Fred Jerome, El expediente Einstein. Planeta, Barcelona 2002. Traducción de Juan Mari Madariaga, 502 páginas. Si volviera a ser joven ahora […] no trataría de convertirme en científico o profesor, preferiría ser fontanero o vendedor ambulante, con la esperanza de disponer así de ese modesto grado de independencia todavía asequible en las actuales circunstancias. […]
Fred Jerome, El expediente Einstein. Planeta, Barcelona 2002. Traducción de Juan Mari Madariaga, 502 páginas.
Si volviera a ser joven ahora […] no trataría de convertirme en científico o profesor, preferiría ser fontanero o vendedor ambulante, con la esperanza de disponer así de ese modesto grado de independencia todavía asequible en las actuales circunstancias.
Albert Einstein, en The Reporter (18/11/1954)
Ya es hora de que el pueblo americano sepa quién es ese Einstein […] debería ser encarcelado
John Rankin (1945), congresista por Mississippi
El expediente Einstein (EE) disuelve convincentemente un tópico extendido. Se acepta generalmente que Albert Einstein ha sido sin duda uno de los grandes científicos de todos los tiempos, a altura no menor que Newton o Darwin; se ha señalado con acierto su inmensa aportación filosófica a las cosmovisiones de base científica del siglo XX; se han comentado detalladamente sus contribuciones como filósofo de la paz (entre nosotros, Francisco Fernández Buey), pero, en ocasiones, algunos autores, al aproximarse al Einstein más estrictamente político, sin dejar de reconocer su loable hacer y su notable interés por numerosos y justas causas, han señalado a un tiempo una cierta ingenuidad en sus actuaciones como personaje u hombre público. Pues bien, este ensayo, el excelente trabajo de Fred Jerome, nos da poderosos y bien trazados argumentos para discrepar de esa mirada, por otra parte ya cultivada por las propias autoridades usamericanas: incapaces de acabar con él o de intimidarlo, encontraron «otra forma de apagar su voz: después de su muerte, lo convirtieron en un santo inocente» (p.11). Cabe afirmar que la única parcela de la vida de Einstein que ha sido parcialmente silenciada por biógrafos, estudiosos, coleccionistas de cartas, productores de vídeos o por poderosos medios de comunicación, ha sido su tenaz, plural y nada marginal actividad política. Como Jerome recuerda, en 1949, cuando el macartismo, y el patriotismo más fanatizado, estaban convirtiéndose en ideología dominante y casi exclusiva de las instituciones usamericanas, Einstein tenía el coraje de escribir: «Die Fahn´ist ein Symbol dafür /Das noch der Mensch ein Herdentier ist» (La bandera es un símbolo del hecho de que todavía la Humanidad sigue viviendo en hordas).
EE contiene, además, una certeza aproximación a una época especialmente siniestra de la historia reciente de EE.UU, no muy distante, por otra parte, de la fase en la que nos encontramos inmersos. Se nos habla con cuidado detalle de los años en que Hoover, en la cima del FBI, o el senador por Wisconsin, McCarthy, y otros «inquisidores del Congreso» (según la forma de decir de Einstein) arremetían contra todo aquello que consideraban, o aparentaban considerar, aliado, próximo o afín a posiciones socialistas o comunistas.
EE puede ser visto, igualmente, como un detallado comentario de texto del voluminoso informe de unas 1500 páginas que el FBI reunió desde 1932 -un año antes de que Einstein se instalara definitivamente en EEUU huyendo del nazismo- hasta 1955, y en el que figuran detalladas las 33 organizaciones, calificadas como subversivas por el FBI, a las que Einstein pertenecía, entre ellas el Comité Americano por la Libertad en España, así como su grado de participación en ellas. La misma Federal Bureau of Investigation lo ha hecho público recientemente y puede consultarse en http://foia.fbi.gov/einstein.htm. Entre las joyas que aquí pueden observarse, puede leerse un memorándum del FBI de la oficina de Newark, de finales del 1951 donde se asegura, sin explicación anexa alguna, que «Albert Einstein, científico y matemático, era un contacto de Vladimir Pravdin, antiguo agente del KGB…» (p.369).
Curiosamente, el primer documento recogido es un largo escrito de 16 páginas de la Corporación de Mujeres Patrióticas que no tiene apenas desperdicio y que está en coherente armonía con otros papeles del expediente. Se pide en él que se prohíba la entrada de Einstein en EEUU porque el autor de «E = mc2» era líder del nuevo movimiento pacifista de Resistentes contra la Guerra y porque, además, «ni el propio Stalin pertenece a tantos grupos internacionales anarcocomunistas dedicados a promover esa «condición preliminar» de la revolución y la anarquía completa, como Albert Einstein» (p.34). Por otra parte, la señora Frothingham, autora del informe, no tiene demasiados reparos en señalar que la teoría de la relatividad «no tiene mayor importancia que la respuesta al viejo enigma académico ¿cuántos ángeles caben en la punta de una aguja?» (p.35).
