Durante los días finales de mayo, uno de los canales de cable del área de Nueva York comenzó a emitir un ciclo de 48 películas sobre las guerras libradas por los Estados Unidos, desde la independencia hasta Vietnam. Todas ellas exaltan el valor del coraje: soldados que se baten hasta la desesperación y la extinción […]
Durante los días finales de mayo, uno de los canales de cable del área de Nueva York comenzó a emitir un ciclo de 48 películas sobre las guerras libradas por los Estados Unidos, desde la independencia hasta Vietnam.
Todas ellas exaltan el valor del coraje: soldados que se baten hasta la desesperación y la extinción contra ejércitos superiores, esperas solitarias -en territorio enemigo- de mensajes que jamás llegan, renuncias al amor por una causa más alta, como en Casablanca.
El Gobierno de George W. Bush parece haber invertido esa tradición que no era la de Hollywood, sino la del país entero. Ahora, tener miedo en el frente de batalla ya no es cobardía. El miedo se ha convertido en un valor – ¿cómo decirlo?- patriótico.
Bush, que se ha declarado el «presidente de la guerra», lleva muchos meses enarbolando estandartes que atemorizan a la nación. De vez en cuando se pone a los ciudadanos en estado de alerta naranja o rojo, lo que quizás obedezca a informaciones secretas que luego se disuelven en la niebla. En algunos de sus encuentros con potenciales donantes para la reelección de Bush, el vicepresidente, Dick Cheney, suele señalar lo cerca que se está de una catástrofe nuclear. Supone que el planeta entero podría morir, y Bush es el último -único- escudo que nos protege.
Sin embargo, no hay acaso peor terrorismo que el terrorismo del miedo, porque induce a desconfiar del otro y a negar al otro toda razón. Cierta ceguera -o arrogancia- en el círculo íntimo del presidente induce a mover los engranajes del poder en dirección que está casi siempre equivocada.
En Plan de ataque, el libro que publicó en abril Bob Woodward, cuenta que, cuando el asesor de seguridad de Bush padre, Brent Scowcroft, escribió para The Washington Post una columna en la que advertía la falta de evidencias contra Sadan Husein y señalaba que un ataque a Irak era innecesario, Condoleezza Rice lo llamó para reprocharle lo que consideraba «una bofetada al presidente». Así son las cosas. Hasta las voces de los aliados comienzan a ser temidas en Washington cuando expresan alguna disidencia.
Quien más ha puesto a temblar a la Casa Blanca, sin embargo, no es el esquivo e inapresable Osama Bin Laden, sino un periodista, Seymour M. Hersh, que en una serie de crónicas publicadas por el semanario The New Yorker se ha empeñado en demostrar que las órdenes para atormentar y vejar a los prisioneros iraquíes en la prisión de Abu Ghraib proceden de las esferas más altas de la Administración Bush. El Pentágono ha negado con énfasis su responsabilidad en esos abusos, insistiendo en que son actos espontáneos de soldados enfermos.
Cada semana, sin embargo, Hersh aporta indicios de que no es así. En una de sus últimas entregas informó que el secretario de Defensa, Donald H. Rumsfeld, había aprobado el uso de unidades militares clandestinas para «encontrar terroristas» dentro de los muros de Abu Ghraib, fuera como fuese. La imaginación de los «soldados perversos» -sugiere- hizo el resto.
Aunque las armas mortales de Hersh son el lenguaje elegante y una destreza narrativa de novelista, su fama se funda, ante todo, en los datos reservados que nadie sabe dónde o cómo consigue. Una de sus fuentes de otro tiempo, el ex agente de la CIA Robert Baer, contó que Hersh lo llamaba a él y a nueve o diez oficiales de inteligencia militar todas las mañanas para confirmar versiones confidenciales que sacaba de la manga.
En 1968, el periodista lanzó la primera voz de alerta sobre la matanza de My Lai, la aldea vietnamita en la que decenas de campesinos inocentes fueron exterminados por una patrulla enloquecida del Ejército norteamericano. En 1970 ganó el Premio Pulitzer.
Aunque los escarnios de Abu Ghraib fueran sólo responsabilidad de unos pocos, lo que se ha resentido es la imagen de los Estados Unidos como país de libertades. Hersh ha dicho que la experiencia de la cárcel iraquí es aún peor que la de My Lai, porque la matanza de Vietnam era, claramente, el delirio de un oficial asesino, en tanto que las torturas de Abu Ghraib representan «una penosa perversión de las responsabilidades norteamericanas». El país debería temer, por lo tanto, menos a los enemigos de afuera que a las erosiones morales que están quebrándolo por dentro.
Esta perversión también alcanza al lenguaje. Hacia 1828, en Sociedades americanas, uno de los mayores intelectuales de Sudamérica, el venezolano Simón Rodríguez, llamó la atención sobre el sutil envenenamiento de ciertas palabras nobles como libertad, democracia y dolor cuando son sometidas a tergiversaciones y abusos por el poder. Quería decir Rodríguez que libertad no sonaba igual cuando la emitían personas como -es un ejemplo- el tribuno Daniel Webster, que era su contemporáneo, o cuando la pronunciaba cualquiera de los senadores que defendían la esclavitud en nombre de su propia libertad.
Bush ha condenado con energía los abusos de Abu Ghraib y ha dispuesto que los culpables sean sometidos a una corte marcial. A la vez, ha eximido de toda responsabilidad al jefe del Pentágono, el secretario Rumsfeld.
Pero el sentido que el presidente suele dar a las palabras no es siempre el que le atribuyen los diccionarios. Como se sabe, bajo su Administración muchas industrias han recuperado el derecho a arrojar sus desechos tóxicos en zonas de riesgo para la población. A esa destrucción del ambiente Bush le llama «impurezas del aire», lo que quizá quiera decir lo mismo, pero resuena de otra manera.
El miedo se ha convertido ahora en una de sus armas de propaganda más eficaces. Ocultarse, amedrentarse, castigar al otro por si acaso, como sucede en Abu Ghraib -ese pequeño teatro de la guerra preventiva-, no son recomendaciones adecuadas para una nación con tantos recursos.
En 1933, en su discurso inaugural, Franklin Delano Roosevelt le dijo a un país deprimido y devastado: «A nada debemos tener miedo, salvo al miedo mismo». Setenta años después, su sucesor George W. Bush le explica a los triunfales Estados Unidos que el miedo puede, también, ser patriótico.