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Reseña: Stephen Jay Gould, La estructura de la teoría de la evolución

El legado de un científico humanista

Fuentes: Rebelión

Stephen Jay Gould, La estructura de la teoría de la evolución. Tusquets (Metatemas), Barcelona, 2004, 1.426 páginas; traducción de Ambrosio García Leal. Todo lo que no sea dedicar diez o doce mil páginas a comentar con detalle (es decir, estudiar, informarse, preguntar, discutir) este voluminoso libro de libros laico está de más y probablemente sea […]

Stephen Jay Gould, La estructura de la teoría de la evolución.

Tusquets (Metatemas), Barcelona, 2004, 1.426 páginas;

traducción de Ambrosio García Leal.

Todo lo que no sea dedicar diez o doce mil páginas a comentar con detalle (es decir, estudiar, informarse, preguntar, discutir) este voluminoso libro de libros laico está de más y probablemente sea una tarea inconsistente con el objeto comentado. Intentemos, pues, llamar la atención poniendo el acento en algunas aristas, acaso secundarias. Antes una señal de la deslumbrante desmesura de esta Estructura: el índice comprimido del volumen ocupa una página, apenas 9 líneas; el índice expandido ocupa 13 páginas. Es, por consiguiente, una tarea imposible dar breve cuenta de un libro científico-filosófico de esta naturaleza. Hacer una reseña justa y documentada de un libro de libros como es La estructura de la teoría de la evolución es una de esas tareas imposibles o sobrehumanas a las que solía hacer referencia Martin Gardner. Gould ha sido, es, muy conocido entre nosotros por sus ensayos de divulgación e instrucción científica: La vida maravillosa, El pulgar del panda, Érase una vez el zorro y el erizo, y tantos otros. Si bien La estructura no pertenece a este género científico-literario, está escrita con el mismo rigor, la mima calidad literaria, el mismo gusto por el detalle y por la reflexión histórica y cultural y la misma precisa argumentación a la que Gould nos tenía acostumbrados.

En un comentario que Steven Rose escribió sobre La estructura gouldiana para The Times Literary Suplement, señalaba lo siguiente: a finales de los setenta, Gould, junto con Richard Lewontin, presentó una ponencia en la Royal Society londinense titulada «Las pechinas de San Marcos y el paradigma panglossiano: una crítica del programa adaptacionista». Estableciendo una analogía con la arquitectura del Duomo de Venecia, argumentaba Gould que muchas adaptaciones evolutivas son consecuencia de otros elementos estructurales del organismo -la barbilla humana se forma como una consecuencia arquitectónica accidental de distintos gradientes de crecimiento óseo en el cráneo humano- o bien, en expresión de Gould, «exaptaciones», esto es, elementos que surgen en un contexto pero que posteriormente se subvierten para encajar en otro muy distinto. Por ejemplo, las plumas, en su origen, no se desarrollaron para poder volar sino que surgieron en los ancestros reptiles de las aves actuales para regular su temperatura. Pues bien, cuenta Rose que durante el receso posterior a la comunicación, un distinguido y estricto neodarwinista, especialista en las bancas de las conchas de caracol, le agarró, temblando, con la cara desencajada y llena de furia, y le insistió en que él podía demostrar, sin posibilidad de error, que cualquier variación en los modelos de sus conchas representaba una adaptación funcional seleccionada naturalmente, y que, por tanto, Gould debía ser denunciado como lo que era: ni más ni menos que un marxista revolucionario. Era el inicio de una batalla entre las, digamos, «izquierda» y «derecha» darwinistas, entre los gouldianos y los dawkinianos, entre los cuales cabe situar a filósofos de tanto renombre como Daniel Dennett –La peligrosa idea de Darwin-, con quien Gould polemiza sin irse por las armas ni esgrimiendo un lenguaje muy diplomático en las páginas 1036-1038 del volumen.

No fue, empero, el encuentro londinense la única ocasión donde se señalaron acusaciones de ese tenor. La segunda mitad de La estructura establece los pilares fundamentales del revisionismo darwiniano de Gould: su teoría del equilibrio puntuado o interrumpido. Gould y su colaborador Eldredge defendieron que la especiación se hacía a ráfagas, rápidas en tiempo geológico, pero cientos de generaciones en la vida real. Por tanto, aparte de romper el estrecho vínculo entre genotipo y fenotipo (cambios mutacionales en el primer nivel no se traducían inmediatamente a nivel fenotípico), se establecía una crítica al asentado gradualismo a favor de una concepción evolutiva por saltos. ¿Y a qué suena este no gradualismo continuista? Suena, efectivamente, a «cambio dialéctico», a ley engelsiana, a transformación de la cantidad en cualidad, esto es, a marxismo clásico, ortodoxo, puro, duro y paleolítico. De hecho, alguno de los críticos de Gould «argumentó» que la génesis de su disparatada teoría «científica» tenía una fácil explicación: el autor de La falsa medida del hombre había recibido instrucción marxista desde muy pequeño y por ello esta tradición alocadamente rupturista estaba presente, ideológicamente presente, en sus conjeturas «científicas». No debíamos olvidar, señalaba el sin duda agudo crítico, que el padre de Gould había sido… ¡militante del partido socialista norteamericano! (como realmente fue el caso).

