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Más allá del kitsch de Bollywood

En India, la religión del cine

Fuentes: El Diplo

Profundamente inmerso en la cultura india, el cine cumple allí una función social mayor. Las producciones locales no sirven sólo para divertir: ir a ver una película constituye un rito, un peregrinaje donde la sociedad entra en escena y desactiva las violencias y la crisis social por medio de una ficción codificada. Traducción: Patricia Minarrieta

Un cine cualquiera, en un barrio popular de Madrás, en el sudeste de India. Enorme (más de mil localidades), como la mayoría de las 20.000 salas del país. Abarrotado: las butacas fueron tomadas por asalto y en la última fila chirrían algunas sillas adicionales. Esta tarde, nadie querría perderse Pennin Manadai Thottu (literalmente: «Toque el corazón de una mujer»), éxito local cuyas canciones recorren las calles de la capital de Tamil Nadu desde hace varias semanas. Un bebé llora, algunas sombras inician lo que parece ser un pic-nic familiar. Dos hombres salen a fumar un cigarrillo a la escalinata. Un domingo como cualquier otro en una sala de cine en India.
Más allá de la anécdota, la situación es representativa de la relación de los indios con su cine, donde el mayor fervor roza lo que a ojos de un observador occidental, habituado al silencio religioso y a la penumbra de las salas, pasaría por impertinencia.

Ruidos, murmullos, desplazamientos incesantes: todos aquellos que asistieron a una proyección en Bombay, Madrás o Bangalore (los tres polos cinematográficos del subcontinente) recuerdan la vida intensa de las salas. Comunión general y murmullos de aprobación cuando el héroe para en seco al «malvado» con un buen chancletazo. Aplausos cuando un padre humillado da un cachetazo magistral -por fin- a su hija indigna. Emoción y fervor durante los números de canto y danza, acompañados por un público en trance que no vacila en interpelar, felicitar o reprender a los actores.
Si el cine se ha insertado en la cultura india, es sobre todo debido a su impureza. Los indios adoptaron -y adoraron- de entrada a este arte capaz de mezclar, en tres horas, representación y relato, danzas y canciones, romances íntimos y aliento épico. Cultura de sobrecarga, de mezcla y de transformación, las películas nunca fueron percibidas como una novedad sino como la prolongación muy natural de las artes tradicionales, marionetas, kathakali (1), linterna mágica. «India fue desde siempre un inmenso bazar de imágenes», señala Joël Farges (2), productor del cineasta keralés Adoor Gopalakrishnan. «Desde los mandalas jaínes hasta las tankas (pinturas budistas tibetanas), desde los teatros de sombras hasta las danzas de bhâratanatyam (3), India produce desde su protohistoria imágenes de sus dioses e historias relacionadas con ellos.»

COMO UN LARGO VIAJE

Desde 1894, el Shambarik Khadolika (literalmente: «la lámpara del cómico al caer la noche»), espectáculo de linterna mágica, presenta imágenes animadas inspiradas en el teatro de sombras y las marionetas. Su inventor, Mahadeo Patwardhan, acciona la maquinaria, mientras uno de sus hijos narra y canta las acciones de los personajes. Dos años después el cinematógrafo desembarca en Bombay, la ciudad más occidentalizada del país. Maurice Sestier, representante de los hermanos Lumière, organiza la primera proyección el 7 de julio de 1896 en el distinguidísimo hotel Watson y más tarde en el teatro Novelty del centro de la ciudad. Butacas de lujo y entradas baratas, cortinado para sustraer a las espectadoras de las miradas masculinas y, ya, una gran orquesta: éxito inmediato. «La industria de las películas está tan asociada a la de nuestro país que, cien años después de la invención de los hermanos Lumière, los indios no conciben el cine como algo que haya podido llegar del extranjero», confirma el productor Suresh Jindeel (4).
El cine se convirtió en el pasatiempo preferido de los indios, en parte porque retoma por su cuenta y restituye, reformulándolo, el imaginario de la cosmogonía hindú. Cada película es vivida como un viaje de largo aliento (muchas veces más de tres horas, siempre más de dos), y la gente se embarca con deleite en esas ficciones que plagian sin escrúpulos el caudal mitológico y legendario. Por otra parte, la industria del cine de Bombay debe a las películas mitológicas sus primeros grandes éxitos populares, en especial Raja Harishchandra («El rey Harishchandra»), de Dadasaheb H. Phalke (1912), primera ficción nacional.

