Hace dos semanas, nada menos, que Stephen Hawkins pasó por Oviedo para, en breves frases, dejar entrever todo lo oscuro de los abismos sobre los que se yergue la especie humana. Ayer, 2.500 ovetenses se endomingaron para reverenciar a otro insigne estudioso del hombre -aunque con otra clase de microscopio-.Y se llevaron una máxima: «Vivir, […]
Hace dos semanas, nada menos, que Stephen Hawkins pasó por Oviedo para, en breves frases, dejar entrever todo lo oscuro de los abismos sobre los que se yergue la especie humana. Ayer, 2.500 ovetenses se endomingaron para reverenciar a otro insigne estudioso del hombre -aunque con otra clase de microscopio-.Y se llevaron una máxima: «Vivir, al final, es cuestión de sentido común».
Ese gran filósofo con pinta de cineasta tembloroso que es Woody Allen ofreció ayer en el Principado de Asturias un cursillo acelerado de arte, mujeres, ternura y, finalmente, vida. Ah, y también cine. Que, a decir del interfecto, no es más que «sentido común e imaginación».
El mismo Auditorio Príncipe Felipe, que celebra cada domingo las gestas de Fernando Alonso, se llenó hasta la bandera para recibir al maestro neoyorquino (y no exactamente «estadounidense», como él mismo explicó), y la lluvia, por supuesto, no faltó a la cita. Exactamente, por cierto, a la hora señalada: las siete en punto de la tarde.
Después de años de renunciar a galardones, rehuir focos y desechar oropeles, fue extraño lo que sucedió a esa hora: lleno el patio de butacas, el público pertrechado con pinganillos de traducción simultánea, se abrió una puertecita y por allí salió, ante el pasmo general, una especie de rabino sin barba.
Un tío raro
Despojado de su clarinete, con las manos en los bolsillos y las proverbiales gafas ocupándole medio rostro, Woody Allen no deja de parecer el tío raro (y tan raro: de Brooklyn) que todo sobrino tiene. Y eso vieron ayer 2.000 ovetenses: un hombre extra tímido que se ponía colorado conforme el chaparrón de aplausos (esta vez) arreciaba.
La ovación duró sus cinco minutos largos, en los que cada asistente pareció querer devolverle a Allen todas y cada una de las emociones que -papelitos en botellas de celuloide- éste ha ido brindando al público en 35 años. La paradoja: el eterno perdedor, siempre atrapado por la duda, de pronto vencía. Si Woody Allen, como Groucho, nunca quiso unirse a un club que le aceptara como socio, ayer seguro que se lo pensó.
El insólito encuentro se diseñó como una suerte de cinefórum dirigido por el único director asturiano ganador de un Oscar, José Luis Garci. Una mezcla peculiar que, increiblemente, resultó.Incluso el formato, con 200 espectadores junto a ellos en el mismo estrado, generó una extraña intimidad cálida entre ambos.
Garci, que vive en el pasado a la manera de sus amados personajes de Scott Fitzgerald, arrancó preguntando a Allen por su infancia.Y comenzó la lección: «Es una paradoja, pero mi cine rememora el Nueva York creado por Hollywood en los años 40, más que el actual», explicó el autor de Manhattan, después de dibujar el panorama actual en la antaño meca del cine: «Todos quieren sacar beneficio ya, las películas no importan, sólo las cifras En EEUU, incluso los periódicos serios anuncian los filmes y los actores, nunca a los directores».
Llevados siempre marcha atrás por Garci, el mito vivo que es Allen evocó sus inicios en el cine con Toma el dinero y corre: «Puede que suene arrogante, pero siempre supe qué filme quería hacer. ¡Lo sabes naturalmente, lo sabe tu cuerpo y tu sangre! ¡Es puro instinto!».
Imaginación
Garci terció: «Pero, ¿sabías de técnica?». Y Woody Allen remató: «Nada en absoluto, pero eso se aprende, si no sabes de lentes, contratas a alguien que sepa. Lo difícil es tener imaginación, saber si los personajes hablan demasiado o no, si ahora quieres enfocar a éste y luego a aquel. Elia Kazan jamás tocó una cámara, e hizo algunas películas muy buenas». Su guardería fue, aseguró, «escribir, una afición muy saludable».
Hacer cine es para Allen, pues, algo así como beber agua. Y es que la lucha, aseguró, no está ahí: «Lo difícil es conseguir el dinero: ¡Llegas exhausto al rodaje por culpa de conseguir el dinero! Y cuando yo empecé las nubes se apartaron, ¡el director contaba más! Hoy es casi imposible hacer el cine que quieres, los estudios quieren meterse hasta en el guión Pero ya le pasó a Welles».
El otro caballo de batalla: el público, que «es siempre conservador».La explicación: «Tú quieres experimentar, cambias con los años Ellos no. Te acompañan emocionalmente una vez te conocen, y quieren que sigas haciendo lo mismo. Así que se forma una tensión: a veces te dejan solo con tu película, a veces los dejas tú a ellos solos. No es fácil dejar de darle a la gente lo que quiere».
Aun sin clarinete, Allen puso un ejemplo muy suyo: «El jazz hace años era popular, y de pronto los músicos empezaron a experimentar y el público les dio la espalda».
Pero incluso pinta el futuro: «La calidad del cine de gran público ha empeorado. Cuando yo era joven no era raro comentar películas de Truffaut o Antonioni. ¡Tenían un gran público, al menos en Nueva York! Ahora, en EEUU no pasan cine que merezca la pena.Los jóvenes no tienen maestros. ¿Cómo van a entender el cine sin ver a Buñuel?».
Dicho lo cual, las manos volvieron a los bolsillos y el improbable embajador del cine de EEUU que es Woody Allen regresó por donde vino.