La reflexión como oficio Tal como viene siendo habitual desde hace más de una década, los textos de Chantal Maillard son inclasificables. Entre el ensayo nocturno y la reflexión filológica, la narrativa trágica y la prosa poética, sus libros son construcciones híbridas que ahondan en interrogantes que solo puede desentrañar quien se interna en la […]
La reflexión como oficio
Tal como viene siendo habitual desde hace más de una década, los textos de Chantal Maillard son inclasificables. Entre el ensayo nocturno y la reflexión filológica, la narrativa trágica y la prosa poética, sus libros son construcciones híbridas que ahondan en interrogantes que solo puede desentrañar quien se interna en la lucidez de una mirada crítica. La compasión difícil (Galaxia Gutenberg, 2019) ancla en esa lucidez filosófica que no hace concesiones con el lector, tal como cabe esperar de quienes hacen de la actividad reflexiva su oficio.
La compasión difícil se mueve entre fragmentos. No acumula, sino que superpone capas, géneros, formas diferenciadas de discurso, como si las respuestas solo pudieran construirse como una suerte de puzle que nunca termina de completarse. Unas respuestas, además, que exigen atravesar diferentes experiencia-límite, incluyendo aquella que supone ponerse en el lugar de una madre que mata a sus hijos o la de la humanidad en su especial ejercicio de crueldad (comenzando por lo que hacemos con otras especies y con la naturaleza en su conjunto).
En un mundo huérfano de dioses, gobernado por el hambre, acaso la compasión sea el vínculo con el otro más complicado e improbable. En particular, ¿cómo podríamos compadecer al verdugo por sus actos criminales? La pregunta insiste en las tres partes del libro. Para procurar responderla, Maillard se interna en el mito de Medea y desbroza sus implicaciones éticas, sobre un trasfondo que cuestiona no solo el antropocentrismo sino también la mitología decimonónica del progreso todavía vigente. Con una lógica interna rigurosa, la autora no escatima páginas en su crítica radical a una filosofía de la creencia, de modo análogo a la crítica a una filosofía de la identidad que desarrollara de forma extensa en La mujer de a pie.
Distante a toda asepsia académica o al escolasticismo inocuo al que nos tiene acostumbrado el pensamiento disciplinado, Maillard es esa rara avis que se interna con erudición en el abismo humano, sin pretender mantenerse indemne. Apunta a la herida y sus hilos no salvan. La propia voluntad de vida está comprometida con lo que ella misma daña. Ni siquiera cabe atribuirle alguna justificación trascendental (ni, mucho menos, trascendente). Desde ese no-fundamento, la interrogación filosófica solo puede ser eludida a fuerza de recaer en las respuestas dogmáticas características de las religiones instituidas.
Extraña cosmogonía: despojados de inocencia, mitad inmortales, mitad bestias, nos mueve el hambre y, por implicación, la depredación del otro, incluso si representamos ese impulso con la «argucia» de la belleza y el «olvido» del que nace la razón. Las sentencias se convierten en estocadas: «Toda la existencia es la repetición de un crimen». El propio cuerpo nace de una deuda con los muertos. Compadecer es morir: la vida como dentellada convierte la moral en un testimonio del olvido del círculo en el que nos movemos. Más todavía: «Que la vida quiera ser vivida no significa que sea un bien». La herencia mítica de la superioridad obstruye el reconocimiento de la igualdad con cualquier otro ser. La libertad, desde esta perspectiva, se parece a un mito -a excepción quizás de la libertad de rebelarse y abrirse a la posibilidad suprema del suicidio. Preguntarse por la compasión es sumergirse en el otro: sentir junto a o andar con él, lo que supone asimismo un distanciamiento de sí, pero más en general, una vuelta sobre el propio valor de vivir o morir, una incursión en el corazón de lo humano y aquello que conlleva, comenzando por el dolor y la muerte, la ausencia de dioses o la propia legitimidad del juicio.
Desde ese prisma, ni siquiera la educación en la fragilidad común conduce a un mundo mejor. Puesto que la existencia es la perpetuación de una violencia primera, ¿cómo podríamos sustraernos a ella sin suprimir nuestra vida? En este mundo de absoluta necesidad, ¿quién podría salirse de la cadena? «Liberarse es interrumpir el movimiento de la voluntad en su vaivén entre la satisfacción y la insatisfacción, del pasado al futuro, de la nostalgia a la esperanza. Liberarse es indiferenciar: neutralizar las diferencias», señala la autora, en una especie de desapego radical en el que no cabe esperar nada: hasta los sueños revolucionarios se han mostrado «programas irrealizables» (sic).
