Traducido para Rebelión por Felisa Sastre
Durante los últimos tres años, he seguido el discurso oficial sobre los horrendos atentados del 11-S con la inquietante sensación de estar asistiendo a una nueva versión de Hamlet, en la que el rey de Dinamarca- padre de Hamlet- muere de muerte natural, y el insólito, incluso cruel, comportamiento del príncipe se debe a una extraña enfermedad mental que le lleva a odiar a su noble tío, Claudio, quien ha accedido al trono de Dinamarca a la muerte de su padre.
Una vez que se identifica al autor de un crimen, es natural que la familia de la víctima se pregunte: ¿Por qué lo ha hecho? Tras el 11-S, los estadounidenses lo hicieron también y se plantearon preguntas similares. «¿Por qué nos atacaron los 19 árabes? ¿Que motivos tenían? ¿Por qué inmolaron sus vidas para infligirnos tanto dolor? ¿Qué quieren de nosotros? ¿Qué les hemos hecho para que sean tan agresivos, aún a costa de sus vidas?». Así que las preguntas fácilmente podían tomar un rumbo peligroso y había que evitarlo.
Sin perder tiempo, la tarde del 11 de septiembre, el Presidente Bush intentó cortar por lo sano con las dudas. «Hoy- empezó así su discurso-, queridos conciudadanos, nuestra forma de vida, nuestras libertades han sido atacadas con una serie de atentados terroristas deliberados y mortíferos». Pero no era suficiente, así que unos días después, en su alocución ante la reunión conjunta de las dos cámaras del Congreso, el Presidente aclaró la cuestión a los estadounidenses.
Los estadounidenses se preguntan, aseguró, «¿por qué nos odian ellos?».
Y esta afirmación magistral se convirtió en el armazón de acero sobre el que se ha construido el discurso oficial de la clase dirigente sobre la etiología del 11-S. En esa sabia formulación «ellos» incluía a todos los árabes- en realidad a todos los musulmanes-, y con el «nos» se refería no a la Administración de Estados Unidos, o a su política en Oriente Próximo, sino a los estadounidenses, blancos, cristianos y judíos.
La respuesta a esa pregunta- una vez formulada- tenía asimismo que quedar establecida para siempre y los redactores del discurso del Presidente Bush lo hicieron de forma categórica. «Odian nuestras libertades: nuestra libertad religiosa, nuestra libertad de expresión, nuestra libertad de voto, de reunión y nuestro derecho a discrepar de otros». Con unas frases, con una idea, con una acusación escueta, expresaban el carácter, los valores, la naturaleza y las perversas inclinaciones de cerca de 1.500 millones de musulmanes, que tienen una historia de más de catorce siglos detrás.
Grabado con letras negras, en las banderas que los estadounidenses orgullosos flamearon tras el 11-S se lee «los musulmanes odian nuestras libertades». Así que ahora es la consigna indiscutida, el sustituto de cualquier razonamiento, de cualquier interrogante sobre la historia de las relaciones de Estados Unidos con los pueblos del mundo islámico durante los últimos 57 años. Tres palabras tienen ahora el poder de silenciar cualquier opinión sobre el 11-S en la mayoría de los estadounidenses: «Ellos nos odian».
La página de la Comisión del 11-S en Internet nos informa de que fue «constituida para llevar a cabo una investigación exhaustiva de las circunstancias que rodearon el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001» (Las comillas son del autor). No obstante, en las 500 páginas del informe no se hace ni una sóla mención a cualquier posible conexión entre el 11-S y la política de Estados Unidos en Oriente Próximo. Presumiblemente, las decisiones políticas estadounidenses- aunque causen estragos- son como los fenómenos naturales que no tienen posible vuelta atrás.
También hay una profunda ironía en todo esto. La Administración estadounidense, dirigida por los ideólogos neoconservadores, ha convencido a la mayoría de los ciudadanos de que los musulmanes atacaron su país porque odian la libertad. Sin embargo, ¿cuál es el remedio que Estados Unidos propone para combatir el «terrorismo» que emana del mundo islámico? Pues lo que propone es invadir y ocupar sus países para que los marines estadounidenses inyecten el suero de la libertad en sus cuerpos agonizantes. Parece, por ello, que los musulmanes no odian las libertades en sí mismas; sólo odian las nuestras porque no las tienen, así que debemos conquistarles para llevárselas como regalo.
La rapidez y facilidad con la que las mentiras del presidente Bush se han introducido en la psique de tantos estadounidenses resultan verdaderamente asombrosas. Para esas multitudes, el presidente es una especie de Moisés bajando las tablas divinas del Monte Sinaí. Sus palabras, no obstante lo incoherentes en su lógica y mal expresadas, a pesar de lo discordantes con los hechos, son la palabra de Dios. Da la sensación de que el 11-S ha convertido al Presidente Bush en el dirigente de un culto estadounidense.
