Con La Toma…(la única de su vida) Durán, integrante de la productora méxicovenecolombiana con nombre de fusil, G-3, se ha convertido en un insólito creador: del filme ahistórico crítico; del documental de ficción o ficción documental que no es uno ni otro (sino todo lo contrario, como diría Turbay, presidente de la época y uno de los monotipos, no estéreo…, de este capítulo de TV ampliado a cine); del anti-distanciamiento brechtiano; del rap fílmico.
La toma…es un filme ahistórico aunque pretenda ser historicista puesto que no bastan estadísticas como número de embajadores retenidos, guerrilleros muertos (uno) durante el asalto, relaciones sexuales (gratuitas) entre La Chiqui (Fabiana Medina), menos conocida como Carmenza Cardona Londoño, y el Comandante Uno (mero mexicano, no un-ho-mero colombiano), para abordar un hecho de indudable repercusión política para el país y el mundo: el mayor secuestro diplomático de la historia y la victoria política más relevante de la subversión, que pedía a cambio de los secuestrados la liberación de 311 presos políticos, el pago de 50 millones de dólares (que Turbay hizo efectivos pero, hipócrita, calló después: luego, se dijo que el Gobierno había pagado solo tres millones y que fueron recogidos aquí y allá, algo muy a tono con el engaño oficial) y la publicación de un manifiesto en diarios de los países afectados. En La toma…se nota la supeditación de la estética a una amorfa, incierta e indescifrable ideología, la que cuando es clara permite saber dónde se está y hacia dónde se va… y no se habla de subordinar el arte a la ideología (como casi siempre los oportunistas se apresuran a determinar) o de asumir una actitud ideologizante ni de elaborar panfletos.
Tal vez sin querer, pero no pudiendo más, Durán devino abogado del diablo: quiso quedar bien con captores y secuestrados; con la gaseosa izquierda y con la clase política tradicional. Quizás por ello no hay personajes de choque ni en conflicto, cuando el conflicto en su momento fue indudable. Apenas, una torpe y falsa camaradería para celebrar el cumpleaños del chamo embajador de Venezuela… No hay una crítica de la realidad sino una reproducción mecánica de la misma: así, el cine ha retrocedido a los tiempos en que aún se discutía su categoría como arte… que hoy se vuelve a discutir por productos como… Durán se olvidó del cine como arte por pensar solo en términos de industria pues no hay en su oficio espectáculo ni, mucho menos, narración cinematográfica en el sentido clásico de planificación, sentido del ritmo en el montaje, profundidad de campo.
Se asiste a un filme soso, sin recreación del hecho histórico ni político, que se ahoga entre la linealidad y el bostezo. Con elementos apócrifos como los de pretender inyectarle suspenso a través de la pérdida de un cuchillo, de la seudo diarrea del diplomático uruguayo, de la apertura de túneles en la pared: todos pretextos para alargarlo o, peor, efectismos para desviar el juicio del espectador e impedirle captar la vacuidad de su argumento o tomar distancia crítica frente a él. O la clausura de ventanas mediante tablas de mágica consecución… tal vez surtidas por la misma firma que saturó a los aburridos personajes de chitos, papas y salchichas: nadie, menos mal, advirtió la cuña. A pesar de la puesta en escena, las actuaciones (casi todas planas, salvo las de Medina como La Chiqui; Dorado como el gringo Asencio; el militante barbado) y la iluminación, Durán ha creado el documental de ficción, sin que sea necesario ahondar en su especificidad: lo que no puede existir, no hay cómo describirlo.