Pero, bien mirado, la situación no es atípica. Ernst Mayr, el para algunos Darwin del siglo XX, que propuso la teoría de la «especiación alopátrica», el aislamiento geográfico, como mecanismo para el nacimiento de una nueva especie y quien consolidó la definición de especie -dos individuos pertenecen a la misma especie si y sólo si pueden producir descendencia fértil- publicó unos 600 artículos científicos y describió 24 nuevas especies de pájaros y 400 subespecies. Pero no siempre tuvo éxito en sus propuestas teóricas. Su teoría de la revolución genética, la idea de la que Mayr se sentía más orgulloso, señalaba un mecanismo para la generación rápida de nuevas especies que irritó a la mayoría de los darwinistas ortodoxos. Todas las grandes teorías, con cosmovisiones derivadas y adheridas, tienen un sector ortodoxo-conservador en su seno no siempre vacío de argumentos. Tampoco la teoría del equilibrio puntuado de Jay Gould ha obtenido acuerdo total entre la comunidad de biólogos evolucionistas o de filósofos dedicados a este tema, y también Gould (1941-2002), como Mayr, ha sido uno de los grandes científicos humanistas de la pasada centuria. De lo cual no se infiere que Gould no reconozca cambios en la formulación y contenido de su teoría ni que niegue haber cometido errores. Lo dice explícitamente: «Tampoco mantengo una postura que sería aún más estúpida: que no cometimos errores importantes que obligaran a introducir correcciones en la teoría. Por supuesto que los cometimos y hemos intentado enmendarlos» (p. 1036).

Las innovadoras propuestas científicas de Gould pueden ser resumidas del modo siguiente: 1) La selección natural no consiste siempre en una competencia entre individuos sino que, en ocasiones, compiten genes, poblaciones e incluso especies. 2) La selección no es el único motor de la evolución: el genoma tiene una dinámica interna, hace propuestas por su cuenta, sin que la adaptación al medio tenga un papel preponderante en ellas, y 3) La evolución no es siempre una transición suave, continua y gradual. Pensemos, por ejemplo, en las extinciones masivas causadas por sucesos drásticos e imprevisibles como la caída de un gigantesco meteorito en nuestro planeta.

La estructura de la teoría de la evolución pide tiempo y atención pero no exige una preparación especial para adentrarse en sus consideraciones básicas. Sin duda, si los tiempos y atmósferas culturales fueran otros, La estructura sería un excelente volumen para un seminario no forzosamente universitario. Bastaría un grupo de ciudadanos/as con pulsión intelectual para disfrutar y aprender durante largo tiempo, con él y con lecturas derivadas. Además, con regalos «puntuados»: las consideraciones históricas y filosóficas que Gould va diseminando aquí y allá a lo largo de las páginas del volumen, así como sus cuidadas argumentaciones contra las mil caras del creacionismo y los diez mil oportunismos de esta concepción teológico-cientificista.

Hay, por otra parte, otro punto de interés desde una perspectiva social y política. Preguntado en 2000 por la tendencia a recurrir en ciencias sociales a explicaciones neodarwinistas -tal vez un resurgimiento mutante del darwinismo social del XIX- Gould señaló: «Esta es una época conservadora y creo que a los conservadores les resulta tentador decir: «¿Por qué reclaman el cambio o la igualdad cuando lo que tenemos ahora refleja el estado natural de la naturaleza humana?». Además, creo que, a veces, en la actualidad utilizamos mal a Darwin a la hora de intentar aliviar nuestra decepción ante algunos de nuestros peores rasgos. O sea que, si no nos gusta nuestra agresividad o nuestro sexismo, podemos intentar disculparlo diciendo: Bueno, estamos hechos así. No podemos evitarlo». También La estructura nos enseña, en este plano, a no confundir el conocimiento de lo que hay con la conciliación con lo existente, al saber con la excusa ideológica, al prejuicio con el pseudoargumento científico. Esto es, las témporas con algunas zonas corporales.