La creencia, aunque necesaria para la vida, no es una opción mejor: conduce a las hordas. Y si se trata de hacer tabula rasa y de caminar desnudo, no es claro cómo podría este animal desdichado elaborar esa apuesta sin apoyarse en quienes le preceden o le acompañan. En otro plano, ¿cómo podría ese individuo «conocerse a sí mismo» sin contar con los otros en tanto interlocutores, esto es, sin erigir al propio individuo en una nueva deidad y «observar la propia mente» sin disponer de esa herencia común que es el lenguaje?
Las dificultades se multiplican:
Convertirse en el dios anula la distancia que permite el diálogo. Convertirse en el propio dios es perder al interlocutor. Sin interlocutor, el caminante queda sin voz. Enmudece. Mudo, sin voz, el que permanece con la boca cerrada (mystés), el enmudecido, el mystikós.
Puesto que para Maillard el camino del misticismo está cerrado, no deja de ser relevante indagar en nombre de qué posición podríamos oponernos a ese enseñoramiento humano en torno a lo que nos circunda, comenzando por la naturaleza. Dicho de otro modo: dado que se trata de renunciar al propio dios, de arribar a un lugar deshabitado de sí, capaz de compasión, ¿en función de qué promesa habríamos de encaminarnos hacia esa dirección? Puede que la respuesta inmediata sea una conminación a no esperar nada. «Perded toda esperanza, amigos» reza Maillard y, sin embargo, la pregunta insiste: ¿cómo podríamos aceptar esa pérdida sin caer en la resignación?
La compasión, por si fuera poco, no mejora nada: «Una ética de la compasión no convertirá la vida en algo mejor. El sistema del hambre seguirá siendo el que es. Pero tal vez sea más soportable. Comprender y saberse comprendido puede ser un bálsamo, aunque no cure». El problema, por tanto, persiste: si la compasión no mejora nuestras vidas, ¿por qué habríamos de sumergirnos en el abismo de los demás en vez de afrontar al modo estoico nuestro presunto destino? Y dado que el verdugo goza de sus privilegios a fuerza de privar a sus víctimas, ¿qué podría impulsarnos a sentir compasión por él? Puesto que la compasión exige comprender precisamente a ese verdugo, ¿en qué medida hacerlo podría hacer más soportables sus tropelías?
En un derrotero semejante, la propia idea de lo político como «institución efectiva de la sociedad» tambalea: ¿para qué luchar por una sociedad mejor si estamos condenados a la depredación? Filosofía trágica en última instancia: todos formamos parte de una máquina atravesada por lo inexorable. No hay idea que no sea un engaño. Desde luego, cabría preguntar si la propia idea de que toda idea es engañosa no forma parte ya del engaño universal. Puesto que no tenemos derecho a reclamar ninguna prerrogativa epistémica, la respuesta debe ser contestada afirmativamente. En tal caso, ¿por qué apostar por otros caminos de lo humano? ¿Por qué no entregarnos a la contemplación de la estupidez o la ceguera con la misma indiferencia que ante algún destello de inteligencia?
Desde esta perspectiva, la exigencia de coherencia interna o verosimilitud narrativa no podría resultar suficiente sin incurrir en alguna forma de esteticismo: sin referente para contrastar, no quedan más que relatos más o menos próximos a nuestra sensibilidad, pero nada que se aproxime a algún criterio de valor intersubjetivo. Aun si admitimos que cualquier referente tiene una dimensión narrativa, ¿supone ello abdicar sin más de todo concepto de verdad o más en general de toda pauta de validez? ¿En qué medida una alternativa así sería ética, política o filosóficamente aceptable, teniendo en cuenta las experiencias traumáticas que atraviesan nuestra historia? Incluso si no es válido hablar aquí de «solipsismo» (puesto que para Maillard hasta el yo es ilusorio), ¿deberíamos rendirnos al escepticismo como última palabra?
Salir del cerco del juicio moral puede ayudarnos a comprender a los verdugos pero no necesariamente a reparar el daño cometido contra las víctimas. Incluso si desistimos de toda concepción de un «sujeto absoluto», incorporando el abanico circunstancial que acompaña toda acción humana, ¿conduce ello a la postergación indefinida del juicio o más bien a situarlo en contextos histórico-culturales específicos? Aunque las respuestas disten de ser evidentes, no es claro cómo podría haber «sociedad» y, especialmente, «convivencia» humana sin juicios morales que nos permitan discernir entre lo que en un momento dado nos es lícito hacer de lo que no. Para mayor complicación, Maillard invoca una ética del sacrificio no menos problemática.
