Las bengalas señalan en el cielo la liberación de Francia. Son los meses finales de la Segunda Guerra Mundial.
Bertrand Tavernier recordará esa imagen, vista a los tres años desde una colina de Lyon, como la única equivalente al impacto que le produjo el cine. La luz atravesando el celuloide, proyectándose en las pantallas de aquellos primeros cines de mala muerte, le significará la promesa de un nuevo comienzo. Pronto entenderá que ese comienzo lleva, casi siempre, el nombre de la incertidumbre.
Por eso no es de extrañar que en su obra los dos elementos estén unidos como las fibras trenzadas de una soga. La estética de un desencantado optimismo y la ética que separaba la resistencia antifascista del colaboracionismo.
Si se sigue esa cuerda se desemboca naturalmente en Jean Gabin.
En su documental Las películas de mi vida (2016), la presencia de Gabin es utilizada como una vara de esa medida. Al estilo de Martin Scorsese en Mi viaje a Italia (1999), Tavernier va desgranando sus encuentros con el cine. Gabin, que fue para el país de los hermanos Lumiére lo que fue John Wayne para Hollywood, estaba en las antípodas ideológicas del eterno cowboy. Pero mientras Wayne pasó la guerra al seguro amparo del sistema oficial de propaganda, Gabin la vivió desde el frente de batalla. Según Tavernier, fue el único artista “que pagó para pelear”, ya que tuvo que comprar de su bolsillo la cláusula de rescisión de su contrato con uno de los grandes estudios cinematográficos para tener la libertad de enrolarse.
Entre aquella jornada memorable de setiembre de 1944 en la que el niño de tres años ve las bengalas de la liberación y su primer encuentro con Gabin pasará la tuberculosis. Y con la enfermedad llegará el cine. Internado en un hospital de montaña ve una película que de inmediato intuye que es mucho más que un simple entretenimiento. Deberán transcurrir 25 años hasta descubrir cuál era ese film, del que no retuvo el título pero sí el impacto. Se trataba de El último en todo (1942), de Jacques Becker.
Se volverá uno de sus puntos de referencia. “Sientes latir el corazón de los personajes; la puesta en escena tensa la emoción como se tensan los músculos”, dirá Tavernier sobre Becker en Las películas de mi vida.
Esa descripción del cine de Becker puede aplicarse a su propio trabajo. Como casi todos los directores franceses de su generación, la primera aproximación al celuloide desde un rol diferente al de espectador se produce en el campo de la crítica, que empieza a cultivar en una revista universitaria con 19 años. Por esa puerta conoce a Edmond Greville (a quien llama “el príncipe de los realizadores marginales”) y, sobre todo, a Jean-Pierre Melville, quien se convertirá en su mentor, al igual que luego lo será Claude Sautet.
Primero Melville le da un pequeño papel de soldado alemán en León Morin, sacerdote (1961), lo hace su ayudante de dirección y –ante su fracaso en esa función– lo vuelve su agente de prensa. Pero sobre todo Melville lo apadrina, lo lleva a recorrer Montmartre en largas madrugadas “en las que me mostraba los lugares del crimen y la resistencia”.
De la mano de Melville conoce a Georges de Beauregard y empieza a trabajar en la productora Roma-París-Films, origen de buena parte del cine de la nouvelle vague, en especial de Sin aliento (1960), el big bang de ese universo llamado Jean-Luc Godard, con quien Tavernier colabora en Pierrot el loco (1965) y a quien tiene el buen tino de no querer imitar.
Tavernier dará su salto a la dirección de largometrajes con una obra personalísima. En El relojero de Saint Paul (1974) ya está todo Tavernier. En especial ese desencantado optimismo que sólo es proustiano en el sentido que le da al término el semiólogo y poeta Jorge Medina Vidal: no se basa en una nostalgia por el pasado, sino que lo que se pierde es el futuro, se añora una posibilidad que se intuye abolida para siempre. Ese espíritu está en aquel primer film y también en su obra más recordada: La vida y nada más (1989).
Si se quitan películas como La muerte en directo (1980), Un domingo en el campo (1984), La carnada (1995) o Todo comienza hoy (1999), lo mejor de la filmografía de Tavernier está asociado con su actor fetiche, Philippe Noiret. Si se piensa en esas actuaciones (en especial en la que realiza en 1.280 almas, de 1981), llenas de matices y de una áspera sensibilidad, se ve en Noiret una suerte de eco que conserva, transmutadas, aquellas virtudes que Tavernier veía en Gabin.
Si El último en todo había sido el primer meteorito, el segundo gran sacudón lo recibió con La gran ilusión (1937), esa obra maestra de Jean Renoir que tiene a Gabin como protagonista.
Después lo volvería a ver en múltiples películas, trabajarían juntos desde roles diferentes, hablarían largamente. Pero ya en ese primer impacto estaba el germen de un aprendizaje. En Jean Gabin, a quien consideró “el primer actor que dio consistencia al héroe proletario”, Tavernier obtuvo un “pasaporte para entender el espíritu del Frente Popular”. Exageraba. O no. Podría pensarse que ese pasaporte lo traía desde la cuna (era hijo de René Tavernier, escritor de la resistencia), pero Gabin, el Gabin de El muelle de las brumas (1938), le daba un modelo más embarrado en lo real, y por lo tanto más destinado al fracaso. Esa ética desesperanzada la sostendría durante toda su carrera: su capacidad de explorar sensibilidades, de analizar cómo el entorno –el paisaje, la ciudad, el campo, el muelle al borde de un río, el tiempo en que se vive– tiene un efecto doble en el alma. Lo que hace con el alma “eso que ocurre”, y lo que no hace con ella lo que pudiendo haber sucedido, no sucede.