Como tampoco existe, pese a los créditos respectivos de fecha y hora, un paso perceptible del tiempo cronológico ni, mucho menos, diegético: el interior o el psicológico de los personajes. Otro aspecto al margen, salvo en un par de escenas y al final, es el del acompañamiento musical en off como factor de estructuración temporal o de contrapunto dramático. Cosa que no se lamenta demasiado por tratarse de un filme sin efectos líricos, tratamiento poético, gracia. Muy poco permite hablar de la especificad profunda del cine pues no hay ángel ni intensidad ni intimidad. Las condiciones psico-fisiológicas del drama (se supone que eso sea La toma…), la atmósfera y la naturaleza propia del filme, el ángel, no aparece por ningún lado: se presenta un mundo descompuesto y ripioso, no hay algo en esencia significativo, el menor hecho/símbolo, nada que trascienda.
Excepto ciertos picados y contra…, algunos paneos, contados claroscuros de cama y otros primeros planos de catres, de los retenidos, no hay oficio de composición de imagen: ¿será que el vano mundo posmoderno (y del cine) ha prescindido ya de planificación, angulaciones, encuadres, ritmo en el montaje, para imponer un sentido estético? ¿Será que ya no se requiere un trabajo mínimo de profundidad de campo para capturar al espectador e insertarlo en un mundo verosímil? Por carecer de todo esto no hay intensidad en el filme.El manejo de cámara adolece de penetración, lo que impide la identificación espectador-personajes, que éstos vivan en aquél, le impongan su presencia; no ‘vive’la terquedad interrogativa del primer plano que quita máscaras y revela cimas o, por contraste, abismos del ser humano: solo queda la apariencia de lo que se pretendió revelar. En una palabra, no hay intimidad.
La cámara, los personajes y las situaciones tienen una mera función descriptiva, en detrimento de la reflexión y la crítica sobre un hecho histórico-político que para Durán significó apenas la reconstrucción de un evento social, anodino, light: ¿dónde está la claustrofobia en La toma…, la síntesis de lo acaecido no solo en la embajada dominicana sino al interior del Establecimiento, las causas del ataque del M-19, los efectos para el pueblo colombiano (o, bueno, fosacomuniano, por Fosa Común, ex Colombia) a nivel de represión, los resultados negativos que el hecho trajo para el gobierno, las reacciones de la prensa n(e)cional o mundial? ¿Qué significó para los países del área la salida negociada del suceso?, ¿por qué el silencio institucional frente a un asunto sobre el que ni siquiera se ha sabido en detalle el arreglo concreto entre Estado e insurgencia? Al parecer a Durán estas inquietudes lo dejaron frío o no lo desvelaron tanto, como sí ir al rebusque para acometer semejante despropósito audio… perdón, visual: se olvidaba que en La toma… prácticamente no hay música; ni siquiera ruido pues este solo se genera al acabar el filme: y tal vez ni siquiera eso.
No en vano, el evento social descrito arriba se inicia con un escarceo bélico rápidamente sucedido por un coctel y termina con unas notas de archivo en el aeropuerto de La Habana y una muestra en foto-fija de guerrilleros y embajadores, todos confundidos… quizás con el vano prurito de hacer notar el acierto del reparto y, sobre todo, la exhaustiva investigación realizada para reproducir una historia que apenas alcanzó ribetes de anécdota, llevando al director antes que nada al cenagoso territorio del sinsentido. Durán se limitó a hacer un publicitario disparo de fusil G-3… o AK-47 o Galil. Aunque, honestamente, no se trató más que de un vulgar petardo, de alguna manera útil a Durán: con él ha creado el distanciamiento brechtiano al revés. La voz Verfremdungseffekt, se traduce como efecto de distanciamiento o de extrañamiento que, según la forma teatral creada por Brecht, consiste no en sumergir al espectador en un orbe de ilusiones, sino en conservar un distanciamiento emocional para que, en lugar de una identificación espectador/personajes, aquel pueda reflexionar sobre estos de modo crítico/objetivo, a fin de evitar la enajenación. En Escritos sobre teatro, Brecht dice: “Se buscaba una manera de interpretar que volviera llamativo lo corriente, asombroso lo acostumbrado. Lo que uno se encuentra habitualmente debería de poder tener un efecto raro y mucho de lo que parecía natural debía ser reconocido como artificial. Porque si los sucesos que había que representar se volvían extraños, solo perderían una familiaridad que los sustraía al juicio fresco o ingenuo”. (1) Y en La toma… la identificación del espectador con el hecho al que acude ocurre no por un hecho objetivo, sino por descuido o acaso por azar; ahora bien, es imposible dejar de pensar en una llana boutade fílmica, por exabrupto, no por ocurrencia o chiste: aquel toche no tiene sentido del humor. Cosa que se dice en broma, para evitar malentendidos pues en estos casos puede uno salir a deberle a quien le quedó debiendo.