Jerome señala en su prólogo algunas de las consideraciones que le mueven en su estudio. Admitiendo una no comprensión detallada de las teorías científicas descubiertas por Einstein, indica que para él lo más admirable del gran físico-filósofo del siglo XX es «que se negó a adecuarse a un molde. No usaba calcetines. Hablaba a los niños como si fueran adultos. Y también en política, cuando el pánico rojo de los años cincuenta silenció a una generación, Einstein siguió hablando claramente y en voz alta» (p.11). Sin ocultar su perspectiva de análisis: «No me puse a escribir este libro sin punto de vista propio. Nací como lo que ahora se llama un «niño con papales rojos» y crecí en una familia con su propia ficha en el FBI. En la misma época en que la Oficina iba compilando el expediente Einstein, mi padre, uno de los dirigentes del partido comunista condenado en aplicación de la Ley Smith, pasó tres años en la penitenciaria federal de Lewisburg (Pensylvania)…Sin embargo, he tratado de enfocar El expediente Einstein como un periodista, describiendo la atmósfera de la guerra fría en Estados Unidos y la convicción de Hoover de que tenía que tomar medidas extremas para salvar al país del comunismo» (p.16).
Además de todo ello, y no es pocas cosa, EE ayuda a entender una etapa nada fácil de la historia del partido comunista estadounidense. Un antiguo militante, Lester Rodney, en testimonio recogido por Jerome, señalaba lo siguiente en una carta de 22 de enero de 2001 dirigida a The Nation: «Sí, eran unos ingenuos en lo que respecta al primer país del mundo que se proclamaba socialista y privilegiaba a la gente por encima de los beneficios; y sí, fueron lamentablemente tardos en reconocer que el estalinismo había convertido el sueño socialista en una pesadilla. Pero los comunistas estadounidenses, pese a sus pecados […] defendían algo más humano que el capitalismo de los monopolios […] y lucharon porfiada y eficazmente por la justicia social […]» (p.17).
De los muchos temas desarrollados a lo largo de los 20 capítulos del ensayo (la militante oposición de Einstein al auge del racismo a finales de los cuarenta (cap.6), el hostigamiento y vigilancia constante al que fueron sometidos escritores y artistas de izquierda, Einstein incluido (cap.7); su apoyo a Henry Wallace del Partido Progresista (p.176 y ss); la poblada lista de causas rojas en las que participó culpables todas ellas de defender derechos para toda la ciudadanía sin exclusión (cap.10); su oposición a la condena a muerte de los Rosenberg (pp.215-218), sus matizadas posiciones respecto de la Unión Soviética (cap.12), el caso Shadowitz (p.349 y s)…), cabe aquí destacar los cuatro temas siguientes:
1. La interesante y detallada descripción que Jerome nos da de la participación de Einstein en el proyecto, construcción y lanzamiento de la primera bomba atómica, con un interesante análisis (capítulo 4) de las razones que motivaron al FBI y al G-2 a apartar a Einstein del más importantes esfuerzo científico-militar del mundo en aquellos decisivos años de la Segunda Guerra Mundial. En opinión documentada de Jerome, el uso por parte del FBI de fuentes nazis y el pasado político militante de Einstein en organizaciones antifascistas son claves que explican la exclusión. Probablemente, el general Groves y el aparato militar del proyecto Manhattan sabían que, en caso de discrepancia, la opinión de Einstein podía ser decisiva. No hay que olvidar que cuando se supo a finales de 1944 que los nazis no iban a poder construir la bomba, Washington empezó a elaborar planes para utilizarla contra Japón. Varios científicos del proyecto protestaron y algunos pensaron abandonarlo, pero sólo uno, Joseph Rotblat, premio Nobel de la Paz en 1996, quien dirigió durante cuatro décadas la Conference Internacional Pugwash -el grupo antibelicista promovido originalmente por Einstein y Russell (de hecho, la firma del llamamiento en favor de esta organización fue el último acto político de Einstein antes de morir en abril de 1955)-, abandonó efectivamente el proyecto. Jerome apunta que «si Einstein hubiera estado allí, podríamos muy bien haber tenido un impacto mayor sobre sus colegas y sin duda habría influido sobre la opinión pública para oponerse a la utilización de la bomba, al menos contra poblaciones civiles» (pp.95-96). De hecho, Edward U. Condon, tras pasar diez semanas como lugarteniente de Oppenheimer en Los Álamos, dimitió por las severas restricciones a las que se veían sometidos los científicos que vivían en un lugar rodeado de alambradas vigiladas.
Sobre el impacto de aquel primer lanzamiento de una arma de destrucción masiva, baste recordar que, un año más tarde, Einstein adquirió mil copias del libro de John Hersey, Hiroshima, para difundirlo entre sus amigos y colegas.