Víctima sacrificada para la continuidad de la vida, el cordero es el símbolo de esa conciencia universal que todo animal posee bajo la individual conciencia que la nubla: el hambre es ley y ofrezco mi cuerpo para la salvación de todos.
El giro no deja de ser sorpresivo. ¿De qué «salvación» podríamos hablar en un mundo sin dioses? Pero, sobre todo, ¿por qué deberíamos aceptar sacrificarnos para que otros vivan y por qué unos y no otros, teniendo en cuenta nuestra esencial indistinción? Ya que sacrificarse no hace más que perpetuar el daño, ¿por qué no reclamar más bien un lugar donde el sacrificio no sea ya la moneda corriente? La propia sacralización religiosa del sacrificio bien podría ser una forma de justificación de las desigualdades resultantes de la economía política. Que las «reglas del universo» nos empujen a la rueda de matar o morir no convierte el asesinato en algo aceptable. La aporía a la que somos lanzados, pues, resulta insalvable. Inclusive si hacemos de la víctima un sujeto culpable -lo que tampoco es claro, a menos que convirtamos la ley natural en un juicio moral de carácter negativo-, ¿dejaríamos por ello de ser responsables por las muertes que propiciamos? Como contrapartida, ¿es legítimo prescindir de la versión de la víctima, desechada por la autora por carecer de interés? Puede que, en efecto, comprender a Medea resulte más desafiante que compadecer a sus hijos asesinados. De ahí no se deriva, sin embargo, que debamos respetar el empoderamiento de Medea -esto es, su crimen.
Aunque la autora no se refiera a Dogville (2003) en su referencia a Lars von Trier, bien puede ayudarnos a mostrar lo que se juega en este contexto. No bien la protagonista (Grace Mulligan) arriba a la pequeña ciudad homónima, sufre en primera persona crecientes exigencias por parte de sus pobladores, a cambio de no delatarla. Las exigencias, como es de prever, pronto se transforman en abusos de todo tipo, incluyendo los abusos sexuales. Paradójicamente, es la protagonista quien encarna mejor que nadie la compasión difícil: Mulligan, en efecto, lo comprende todo, comenzando por sus victimarios. Ahora bien, ¿en qué sentido compadecer a sus abusadores atempera su sufrimiento o implica un bálsamo? Cierto que Mulligan afronta estoicamente esos abusos; sin embargo, la cuestión que insiste tras esta comprensión cuasi divina es si ello habilita a renunciar a una demanda de justicia. La respuesta de von Trier me parece una rotunda negativa (incluso si tomarla literalmente condujera a confundir justicia y venganza). No es preciso llegar a esa confusión para distinguir entre «comprensión» y «justificación»; la distinción bien podría ser el primer paso para compadecer a aquel que, por razones de justicia, debe ser limitado -incluso si esa limitación no tiene por qué ser reducida o identificada con el castigo-. Desde esta interpretación, Dogville previene contra la sola compasión sin el contrapeso necesario de la justicia.
En el corazón de lo humano
En medio de este universo huérfano, una filosofía neopirrónica que cultiva la indiferencia no parece ser una respuesta que pueda conformarnos, como no sea bajo la forma de una retirada del mundo o una solución de resignación. La suspensión escéptica del juicio (epojé) puede ampliar nuestra comprensión, pero no mejora un ápice nuestras prácticas ni nos permite tomar mejores decisiones. Claro que para hablar de «mejores decisiones» tendríamos que admitir que existe algo así como la posibilidad de decidir y de comparar esas decisiones en una escala valorativa (dentro de una configuración cultural específica). No estoy seguro que en la concepción de Maillard tenga lugar algo semejante. En un mundo gobernado por la ciega necesidad (el circuito del hambre), no hay estrictamente «decisión» ni «justicia». Pero un mundo así no da cuenta de cierta indeterminación de lo humano: reintroduce cierto fatalismo insalvable.