Por eso nadie piensa dentro de La toma… Por eso nadie ríe frente a ella: y no por incapacidad, sino por impotencia. Solo cabe recordarla, ¡para que, como la Historia, no se repita! Una vez vista, se sabe exactamente qué no pasó entre el 27/feb y el 27abr/1980. La historia que este protisto, por neutro, filme ha pretendido contar, haciendo a la postre solo turismo, se confunde con la oficial o clandestina de quienes la encarnan, lo que en el fondo es lo mismo, aunque resulte no ser igual. (2) Para Ciro, este rap fílmico, que se puede cantar sin música, como su…: (Coro) Con La toma de la embajada/ no ha pasado nada/ todo ha sido una…/ Mañana ya nadie saber querrá/ si lo de Durán se recordará/ ni tampoco lo que éste hará…/ En todo caso, cine a hacer no volverá…/ (bis) Con La toma… no ha pasado nada/ todo ha sido una…
La toma real de la embajada de República Dominicana significó que los conflictos se resuelven más, contrario a lo que se cree/espera, por vía de las armas o de la presión que del diálogo o la (hipócrita) diplomacia. Por esta diferencia o por la mixtura de ambas las cosas no volvieron a ser como antes. Ni podrán volver a ser como ahora: el poder lo detenta no necesariamente quien tiene la razón, sino la fuerza. La paz no se decreta ni se logra solo con marchas: surge cuando ya no hay más injusticia, hambre, analfabetismo, desempleo, presos políticos, secuestrados, desaparecidos, desplazados, cierre de hospitales. Para acabar la guerra hay que hacer la guerra a la guerra. He ahí la lección de la realidad que en la ficción de La toma… significó un mayúsculo, rotundo e irreparable fracaso de la historia, mientras en la realidad el despistado subpresidente de la época, Turbay (¡Ay!)ala, decía, con la desfachatez propia de los ‘gobernantes’ de Fosa Común: “Ganamos todos. Ganó el país.” (3)
Notas:
(1) BRECHT, Bertholt. Escritos sobre teatro. Alba Editorial, Barcelona, 352 pp.: 167-168.
(2) El ex integrante del M-19, y hoy uribista, Rosemberg Pabón, da su versión en El Espectador, pretendiendo pasar por uno de esos “16 muchachos” que se arriesgaron a “morir por un país mejor”. Que el lector de hoy juzgue.
FICHA TÉCNICA: Título original: La toma de la embajada. G/D: Ciro Durán. F: Rodolfo Beer. I: Demián Bichir (Comandante Uno); Humberto Dorado (Embajador Asencio); Fabiana Medina (La Chiqui); Bruno Bichir; Edgardo Román; Roberto Colmenares; Carlos Muñoz; Susana Torres; Andrea Guzmán; Erika Acosta; Andrea Quejuan; Marta Amaya, Óscar Borda. País: Colombia/México/Venezuela (G-3). Año: 1999. Formato: 35 mm; color; Dolby digital; 110 min. P: Joyce Ventura.
Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín, desde 2012, y columnista de EE, desde el 23/mar/2018. Corresponsal de revista Matérika, Costa Rica. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Invitado por UFES, Vitória, Brasil, al III Congreso Int. Literatura y Revolución – El estatuto (contra)colonial de la Humanidad (29-30/oct/2019). Autor, traductor y coautor, con Luis Eustáquio Soares, en Rebelión.