Las operaciones militares de EEUU en Iraq empiezan a ser examinadas con menos prejuicios y se está levantando el velo que ha venido encubriendo actividades muy rechazables: práctica sistemática de la tortura, violaciones del Derecho Internacional, uso de cárceles secretas, vuelos de la CIA para trasladar prisioneros a países donde los derechos humanos son usualmente […]
Las operaciones militares de EEUU en Iraq empiezan a ser examinadas con menos prejuicios y se está levantando el velo que ha venido encubriendo actividades muy rechazables: práctica sistemática de la tortura, violaciones del Derecho Internacional, uso de cárceles secretas, vuelos de la CIA para trasladar prisioneros a países donde los derechos humanos son usualmente conculcados, etc. Algunos medios de comunicación han contribuido con valor a revelar esas actividades ilegales e inmorales, pero otros han ayudado a ocultarlas y justificarlas.
Entre tanta confusión informativa puede tener interés para nuestros lectores escuchar directamente a un soldado estadounidense de la Guardia Nacional de Carolina del Norte que, como médico en un batallón mecanizado, estuvo nueve meses destinado en Iraq en el 2004.
Sus misiones, nos cuenta, consistían en trabajar en el hospital de campaña, cuidando afecciones ordinarias de los soldados, lesiones deportivas o heridas de bala; acompañarles en las operaciones de patrulla y hacer salidas para abastecerse de material sanitario.
Recién llegado a Iraq, le sorprendió ser informado de que estaba prohibido prestar cuidados médicos a los iraquíes civiles, salvo en inminente peligro de muerte, y en ese caso sólo si las heridas eran causadas «por un ataque contra nosotros o producidas por nuestras propias armas». Esto no coincidía con la idea que se le había inculcado antes de salir de EEUU sobre su benéfica misión en Iraq para «ayudar al pueblo iraquí».
Pero su intranquilidad aumentó cuando su superior inmediato oficialmente notificó a los componentes de la unidad de la que formaba parte lo siguiente: «Las convenciones de Ginebra no existen en Iraq; esto está ordenado por escrito, por si alguno de ustedes desea consultarlo».
En su opinión, el objeto de la orden era «que no tuviéramos reparo al hacer cosas que vulneraban las convenciones de Ginebra, nuestro papel como no combatientes o nuestras convicciones éticas». Para él, esas órdenes «no son algo que a un sargento se le ocurre de la noche a la mañana. Son algo que viene por la cadena de mando y es una vergüenza que los encargados de dictarlas nunca asuman la responsabilidad. Escuchar eso de modo abierto y público me hizo sentir a disgusto con mis jefes y con la orientación que tomaban los asuntos militares».
Los soldados, por mucha formación y cultura civil que posean -como es el caso del médico citado-, no tienen suficientes recursos para argumentar contra la Institución en la que están inmersos. Como no los tuvieron aquellos soldados que en varios cuarteles de Valencia, en la tarde del 23 de febrero de 1981, tomaron sus armas, montaron en los vehículos acorazados y, a las órdenes de sus superiores jerárquicos, salieron a patrullar las calles de la capital. Se limitaron a cumplir las órdenes procedentes de su más alto mando militar: el capitán general.
Aunque aquel día ya estaba en vigor el Artículo 34 de las Reales Ordenanzas, que autoriza a desobedecer las órdenes que «constituyan delito, en particular contra la Constitución», ningún soldado fue capaz de detectar la trampa que sus superiores les habían armado (aduciendo razones falsas para la operación), porque en el Ejército, como en toda institución jerarquizada, la autoridad es la que posee la información y la dosifica según sus designios. Ningún soldado llegó a saber lo que de verdad estaba ocurriendo en Madrid, hasta el día siguiente.
Por motivos parecidos, cuando se le preguntó al médico estadounidense por qué no había denunciado las órdenes recibidas, respondió: «¡Claro que pensé denunciarlo! Pero ¿a quién? Mi jefe recibía órdenes de un superior; y éste, de otro; así, hasta el secretario de Defensa. Decidí que evitaría hacer lo que me repugnase y que tomaría nota de todo lo ilegal que viera a mi alrededor. Creo que es lo único que se puede hacer en ese caso».
A su regreso a EEUU se le planteó un dilema: era más fácil intentar olvidarlo todo y volver a la vida anterior. Pero no le era posible permanecer mudo y permitir que otros ciudadanos sufriesen la misma experiencia: «Mi labor como médico era cuidar la moral, el bienestar y la seguridad de los soldados. La tomé muy en serio, pero ahora, fuera del Ejército, me dedico a ello más intensamente».
Para lograrlo se afilió a IVAW («Iraq Veterans Against the War»: Excombatientes de Iraq contra la Guerra). Esta organización acoge a los que, habiendo vivido la experiencia bélica en Iraq, se prestan a informar a los ciudadanos de EEUU, con razones sólidamente fundadas, sobre la realidad de lo que allí ocurre y a desvelar las mentiras y engaños oficiales que pretenden desfigurar esa realidad.
Su débil voz apenas tiene todavía eco entre unos medios de comunicación que, habiendo mitificado el lema de «apoyar a los soldados», evitan criticar cualquier actividad militar de EEUU en Iraq por considerarlo antipatriótico. Pero el verdadero patriotismo es el de este médico que, pese a todo, promete: «continuaré defendiendo mi país y mi Constitución, como he jurado hacerlo, contra todos los enemigos: los de fuera y los de dentro». Algunos de éstos, para él, son los que dirigen el país desde Washington. Denunciar con valentía sus falsedades y desmanes es también una actividad patriótica.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)