Basta afirmar, ante cervantistas, el vínculo evidente del Quijote con la literatura árabe, para toparse con el inevitable muro de la incredulidad. Esta ceguera debe explicarse por la peregrina creencia que considera inferior el legado de Oriente; y luego por el deseo de españoles e iberoamericanos de encontrar sus raíces en la culta Europa. Dejemos […]
Basta afirmar, ante cervantistas, el vínculo evidente del Quijote con la literatura árabe, para toparse con el inevitable muro de la incredulidad. Esta ceguera debe explicarse por la peregrina creencia que considera inferior el legado de Oriente; y luego por el deseo de españoles e iberoamericanos de encontrar sus raíces en la culta Europa.
Dejemos a otro escritor el estudio de las causas del complejo de inferioridad, y del miedo, que subyacen debajo de esta aberración; acaso el lector comparta conmigo que siempre es satisfactoria la sorpresa de encontrar en nuestro trillado huerto alguna fruta exótica.
Esta pretensión de hallar una noble prosapia desconociendo orígenes oscuros, aunque pudiéramos considerarlos elevados con sólo abandonar los harapos del positivismo, es fácil adivinarla en variadas lenguas y geografías.
A modo de introducción al análisis de la fuente oriental de Cervantes veamos lo sucedido con otro autor, cuya sóla inclusión provocará sorpresa en el lector. En 1868 Lautréamont publicará en París el primero de sus «Chants du Maldoror», un libro cuyas letras, como si fueran escritas con la sangre de una vena herida, abrirán un capítulo nuevo en la historia de la literatura, que es la historia del sentimiento. A cincuenta años de su muerte casi nada se sabía de Lautréamont, posiblemente suicidado a los veinticuatro años. Se desconocía su origen, aunque el propio autor en el memorable cierre del primer canto anunciara que el final del siglo diecinueve vería a su poeta, nacido en las costas americanas, en la desembocadura del Plata. Fue necesario que los hermanos Guillot, desconfiando de la idea en boga acerca de la extravagancia de aquel origen encontraran su partida de nacimiento en una parroquia de la Ciudad Vieja de Montevideo. Se aceptó que naciera del otro lado del océano, pero eso constituyó una suerte de accidente en su biografía. Sólo un renglón nos habla de la vida del grave montevideano en la tierra de los infieles. Enseguida lo tenemos en Tarbes, luego en París y después vienen los cantos publicados en francés.
Cierto canon establece la filiación por el idioma en que se escribe o publica. Sin embargo permítasenos mirar a través de una fisura de dicho canon, la fisura de la formación de la sensibilidad.
Lautréamont vive hasta los catorce años en Montevideo, viaja a Francia y vuelve al Plata una o dos veces. Acaso haya vivido en el Plata quince o dieciséis años, los años de la infancia y la adolescencia, nada menos. Un año lo ha vivido en el mar, lo que dejó honda huella en su literatura. Así que entre siete y ocho años los ha vivido en Europa. Esa experiencia no fue nada desdeñable. Precisamente, ese adolescente harto conflictuado debe soportar la vida en un colegio como pupilo y bajo una disciplina creada para domar salvajes. Un adolescente que había vivido en la libertad propia de un país bárbaro, una libertad que según testimonios de sus condiscípulos Lautréamont añoraba, debe adaptarse a la disciplina no sólo de Europa, sino de aquel correccional disfrazado de liceo donde lo habían encerrado. Es el resultado de la lucha entre esos dos elementos: sensibilidad bárbara y disciplina europea, lo que coadyuvó a dar nacimiento a Lautréamont. La vida en Tarbes fue un infierno, y el resultado de ese infierno son los Cantos de Maldoror, aunque esto sólo no explica la lava ardiente de su poesía. Dejando de lado ésta, la prueba fundamental, tenemos otra indicada por Monegal y Perrone en su «Lautréamont Austral», quienes hablan de la coexistencia de dos lenguas en el poeta, única forma de entender una serie de inusuales giros expresivos, algo que nos lleva a preguntar si no habrá pensado y escrito inicialmente sus Cantos en la lengua de su infancia. Si hubiera vivido toda su vida en Uruguay no tendríamos seguramente su literatura, o al menos esa asombrosa literatura, y tampoco si sólo hubiera vivido en Europa. Es la mixtura lo que da ese extraño producto. Lo mismo sucede con Hudson, el sorprendente autor argentino e inglés de «Allá lejos y hace tiempo» que a fines del XIX nos advierte sobre los peligros del progreso que arrasa todas las peculiaridades culturales por el rasero de la fealdad.
