Las elecciones previstas en Iraq para el próximo 30 de enero obedecen más al deseo del Gobierno de EEUU de que las cosas salgan -aparentemente- como habían sido planeadas, que a la realidad objetiva del país. Bush, como todos los dirigentes iluminados, no admite errores. Hasta se cree sus propias mentiras, como acaba de mostrar […]
Las elecciones previstas en Iraq para el próximo 30 de enero obedecen más al deseo del Gobierno de EEUU de que las cosas salgan -aparentemente- como habían sido planeadas, que a la realidad objetiva del país. Bush, como todos los dirigentes iluminados, no admite errores. Hasta se cree sus propias mentiras, como acaba de mostrar estos días al desdeñar la probada inexistencia de armas peligrosas en Iraq, que fue la causa oficial de la invasión. Además, con ese estilo que parece propio de la familia, ha asegurado que las elecciones «serán una experiencia increíble de esperanza para los iraquíes». Con palabras parecidas, su hermano, el gobernador de Florida, en aquella esperpéntica visita a Madrid en diciembre del 2003, prometió a España «inimaginables» beneficios por participar en la ilegal operación iraquí. Parece cosa de familia. Será que confunden la prosperidad de los demás con la suya propia.
El hecho es que la triple consulta electoral (para la Asamblea Nacional, el Parlamento kurdo y los gobiernos provinciales), ya de por sí de complicado entendimiento para unos ciudadanos nada habituados a usar las urnas, aun en tiempo de paz y sosiego, va a celebrarse en un país militarmente ocupado, con enfrentamientos armados casi diarios y con una amplia abstención anunciada de suníes, islamistas y nacionalistas. ¿No hubiera sido mejor esperar a circunstancias más favorables? Es pura retórica afirmar que los comicios no se aplazan para no favorecer los designios de los insurrectos. Pero ¿no han logrado éstos que cualquier resultado hoy previsible carezca ya a priori de la necesaria legitimidad? Ningún país democrático aceptaría un proceso electoral cuando las elecciones tienen lugar bajo ocupación militar extranjera. Así como el actual Gobierno de Bagdad es visto por muchos iraquíes como una sumisa emanación de la potencia militar ocupante, el resultado electoral, sea cual sea, adolecerá de la misma debilidad.
Un periodista estadounidense ha permanecido siete meses en Iraq por su propia cuenta. Es un caso especial de informador independiente, desvinculado de los militares y del Gobierno. Quizá el único reportero que se ha movido sin escoltas, sólo acompañado por un intérprete. Dice que de ese modo puede «ir a lugares que la mayoría de los informadores ignoran», pues sólo viajan con protección militar y apenas salen de los hoteles y barrios seguros. El Iraq preelectoral que nos describe nada tiene que ver con la optimista versión oficial de Bush. Los hogares que visita, las personas que entrevista y las situaciones que describe muestran un panorama desolador. A veces, el humor ayuda a veces a sobrellevarlo. Hablando con un excarcelado de Abu Ghraib sobre las carencias de agua, luz y alcantarillado en su barrio, éste le comentó con una amarga sonrisa: «Los americanos trajeron antes la electricidad a mi ano que a mi casa; apenas tengo luz unas pocas horas al día».
También fue testigo de lo ridículo. En mayo pasado, la Autoridad Provisional que gobernaba Bagdad desde la protegida Zona Verde difundió esta nota de prensa: «Hemos regalado recientemente centenares de balones de fútbol a los niños iraquíes de Ramadi, Kerbala y Hilla. Las mujeres de Hilla los cosieron y en ellos se puede leer: ‘Todos participamos en un nuevo Iraq'». Eso es lo que preocupaba a los ocupantes mientras el paro crecía, las mejores zonas de Bagdad apenas tenían al día seis horas de energía eléctrica y la seguridad era inexistente fuera de la citada zona. En un pequeño pueblo entre Hilla y Nayaf vio cómo sus habitantes bebían el agua de un arroyo sucio que serpenteaba entre las viviendas. La disentería era común. Un vecino le decía: «Estábamos mejor antes de la invasión. Teníamos agua corriente todo el día, y ahora lo único que tenemos es esta porquería».
A pesar del bloqueo informativo impuesto por EEUU tras el asalto a Faluya, circulan de boca en boca historias de perros callejeros devorando cadáveres y de mezquitas destruidas. Eso contribuye a reforzar la extendida opinión popular de que sus liberadores no son sino brutales ocupantes imperialistas, lo que refuerza las salvajes acciones de la resistencia. El traductor del periodista, harto de la violencia como lo están muchos iraquíes, le confiaba el año pasado, tras un violento ataque de los insurrectos en Bagdad: «Esto no ha hecho más que empezar y no se detendrá, ni siquiera después del 30 de junio», fecha de entrada en funciones del nuevo Gobierno y recuperación de la «soberanía» por el pueblo iraquí. Contra las optimistas predicciones oficiales estadounidenses, la violencia no cedió al entrar en funciones el Gobierno de Ayad Alaui sino que aumentó y se extendió ostensiblemente.
No es erróneo aplicar el mismo razonamiento a la etapa postelectoral. Algunas voces empiezan a oírse ya en EEUU, abriéndose paso con dificultad entre unos medios sumisos y manipulados, que se preguntan cuántos soldados más tendrán que morir antes de que Bush reconozca haber fracasado en su aventura iraquí, se proponga indemnizar al sufrido pueblo por los daños que le ha causado y ponga fin a una ocupación insensata y mal ejecutada, dejando en las manos iraquíes su propio destino. El temor de que esto pudiera desencadenar un grave enfrentamiento interno suscitó este comentario en un bagdadí: «Ninguna guerra civil entre iraquíes llegaría a causar la salvaje devastación que las tropas de EEUU desencadenaron en Faluya».
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)