¿Existe algún remedio para ese delirio? Yo voy a proponer una terapia que exige un modesto ejercicio imaginativo. Recalco que modesto porque no se trata de las visiones de los místicos, ni del vuelo imaginativo de un poeta o de las alucinaciones de un loco. Sólo se trata de un ejercicio de imaginación un poco pedante, pero al alcance de cualquier ser humano que quiera escapar momentáneamente del presente para llegar a un mundo imaginario e imaginado.
Dejemos que Estados Unidos imagine lo siguiente: imaginen que mañana se despiertan en un mundo vuelto del revés, en el que la historia de sus relaciones con los árabes se ha transformado. Irak es ahora la potencia hegemónica mundial, la democracia más rica del mundo, el faro de la libertad; Irak y las democracias árabes dominan el mundo y lo que en tiempos fue Estados Unidos. Imaginen que los árabes se han servido de su fuerza para desmembrar los Estados Unidos de América y sustituirlos por cuarenta y cuatro nuevos estados, nominalmente independientes, entre los que hay estados para los estadounidenses nativos, para los afro-estadounidenses, para los asiáticos, latinos, estadounidenses italianos, alemanes, anglo-estadounidenses, judíos, mormones, sikhs, amish, etc., la mayoría de los cuales están gobernados por despóticos dignatarios iraquíes.
Irak, tras colonizar Nueva Inglaterra y llevar a cabo una limpieza étnica con sus habitantes nativos, ha convertido la región en un excluyente estado colonial y racista para los árabes venidos desde Sudán donde estaban muriendo por efecto de la más grave sequía en mil años. Ese estado, Arabistan, es con mucho el más poderoso de los estados del continente americano, se ha constituido en la avanzadilla de la estrategia iraquí en las Américas, y lleva a cabo de vez en cuando incursiones contra los estados vecinos desde los que, a veces, los refugiados de Nueva Inglaterra lanzan ataques guerrilleros contra Arabistan.
En marzo de 2003, los marines iraquíes, reforzados con dos divisiones del ejército palestino, invadieron y ocuparon Tejas. La Administración iraquí alegó que se trataba de una invasión preventiva para impedir que los fanáticos tejanos fabricaran armas biológicas. Sin embargo, algunas publicaciones árabes de izquierdas aseguraron que el objetivo real de Irak eran los yacimientos de petróleo de Tejas, ya que es bien sabido que la producción de petróleo en los países árabes estaba bajando desde 1997.
¿Qué harían entonces los estadounidenses, fraccionados, divididos, acorralados en cuarenta y seis estados étnicos, racistas y sectarios, si se encontraran en semejante situación? ¿Se sentirían resentidos con los déspotas que les gobernaban gracias al dinero y las armas iraquíes? ¿ Se decidirían algunos de sus jóvenes, enfrentados al aplastante poder de Irak, a llevar a cabo atentados suicidas en el mismo Irak? ¿Odiarían también a los iraquíes y a los árabes y los atacarían por ser libres, prósperos y demócratas?
¿Qué harían los habitantes de Nueva Inglaterra, ahora dispersos en campamentos de refugiados en Nueva York, Michigan, Pennsylvania y Ohio? ¿Soñarían con volver a su país? ¿Exigirían el derecho a volver a sus casas en Nueva Inglaterra? ¿Pedirían indemnizaciones por sus casas perdidas? ¿Odiarían a los colonos sudaneses que ahora viven en sus casas, sus pueblos y ciudades?
¿Qué haría el resto de los estadounidenses si los de Nueva Inglaterra comenzaran una campaña de atentados terroristas contra intereses iraquíes en los antiguos Estados Unidos? ¿Cómo reaccionarían si Arabistan- el aliado de Irak- respondiese bombardeando Nueva York, Detroit, Washington y Albany? ¿Qué harían si los medios de información iraquíes les acusaran ad nauseam de odiar la sociedad libre, democrática y abierta de Irak?
Si los estadounidenses, si quiera, fueran capaces de imaginar todo esto- aunque sólo fuera durante unos segundos- ¿cambiaría su forma de pensar sobre lo que su país, Estados Unidos, y su democrático aliado, Israel, están haciendo a los árabes? ¿Son los estadounidenses capaces de imaginarlo? ¿Qué harían si pudieran imaginarlo- tan sólo por unos segundos? ¿Serían capaces de reconocer en su imaginario dolor, en las humillaciones imaginadas, en las guerras imaginarias que habrían sufrido, las guerras, ocupaciones, masacres, limpiezas étnicas, torturas, bombardeos, sanciones y asesinatos sufridos por los palestinos y los iraquíes durante más de ocho décadas?
¿Lo harían?
M. Shahid Alam es profesor de Economía en la Northeastern University. Su dirección de correo electrónico es: [email protected]