En cuanto a Cervantes sabemos de su encierro en Argel por cinco años. En la prisión (y quién discute si un día en la cárcel no se conmuta por diez o veinte días fuera de ella) el poeta tuvo tiempo de sobra, si no para leer Las Mil y Una Noches, al menos para escuchar de boca de otros los relatos populares que la componen. Nuestro poeta vivió en aquella cultura que tanto tiempo destina a la conversación, y que en tan alto aprecio tiene al narrador de cuentos. A ello agreguemos la
herencia dejada en España por nueve siglos de civilización musulmana. Los relatos que de forma oral circularon todos estos años no emigraron con los moros expulsados ni desaparecieron para siempre de los moros conversos. Y esta palabra, converso, nos lleva a recordar que algunos autores hablan de los antecedentes judíos de Cervantes, mas, sin negar esta posibilidad, y considerando que las pruebas aportadas reflejan actitudes típicas de padres conversos, no sería prudente descartar otra filiación para este poeta, del cual, como Lautréamont, no tenemos ningún retrato, y puesto que estamos imaginando, como hace cualquier historiador, y más aún cuando nos remontamos cuatro siglos atrás, con la anuencia del lector y sólo por unos instantes, imaginémoslo con algún rasgo andaluz, como imaginamos a su padre, oriundo de Córdoba.
Así como Lautréamont al final del canto primero, y acaso por un arrebato de orgullo, nos recuerda su origen montevideano, nuestro amigo Cervantes, en el principio de su obra y con toda la prudencia del caso («Con la Iglesia hemos dado, Sancho») encuentra un manuscrito de un tal Cide Hamete Benengeli que hace traducir por otro moro, al que aloja en su casa, manuscrito que contiene la historia de Don Quijote de la Mancha. Él mismo nos habla del origen oriental de su relato, mas se puede alegar que lo dice en broma, como se decía de Lautréamont; lo que no es ninguna broma, o más aún, es una muy buena broma, es el recurso oriental, el recurso por excelencia de las Mil y Una Noches del cuento dentro del cuento, del escritor que se convierte en protagonista y encuentra un texto escrito por otro, por un infiel, a través del cual conoceremos la historia. El recurso del cuento dentro del cuento, que es el recurso del infinito, que es el recurso del universo.
No se crea tampoco que este juego mágico que nos lleva a pensar que somos los protagonistas del libro escrito por Alá o Jehová es invención del mundo árabe, pues antes se conocía en la India y China, y presumiblemente ya lo habían ideado los hombres antes que existieran las palabras India y China. Sólo nos animamos a asegurar que dicho recurso llega a Europa por los árabes, y acaso por los rusos, venecianos y genoveses y su contacto con Oriente. Sabemos que aparece documentadamente en España, una España que acaba de expulsar a muchos de sus árabes, a través de un escritor que vivió con aquellos árabes, y que se ha convertido en la gloria máxima de su literatura.
