Recomiendo:
0

Reseña del libro "Los niños y la ciencia. La aventura de La Mano en la masa"

Estimulando desde la infancia el interés por la ciencia

Fuentes: Rebelión

Georges Charpak, Pierre Léna, Yves Querré (y la colaboración de Edith Saltiel), Los niños y la ciencia. La aventura de La Mano en la masa. Buenos Aires, Siglo XXI editores Argentina, 2006, traducción de Víctor Goldstein, 227 páginas (edición original francesa 2005). No podía empezar de mejor modo Los niños y la ciencia: «La verdadera […]

Georges Charpak, Pierre Léna, Yves Querré (y la colaboración de Edith Saltiel), Los niños y la ciencia. La aventura de La Mano en la masa. Buenos Aires, Siglo XXI editores Argentina, 2006, traducción de Víctor Goldstein, 227 páginas (edición original francesa 2005).

No podía empezar de mejor modo Los niños y la ciencia: «La verdadera patria de los hombres es su infancia» (Rilke). Por ello, para que el decisivo territorio infantil tenga la máxima riqueza, no es una finalidad cualquiera empeñarse en conseguir que niños y niñas se aproximen a la ciencia de la mejor forma posible, creando, inventando, pensando, equivocándose una y mil veces, aprendiendo de los otros. Este es el objetivo de la aventura de «La mano en la masa» (La main à la pâte) y esto es, básicamente, lo que explica con detalle el libro que espero y deseo, incluso recomiendo, que el lector tenga un día no lejano entre sus manos.

Los autores, además, no son pedagogos -lo que, desde luego, no sería de entrada ningún inconveniente- sino ciudadanos comprometidos, científicos de primera fila: Yves Queré, especialista en física de materiales, es profesor de la Escuela Politécnica de París y miembro de la Academia de Ciencias francesa; Pierre Léna es profesor de astrofísica en la Universidad Denis-Diderot desde 1973 y ha presidido la Sociedad Francesa de Física, y Georges Charpak fue galardonado en 1992 con el Premio Nobel de Física por su invención de detectores para la física de partículas de alta energía.

Es cierto que el estudio, como no podía ser de otra modo, está muy centrado en experiencias francesas, pero ofrece materiales e indicaciones para ser universalizado, para pensar su aplicación a otras realidades distintas. De hecho, la edición castellana está presentada por un bioquímico chileno con dignísimo apellido, Jorge E. Allende, coordinador de programas de educación en Ciencias de la Universidad de Chile, en el que da cuenta de que intentos similares se están ya desarrollando en Brasil, Colombia, Argentina, Chile, México, Panamá, Venezuela, Paraguay y Bolivia.

La aventura de La mano en la masa lleva unos diez años desarrollándose en Francia. Parte de un presupuesto razonable, muy razonable: la mejor o acaso la única forma de aprender ciencia es practicándola, haciendo ciencia, recorriendo el mismo o similar camino que han seguido los investigadores cuando se han enfrentado a una determinada cuestión aunque sean con armas muy distintas: mirando el problema por todas las partes que nos sea posible, pensando sobre las dificultades, haciéndose preguntas, experimentando, equivocándose, conjeturando, probando, y así siguiendo hasta hallar, cuando la suerte y el esfuerzo acompañan, con alguna hipótesis explicativa.

Las consideraciones generales del movimiento se concretan en los diez principios de «La mano en la masa» (p. 32) que con seguridad, señalan los autores, son útiles de modo general, pero que «no pueden tener la pretensión de cubrir la variedad de casos posibles o situaciones particulares de las escuelas, de los maestros y de los grupos de niños» (p. 49). Entre estos principios: un volumen mínimo de dos horas por semana estará dedicado a un mismo tema durante varias semanas y se garantizará una continuidad de las actividades y los métodos pedagógicos sobre el conjunto de la escolaridad; tanto las familias como, a veces, el barrio serán solicitados para el trabajo realizado en clase, o, localmente, algunos colaboradores científicos (universitarios, grandes escuelas) deberán acompañar el trabajo de la clase poniendo a disposición sus habilidades.