El género está prácticamente extinguido, pero muchos guiones siguen usando libremente los grandes relatos tradicionales Ramayana y Mahabharata (entre ellos Rudraksh, versión «ciencia ficción» del Mahabharata lanzada en 2004 por el productor «bollywoodense» Nitin Manmohan). Del mismo modo, el recurrente dúo (la joven inquebrantable en su devoción a un amante romántico, pasivo y pueril) se inspira tanto en Majnoun y Leila (la pareja más célebre de la literatura árabe) como en la cultura indo-persa o en la poesía viraha (en sánscrito y en tamil).
La originalidad, virtud primordial del guión a la occidental, más bien ahuyentaría a los indios. Devdas, escrita en 1917 por el novelista bengalí Saratchandra Chatterjee, cuenta los amores trágicos de un hijo de zamindar (terrateniente) con una joven de baja extracción. Este magnífico melodrama, convertido en un clásico de la literatura, inspiró «solamente» diecisiete adaptaciones cinematográficas (entre ellas la sublime Devdas de Bimal Roy, 1955; y la dirigida en 2002 por Sanjay Leela Bhansali, con la actuación principal de Aishwarya Rai, Miss Mundo 1994), pero su intriga proveyó la trama a un número incalculable de ficciones.

En India, las películas no cesan de tomar elementos de la cultura tradicional, que a su vez se inspira en ellas ampliamente. En ese crisol donde incansablemente se funden culturas regionales tradicionales y temas occidentales «modernos», el psicoanalista Sudir Kakar ve incluso «el molde principal de una cultura pan-india naciente. (.) El cine llega a un público tan variado que trasciende las categorías sociales y geográficas. Llegando cada día a unos quince millones de personas, los valores y el lenguaje cinematográfico traspasaron hace tiempo las fronteras de la civilización urbana para penetrar en la cultura popular rural (.).Cuando una danza popular regional o una figura musical particular, como el bhajan o canto tradicional, franquea las puertas de un estudio de Madrás, se transforma en danza de película o en bhajan de película mediante la adición de motivos musicales o coreográficos de otras regiones, e incluso eventualmente de países occidentales. Retrasmitido a continuación en technicolor y en estéreo el original resulta completamente modificado. Del mismo modo, las situaciones, diálogos y decorados del cine comenzaron a colonizar el teatro popular indio. Incluso la iconografía tradicional de las estatuas e imágenes culturales rinde homenaje a las representaciones de los ‘dioses’ y ‘diosas’ del cine».

Ese incesante ida y vuelta, signo de una verdadera forma artística popular, no basta para explicar la relación apasionada que el público mantiene con su cine. ¿Opio del pueblo? Es evidente que cada indio se identifica con los personajes al punto de olvidar, mientras dura una proyección, preocupaciones y desgracias personales. Del mismo modo que seguramente hay un poco de verdad en las teorías que relacionan el fenómeno de la proyección con el darsan, esa visión «mutua y benéfica» según la cual el solo hecho de ver una imagen santa de una divinidad o una personalidad importante al tiempo que se es «visto» por ella resulta benéfico. Pero por más que den cuenta del enorme éxito del cine, estas hipótesis no logran explicar la relación apasionada que los indios mantienen con sus películas.
El psicoanalista Sudir Kakar recuerda ese «sistema de castas cinematográficas» que, durante su infancia en Punjab, asignaba a lo más bajo de la escala las películas de acción y aventuras -versión local de las películas de kung fu- mientras que las películas mitológicas e históricas ocupaban el trono en la cúspide de la jerarquía. Esta condición, sumada a las intervenciones (deus ex machina, giros de último minuto, etc.) que, en razón del happy ending obligatorio, garantizan la victoria final de la viuda y el huérfano contra el infame sobornador, tal vez sean la marca de esa implacable cultura que tolera todos los excesos siempre y cuando no trastoquen las jerarquías tradicionales. De hecho, este cine tiene menos los rasgos de «cine-opio del pueblo», e incluso de ese kitsch en que muchas veces se encierra Bollywood, que la marca de un sistema que asigna a cada uno, cosas y seres, un lugar al que no pueden sino someterse. Todo aquello que tiende a trastocar ese orden es considerado una infracción al realismo.