Otra prueba es el carácter de Sancho Panza. Se tiene a Sancho como un ser vulgar, en oposición al Quijote, un ser ideal. La vieja contraposición materia-espíritu, como si Cervantes necesitara a Sancho para mostrarnos mejor el carácter de su personaje principal. No puedo estar del todo de acuerdo con esto. Apenas si hago acuerdo con que en el primer tomo Sancho se acerca a esa caracterización, pero no en el segundo, un texto notablemente más bello y publicado diez años después. En el tomo segundo Sancho es la traslación a la España del siglo diecisiete del típico héroe sufí, sea Nasrudín o Choja o el bufón Bajhul y muchos otros personajes orientales, que no son otra cosa que el genio estúpido, o el idiota santo. Y esto es algo particularmente importante y una de las principales claves de la belleza de nuestro libro. En alguna de las noches un campesino cuenta al califa la historia de un consumidor de haschís, quien con inigualable sabiduría resuelve dificilísimos casos judiciales. En otra noche de las noches es un niño quien falla con sabiduría un caso mal resuelto por el cadí, la autoridad. El protagonista del cuento del campesino resuelve los enrevesados conflictos y el propio campesino luego, a instancias del califa, resuelve a su turno los suyos tan admirablemente que es nombrado visir. En un momento cúlmine del Quijote, cuando a Sancho se le cumple por fin la promesa de gobernar aquella ínsula, se nos revela su verdadero carácter. Una pareja de duques, hartos como cualquier califa, pretenden divertirse con nuestro campesino y lo nombran para ello Gobernador de la Ínsula de Barataria y lo visten como tal. La maquinaria de la burla está preparada. La ronda nocturna deberá hacerla cargado de ridículas armas que le impiden caminar. A la hora de comer, en una mesa repleta de manjares, un doctor le prohibirá a Sancho tal y cual comida por fundados motivos mediquescos. Sólo podrá comer uvas y agua. Al siguiente día, pan y agua, obligando a Sancho a añorar aquellas uvas, y a preguntarse cuáles serán las ventajas de ser Gobernador. Pero no tendrá tiempo para tales reflexiones. Los duques quieren ver cómo se las arregla el campesino: deberá administrar justicia. Se presentan dos hombres: uno afirma haber prestado diez monedas de oro que no fueron devueltas; el otro, que ya pagó la deuda. Discuten, nada se resuelve. Al fin el demandante dice que si jura que no tiene el dinero, le creerá. El supuesto deudor le da al demandante su bastón ovejero de caña, se arrodilla frente al gobernador y jura que aquellas diez monedas las tiene el otro. Se levanta, toma su bastón y se va. Sancho lo manda llamar y hace romper el bastón del cuál caen las diez monedas. Esta burla al menos ha fracasado. Pero ahora viene una mujer que acusa a un hombre de haberla violado, a ella, que había cuidado su virginidad por treinta años, y reclama que el robo de la virginidad debe ser pagado con cien monedas de oro. El hombre afirma que son mentiras, ella le cobró quince monedas de oro por acostarse, y si tuviera que pagar cien monedas sería su ruina. Sancho obliga al hombre a pagar; la mujer, feliz de la vida se va con las cien monedas. Sancho pide al hombre que la traiga de nuevo. La mujer le propina soberana paliza y los dos se presentan ante Sancho: él todo maltrecho; ella acusándolo de intento de robo, y agrega que por ninguna fuerza del mundo se dejaría robar su dinero. Sancho le ordena devolverlo, pues perfectamente había demostrado que nadie le hubiera podido quitar a la fuerza ni su virginidad ni nada parecido. Por último viene un mensajero a presentar el siguiente caso, que no ha sido resuelto ni por los mayores jueces de España ni el mundo.
-Un hombre construyó un puente sobre un río y colocó una horca y un verdugo, y el siguiente mandamiento: todo aquel que cruce será preguntado a dónde se dirige. Quien diga la verdad, que pase. Quien mienta: a la horca. Sabedores de la dureza de las condiciones todos decían la verdad de su destino. Hasta que vino un hombre que dijo: vengo a morir en esa horca, y ahí comenzó el dilema del verdugo y de todos los jueces consultados, de tal forma que aquel hombre aún aguarda sentencia. Si dijo la verdad, debe ser liberado, pero entonces mintió y no se aplicó justicia. Si mintió, y por lo tanto debe ser ahorcado, habría dicho la verdad, con lo que tampoco se aplica la justicia. Hasta lejanas tierras ha llegado la fama de vuestra sabiduría y por eso tienen la esperanza que Su Excelencia pueda resolver este dilema.
Sancho, con el puño apoyado en el mentón pide que vuelvan a explicarle el caso hasta diez veces. Luego habló:
-Creo que la parte de él que mintió debe ser ahorcada, y la parte de él que dijo verdad debe ser liberada.
-Pero es imposible- contesta el mensajero- de esa forma moriría y no se aplicaría el mandamiento.