El objetivo de la experiencia no es sólo la adquisición de conocimientos científicos y técnicos elementales, o no tan elementales, por niños de corta edad. Los autores lo señalan con claridad meridiana: «No es ni remotamente el único ni tal vez el más importante» (p. 53). El esencial es hacer desempeñar a la ciencia, en beneficio del futuro ciudadano en que se va a convertir el niño o la niña, un papel fundamental en la estructuración de su mente y en su formación moral.

Un ejemplo, de los muchos que se exponen en el volumen, de una escuela de Le Mans. Son niños de entre cuatro y cinco años que se ejercitan deformando botellas de plástico vacías. La deformación es fácil cuando el tapón ha sido retirado; no lo es cuando ha sido atornillado. ¿Qué ocurre entonces? Pregunta la maestra o el maestro a los niños. ¿Qué pasa? Un niño, que sin duda ha leído y ha visto mucho Potter y numerosos cálices de fuego, habla de magia; otra niña, más sensata, propone que hay algo en la botella. ¿Qué es ese algo? ¿Y qué hace ese algo al tapón? Le impide salir de la botella conjetura un niño. «Y de pronto, en una cercanía cada vez más lógica, estos niños van a comprender que lo que resiste es el aire, lo que está encajado en la botella por el tapón y que forma un bloque con ella, impidiendo que se deforme» (p. 53). La botella no está tan vacía como ellos o nosotros presuponíamos.

La aventura de «La mano en la masa» cuenta con el apoyo entusiasta y admirable (¡Ilustración! ¡Revolución francesa!) de miles de maestros franceses. Muchos de ellos reconocieron en la propuesta unas ideas pedagógicas que ya practicaban o en las que acaso soñaron alguna vez. Un grupo de colaboradores de escuelas de ingenieros, de municipios, de fundaciones descubrieron en la propuesta un magnífico intento de renovación educativa no reducida a palabras hermosas y a veces incomprensibles. Padres y madres de alumnos vieron en la iniciativa una forma distinta e interesante de incentivar en el indispensable camino de la ciencia, un camino en el que no hay atajos para familias reales ni patricias, a sus hijos e hijas, o acaso a ellos mismos. La aventura ha conseguido establecer una nueva relación entre formadores e investigadores científicos y ha originado la edición de libros, de manuales de ciencia que no provocan la huída, el pánico o el aburrimiento masivo. La difusión de la experiencia ha podido realizarse gracias al apoyo de la Academia de Ciencias francesa, que no ha tenido problema alguno en bajar a la arena, y a la contribución del instituto Nacional Pedagógico y la Escuela Normal Superior. A eso, si no ando errado, se le puede llamar herencia ilustrada. Pero, ante todo, señalan los autores, el núcleo duro de la aventura son los niños en el jardín, los chiquillos del curso elemental, los casi adolescentes de grado medio: «El gran motor de nuestra acción es su curiosidad, su sed de ver, de saber y de comprender».

Sabiendo que aquí, en nuestro país, hay maestras y maestros que recordando aquellos admirables intentos pedagógicos republicanos están realizando experiencias similares con enorme voluntad y no siempre con ayuda adecuada, ¿sería pedir la luna o el paraíso educativo que instituciones pedagógicas, ministerios, universidades, tomaran nota y se pusieran a trabajar con sus manos (y mentes) en esta magnífica masa donde no hay nada que perder, hay casi todo por ganar y donde apenas se ven efectos colaterales negativos en el horizonte?

PS. Que la ciencia puede no ser aburrida y llegar a emocionar es cosa aceptada. Si alguien tiene dudas sobre este punto, basta que lea las magnificas informaciones científicas que nos regala frecuentemente Javier Sampedro. Es imposible que después de ello las dudas permanezcan.