2. Cabe destacar, igualmente, la voluntad de modestia de alguien que podía caer sin duda en las redes de la soberbia exagerada. Cuenta Jerome que cuando Robeson, gran cantante de ópera y no menos importante defensor de los derechos civiles, y Brown fueron a visitarle, ante la ausencia momentánea del primero, Brown trató de manifestar su admiración hacia Einstein al señalar que realmente era un honor estar en presencia de tan gran hombre. Einstein, algo enojado, le respondió. «Pero si es usted quien ha venido con un gran hombre…» (p.209).
3. Las acusaciones lunáticas contra Einstein, algunas de ellas incluidas en el expediente del FBI, constituyen la base del capítulo 14 del ensayo de Jerome. Cuando las cartas acusatorias llevaban remitente, la oficina de Hoover respondía con una nota de cordial agradecimiento: «Gracias por escribirnos, y háganoslo saber si consigue nuevas pruebas» (p.276).
Cuatro de ellas debieron hacer sonar la alarma en el cuartel general del FBI, dado que fueron investigadas en profundidad, y dos de ellas fueron mencionadas en posteriores informes. En una de ellas puede leerse que la señora Lucy Apostolina escribió en 1948 al FBI sobre un robot eléctrico, inventado por Einstein, que podía leer y controlar la mente humana. EL FBI de Washington ordenó a su oficina de New York que destinara un agente especial para entrevistar a la remitente y seis semanas después el agente neoyorquino informaba a la oficina central en los términos siguientes: «El propósito y finalidad de ese monstruoso invento del profesor Einstein consiste en permitir la comunicación a Alemania de todos los planes de las autoridades militares estadounidenses en caso de una guerra con aquel país» (p.277).
4. La convicción socialista de Einstein netamente argumentada en repetidas ocasiones y, concretamente, en su contribución al número 1 de la Monthly Review de mayo 1949. Señalaba aquí el autor de «¿Por qué el socialismo?»: «La anarquía económica de la sociedad capitalista tal como existe hoy es, en mi opinión, la verdadera fuente de todos los males. Vemos alzarse ante nosotros una inmensa comunidad de productores, cuyos miembros luchan sin cesar para despojarse unos a otros de los frutos del trabajo colectivo, no ya por la fuerza, sino con el apoyo total de unas reglas legalmente establecidas…»
Por lo demás, y en un curioso pero no arriesgado condicional contrafáctico, Jerome señala que, obviamente, no puede saberse a ciencia cierta lo que Einstein habría dicho o hecho, pero es muy probable que hubiera compartido el horror ante la muerte de personas inocentes el 11 de setiembre de 2001, empero, la repugnancia ante ese acto, no le hubiera hecho indiferente a otras ofensas, y «estaría alarmado e irritado por el creciente recurso de Washington a los ataques militares en el extranjero [Afganistán] y a la represión en los propios Estados Unidos» (p.18). ¿Es necesario apuntar la probable opinión del autor «Fascismo y ciencia» ante la invasión inmoral, injusta, ilegítima e inmoral como la que e Imperio, y sus súbditos dóciles, realizan en tierras de Mesopotamia amparándose en la más abyecta y poblada colección de falsedades que recuerda la historia universal de la infamia?
Por lo demás, algunas erratas sin importancia («En 1825, a la edad de 16 años, Einstein renunció…»(p.44)), no restan mérito alguno ni la edición ni a la traducción de esta excelente aproximación de Fred Jerome al Einstein político y a una de las páginas oscuras de la historia del Imperio que ataca y contraataca. La división de las notas en dos grupos, las que acompañan y contextualizan la propia narración y las numerosas referencias a fuentes, situadas al final del volumen (pp.405-467) es sin duda una buena elección. El subtítulo de la edición castellana -«El FBI contra el científico más famoso del siglo XX»- no aparece en la edición original y, digamos, es una torpe licencia publicitaria de la editorial planetaria.
Sea como sea, todo este poblado conjunto de disparates, censuras, persecuciones, falsedades, ¿con acaso asuntos de tiempos superados? El lector/a juzgará. Recientemente, Theodore Postol, reconocido físico del MIT que ya había denunciado como falsas declaraciones televisadas del Pentágono acerca de la eficacia destructiva de sus misiles Perriot con los Scud iraquíes, criticó el programa de defensa antimisiles de la Administración Bush. Un documento, que Postol colgó de Internet, contenía pruebas fehacientes de que las afirmaciones del Pentágono sobre los aciertos de sus misiles se habían basado en datos falsos y falsificados. El Pentágono no tuvo dudas: amenazó con retirar al MIT lucrativos contratos si no impedía a Postol que siguiera haciendo circular aquella información poco favorecedora para su imagen de poder inquietante e infalible. Es muy posible entonces, como apunta Jerome, que si Einstein «pudiera ver el mundo de hoy reconocería un montón de viejos fantasmas. En conjunto, las víctimas de la injusticia social no han cambiado mucho…»(p.399).
Salvador López Arnal