-Entonces pienso que estando en igualdad los motivos para castigar a un hombre como para liberarlo, que triunfe la libertad, y dejemos ir a ese hombre dónde quiera.
En la Historia de Hataf el generoso, en la noche 694 de la versión de Cansinos Assens, (que según Borges es la mejor traducción de todas las que se han hecho a cualquier lengua, lo que nos llevaría a pensar que un español sería quien mejor ha comprendido este texto) nos encontramos con el visir Chafar, quien teniendo iguales motivos para condenar o absolver a un reo, exclama: «Dudoso es el caso. Y en la duda debe abstenerse la mano. ¡Ye el scheij, vete en la paz de Alá y que El te perdone en su bondad! Y Chafar despidió al scheij y lo dejó ir en libertad».
Sabemos que por tres veces conoció Cervantes la prisión, una entre musulmanes y dos entre cristianos, y pensamos que allí tuvo tiempo y motivos de sobra no sólo para pensar en la justicia que administrara Sancho, sino, como él mismo relatara, para iniciar su obra.
En el principio de la Historia de Hataf encontramos al califa Harún-r-Raschid leyendo un libro que lo hace llorar y reír al mismo tiempo. Cansinos Assens cita a otro comentarista, Roso de Luna: «Toda obra maestra de la llamada literatura festiva es así. Dígalo si no nuestro Don Quijote de la Mancha, con el que ríen los necios y los sabios lloran». Esa frase de Roso de Luna (un nombre que bien podría aparecer en las Mil y Una Noches) me gusta pues me lleva a una circunstancia personal. A los quince años intenté leer el Quijote, pero en la primera salida aquellas prostitutas que se ríen del loco me provocaron demasiada amargura para tolerar la lectura. Lo mismo sucedió en el segundo intento y sólo a la tercera, a la edad de treinta y tres años pude sortear ese problema. Ese me parece el rasgo más bello del Quijote, algo que a falta de otra palabra uno debería llamar piedad, aunque la palabra más precisa debe ser sabiduría. Qué hermoso que uno de los principales libros de la humanidad, uno de los principales espejos de los hombres y mujeres de cuatro siglos a esta parte, esté protagonizado por un loco del cual se burlan los cuerdos. Qué hermoso que su escudero, un petiso y gordo campesino muestre más sabiduría que los jueces de su tiempo. Para llegar a escribir esto un hombre debe haber sufrido, no sólo en las cárceles, sino haber sufrido el juicio condenatorio de los otros, sus congéneres, sus hermanos. Cuánto habrá sufrido el adolescente tartamudo Miguel de Cervantes en aquel colegio de jesuitas, cuántas veces habrá sido el escarnio del vulgo, que lo trataba de idiota a él, que se sabía un genio como Nasrudín, y con qué placer debe haber oído las hazañas del viejo héroe sufí que enseña la desconfianza que debemos tener ante el mundo de apariencias que nos gobierna. En otro colegio, unos siglos después, otro adolescente, no tartamudo pero acaso sordo en sus primeros años: «cuentan que nací en brazos de la sordera», debe soportar de su profesor Hinstin y de sus condiscípulos «la risa estúpidamente burlona del hombre con cara de pato». Y aquí, en Cervantes y en Lautréamont, autores aparentemente tan disímiles, tenemos por fin la última mixtura, la más importante de todas. Ya no se trata de un diálogo entre lo bárbaro y lo civilizado, entre Occidente y Oriente. Se trata de un tartamudo que vive unos cuantos cautiverios, comenzando por el colegio jesuita, y de un joven con una madre suicida, lejos de su padre, su patria y la libertad, rodeado de una manada de bestias. Es ese escarnio sufrido por los dos autores la causa de su obra. La sociedad ataca al poeta. Los hombres lo tratan de idiota, lo segregan, pero el poeta desde el rechazo vuelve a entablar el lazo de una nueva forma, más elevada y bella. Y la piedad en sus textos, y la sabiduría, y para decirlo de una vez por todas, el amor que destilan, son una fuerza imperecedera, y ya son propiedad de todos los hombres, y por eso las guardamos como la piedra preciosa del anillo de Aladino, para que ante las dificultades de la vida, podamos frotarla y trasladarnos a las tierras maravillosas.
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