Como señala Bhaskar Ghose en un texto titulado «Imaginario e Íconos» (6): «Existen películas que han tratado la pureza, la injusticia o la discriminación fundada en la casta y que son grandes éxitos. Pero parece que éstos no se debieron al estudio de las condiciones sociales o las relaciones humanas, sino a la utilización de esas condiciones sociales para despertar el interés del público. Achhut Kanya («La intocable», de Franz Osten, 1936) no cuestiona el sistema de castas, sino que utiliza la atracción emocional que éste representa. Do Bigha Zameen («Dos hectáreas de tierra», de Bimal Roy, 1953) utiliza la pobreza y la injusticia en idéntica forma (.). Estas películas no llaman a la introspección, ni dan respuesta a temas inquietantes. Sólo exigen del espectador su participación en el drama y el pathos que presentan».
Podríamos llegar más lejos y aventurar que la supuesta neutralidad de las películas indias (utilizar el «atractivo emocional» de la pobreza, hambre y otros flagelos sociales) es mera fachada, y que éstas constituyen por el contrario el vector más eficaz del statu quo social.

La heroína de Mother India (de Mehboob Khan, 1957) es martirizada durante toda su vida por el mismo usurero sin esbozar el mínimo gesto de rebeldía contra el hombre que le ha hecho perder sus tierras, sus joyas, su marido. En una de las últimas escenas mata a su propio hijo, culpable de haber intentado asesinar al estafador: salvar el honor de la familia, a cualquier precio. «En Occidente, el cine popular es entretenimiento puro, mientras que en India no puede disociarse de lo religioso -señala Olivier Bossé, profesor del Instituto nacional de las lenguas y civilizaciones orientales (Inalco) de París-. Los indios no van al cine para vincularse con la realidad; van como se va a un ritual, para comunicarse eficazmente con lo divino. Es algo del orden de la peregrinación. La eficacia última de la película es reafirmar el orden del mundo. Lo importante no es, entonces, la lucha del Bien contra el Mal, sino que cada uno lleve a cabo su deber.» Y el investigador Emmanuel Grimaud (7) confirma: «En Prem Granth (El libro del amor, de Rajiv H. Kapoor, 1996), la heroína es violada a los veinte minutos de película. Semejante acto, cometido antes de que ella encuentre al héroe (el único que puede tocarla legítimamente) no fue aceptado por el público, que abandonó la sala».
Es así como el espectador realiza en la película sus propios cortes, un montaje tanto más personal por cuanto le permite encontrar respuestas a sus problemas, dilemas y conflictos. Un reservorio de guiones al que puede recurrir para enfrentar las situaciones a las que se confronta en la vida cotidiana. Este contagio entre vida personal y cine no se limita a los guiones. Afecta también al vestuario, los decorados, y por supuesto a los actores mismos. En este sentido, Emmanuel Grimaud cuenta la historia de Lakhan, un modesto vendedor de té, admirador fanático de la estrella Salman: «El encarcelamiento de Salman por haber cazado ilegalmente en una reserva se traduce en una reacción de Lakhan: decide realizar un ayuno de proyecciones. Es la forma que encuentra de fabricarse una prueba con elementos de cine, de responder a la prueba que vive Salman». En algún otro lugar, una banda de colegiales habla del héroe de una película con la familiaridad que se concede a un compañero de clase.

Ningún país habrá llevado nunca tan lejos como India esta porosidad entre vida y cine. Testimonio de ello es la vida política de Tamil Nadu, donde política y show business se mezclan. Como en el caso de M. G. Ramachandran (8), superestrella convertido en primer ministro del Estado tamil. Tras su muerte, en 1987, su viuda intentó sucederlo pero fue derrotada por la joven amante del difunto, la actriz Jayalalitha, que reina desde entonces sobre ese Estado.

1 N. de la r.: Danza-drama clásico de Kerala, India.
2 Trabajo colectivo, Indomania, le cinéma indien des origines à nos jours, Éd. Cinémathèque française, París, 1995.
3 Bruno Philip, «Un peuple assoiffé de rêves», Le siècle du cinéma, número especial, Le Monde, París, 1995.
4 N. de la r.: Antigua danza popular del Sur de India.
5 Sudir Kakar, Eros et imagination en Inde, Ed. des Femmes, París, 1989.
6 Trabajo colectivo Indomania, Ed. Cinémathèque française, París, 1999.
7 Emmanuel Grimaud, Bollywood film studio. Comment les films se font à Bombay, CNRS Editions, París, 2004.
8 El actor M.G. Ramachandran trabajó en más de 200 películas entre los años ’30 y fines de los ’70.