El «Libro tercero. Conversaciones con Medea» no nos sustrae de esa aporía. Podría ayudarnos en la disciplina de la ataraxia, nacida de la convicción de que el deseo implica pena o aflicción. Podría incluso conducirnos a examinar la experiencia amorosa tachada de «fórmula inmadura» (como no sea devolviéndola a una «comprensión instintiva») o a reforzar la idea de que «[e]l lenguaje es el engaño» (sic). Pero ¿por qué habríamos de aceptar sin más esta versión en la que todo se aproxima peligrosamente a nada? La deriva reflexiva de Maillard tampoco nos conduce a la compasión anunciada: «Ni el perdón ni la compasión tienen ya sentido. Este es el lugar del hambre. No hay actos, ni decisiones, ni causas, ni efectos. Tan sólo un agujero blanco que ha de colmarse y gime. Y el batiente, arriba, batiendo sobre la nada».
La compasión difícil se acerca así a una perspectiva en la que cierta decepción es ineludible: no queda nada salvo la muerte, un «agujero blanco» en el que nos batimos vanamente. «Ya estamos muertos. Todos estamos muertos, ¿por qué temer morir?» dice Medea y aquí bien podríamos repreguntar: ¿puede acaso un muerto sufrir por otro o celebrar el éxtasis que, en última instancia, supone la compasión? Aun si admitimos nuestra inconsistencia, difícil a su vez no buscar signos de alegría y entusiasmo así como unos vínculos afectivos que nos ayuden a dar sentido a nuestras vidas.
Detrás de esas preguntas, insisten otras más generales: ¿qué ocurre con el goce en la escritura de Maillard, un goce otro que no descanse en el dolor de los demás? Y ¿cómo juegan las demandas de justicia ante una ética de la compasión? Incluso si la autora insiste en otra parte en que se trata de perseguir el respeto antes que la compasión, ¿por qué habríamos de respetar a los verdugos? En suma, lo que uno echa en falta es que karuna no sea contrapesada por diké, esto es, un principio de justicia orientado a la reparación y sobre todo, a que lo terrible no se repita de forma incesante, a partir de la autolimitación efectiva de la sociedad.
A diferencia de Emile Cioran, filósofo que con su causticidad supo contrapesar la gravidez, puede que el lector sienta que leyendo a Maillard no hace más que hundirse en una ciénaga sin esperanza que no sea un mero engaño. Como si la podredumbre del mundo nos arrastrara sin solución de continuidad a un pozo desde el que no podemos más que aullar en el peor caso o hacernos imperturbables en el mejor. Encerrada en un sistema implacable de razones (quizás no menos ilusorio que aquellos que cuestiona), no sería vano preguntar por la verdad de sus premisas. Más allá de la implacabilidad lógica y de un diálogo en el que Medea siempre lleva la razón, tampoco es superfluo descender hacia aquellos deseos que, antes que mera sujeción a la carencia, dan cuenta de nuestra existencia como sujetos corporales que, pese a su dolor, también se abren paso hacia el erotismo, la celebración dionisíaca, la indeterminación del porvenir, al placer del instante. ¿Por qué limitarnos a constatar de forma unilateral el desastre cotidiano sin buscar, por así decirlo, tablas que nos permitan mantenernos a flote, experiencias exiguas pero no menos reales de libertad en las que el otro nos ayuda a vivir, a compartir nuestra soledad, a sentir junto a él? ¿Por qué, en fin, no contraponer al nihilismo una risa capaz de atemperar lo que tiene de inerte?
Cierto que tenemos razones para el pesimismo. Pero o bien se trata de un «pesimismo activo» que no desactiva la promesa de otra vida y de una sociedad más justa o bien el pesimismo se convierte en simple constatación de la derrota, renuncia al ímpetu humano de cambiar su entorno y hacerlo más habitable. Aunque nadie esté exento de esa oscilación, puede que en La compasión difícil termine primando la repetición de lo inerte, sin contrapeso para alzar una vida que sigue latiendo bajo las piedras. Porque aunque en el límite la escritura suele ganar en profundidad, siempre corre el riesgo de crear un efecto de cierre ante aquello que sigue fluyendo. Como si la mirada de Medusa petrificara lo que río abajo sigue moviéndose.
En este punto, me parece claro que no se trata de reclamar subterfugios; al fin de cuentas, lo que cabe pedir a cualquier escritura es un contenido de verdad antes que un consuelo metafísico. Cualquier filosofía crítica que se precie de tal consiste ante todo en no cerrar los ojos ante el espanto. Sin embargo, ¿por qué convertir el parpadeo en una mera forma de ceguera? Más aun: ¿no termina enceguecido aquel que no cierra los ojos ni siquiera para entregarse al amor sensual o celebrar la cercanía? Una vez más, negarse a abrir pórticos majestuosos que se derrumban como una ilusión no significa que no podamos dejar entreabierta una puerta por si alguien, alguna vez, puede atravesarla.
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