Vemos en estos días de desescalada que las medidas de confinamiento por la Covid-19 revientan por sus costuras pese a las advertencias de prudencia de las autoridades sanitarias, que no gozan ya de la credibilidad de los inicios de la crisis. Vemos cómo tras el silencio mustio y los recuentos diarios de muertos, que pasan ya de los 25.000 (como mínimo), la vida vuelve a bullir en las calles, los corrillos vuelven a juntarse, las parejas se besan, los cuerpos se desnudan en las playas y los altavoces bluetooth hacen retumbar la música de las esquinas. Los trenes de la RENFE accionan sus bocinas ruidosas al llegar a los andenes y las motos has quitado de nuevo sus silenciadores para ensordar los vecindarios. Escenas que se repiten por toda Europa y Estados Unidos en un ambiente de efervescencia que recuerda mucho al vivido justo ahora hace un siglo. La historia se repite porque somos animales de costumbres. O animales a secas.
Si retrocedemos en el calendario, vemos que en 1920 ha estallado la paz. Europa y América bailan foxtrot y charleston sobre los 10 millones de muertos de la I Guerra mundial finalizada 13 meses antes. Hay una alegría ruidosa para celebrar con urgencia los nuevos tiempos, tratando que los decibelios del jazz y los salones de baile abarrotados apaguen el eco de la tragedia. Son años en que se reactiva la economía tras el parón bélico y es una época llena de descubrimientos: las maquinas sumadoras –abuelas de nuestras calculadoras, que serán en origen las primeras computadoras-, el cine sonoro, la penicilina… los usos de la electricidad traen innovaciones como el secador de pelo y los automóviles han devuelto a los caballos a los establos. Europa vuela, incluso físicamente: aquellos biplanos usados en la guerra se reconvierten en aviones del correo aéreo que surcan los cielos y el escritor Antoine de Saint-Exupery se sube en un Breguet XIV y lleva sacas de cartas y escribe sus poéticas narraciones, todo a la vez. La vida se vive muy intensamente.
Y en esa efervescencia, la literatura también bulle. Si ya en los años 10 los «ismos» habían establecido su particular lucha entre el romanticismo esteticista del modernismo y el pragmatismo de los futuristas, que veían más hermosa una motocicleta de alta cilindrada que una estatua griega, los años 1920 profundizarán en en esa búsqueda exacerbada de nuevas fronteras. Subidos en la motocicleta del futurismo, los ultraístas aceleran a principio de los 1920. El ultraísmo, surgido de las tertulias bohemias lideradas por Rafael Cansinos-Assens, cala en España y Latinoamérica. Llega a Madrid de las Américas un jovencito de mirada reconcentrada, del que el porpio maestro Cansinos-Assens, tumbado en su autodenominado diván lírico: “Pasó entre nosotros como un nuevo Grimm, lleno de serenidad discreta y sonriente. Fino, ecuánime, con ardor de poeta sofrenado por una venturosa frigidez intelectual, con una cultura clásica de filósofos griegos y trovadores orientales que le aficionaba al pasado, haciéndole amar calepinos e infolios, sin menoscabo de las modernas maravillas”. Jorge Luis Borges regresó a Buenos Aires con el furor ultraísta. El ultraísmo empezó siendo cosa de poetas y se revelaba contra la sonoridad que les parecía de sonajero del modernismo: la eliminación de los adornos del modernismo, frases medianeras, nexos y adjetivos considerados inútiles. Uso literario de las novedades tecnológicas, neologismos y vocablos técnicos. Evitar el sentimentalismo y colocar metáfora disruptiva en el centro de todo.
El ultraísmo empezó siendo un asunto de poetas, pero en Borges, que era poeta, le caló hasta los huesos. Después se alejó de esos ismos que tenían algo de broma intelectual y de juego inocuo. Pero cuando empezó a escribir sus narraciones, que influirían de manera muy profunda en toda la literatura hispanoiamericana del siglo XX, nunca se desprendió del todo de ese deje ultraísta: sus referencias técnicas con esas enciclopedias perfectamente indexadas que nos llevan a lugares imposibles, las metáforas caleidoscópicas como un aleph, ese alejamiento sentimental que convierte la literatura en una religión y su obstinación en no escribir jamás una novela porque le parecía un género con demasiados pasillos y prefirió siempre la intensidad del relato. Los trazos de Borges siguen latiendo en nuestra literatura.
Muchas cosas laten en esos años 20. Hay un Borges checo que escribe en alemán con un planteamiento aún más extremo que lleva la literatura al borde de un precipicio. Kafka muestra en El proceso en El castillo cómo los estados asientan su poder en unas raíces de burocracia que estrangulan al ciudadano. Nos muestra que una mañana puedes levantarte convertido en insecto y tu familia se conmoverá pero solo un rato, justo hasta que empieces a ser una molestia repugnante. Entronca con otro movimiento que se contrapone a las risas que tratan de parchear los agujeros morales de Europa: el surrealismo. La realidad puede deformarse pero no para mostrarse fantasiosa como en Poe o los románticos, sino para mostrarse todavía más verdadera en su esencia amorfa. Aun así, el pesimismo lúcido de Kafka lo convierten en una rareza, un autor que en esos años es poco valorado, conocido sólo en círculos intelectuales.
El surrealismo de André Breton toma distintas derivas en literatura. Si en Centroeuropa Kafka lleva su propio camino con una música que más que la del foxtrot es la de El Grito de Edvard Munch, en el mundo anglosajón tienden sus propios cables. James Joyce es un irlandés despeinado, malhablado, miope y borrachín, con un caos de vida y los bolsillos eternamente vacíos. Lleva ese caos narrativo a la novela porque la novela y la vida son lo mismo y publica en 1922 El Ulises, una obra difícil de seguir porque el murmullo de voces de las múltiples conversaciones que se entrecruzan en nuestro día a día se funden con los propios pensamientos de los personajes que actúan de manera estrambótica, pero no más que cualquiera de nosotros un día cualquiera. Un libro para amar u odiar, sin medias tintas. Borges, al otro lado del océano, afirma que “Es indiscutible que Joyce es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo”. Virginia Woolf todavía es Virginia Stephen y se apunta a las travesuras intelectuales del Círculo de Bloomsbury donde andan conspirando E.M. Forster o Lytton Strachey. Virginia irá cada vez encerrándose más en su mundo y como la literatura es un tapiz que se teje entre todos, ella toma el hilo de El Ulises y su propia aguija y se adentra en una forma de narrar que se ha dado en llamar “flujo de conciencia” y cristaliza de manera sobresaliente en Las olas. Ya no hay un narrador omnipresente que nos da la historia masticada sino que la hemos de chupar nosotros directamente de los sesos de los personajes. Faulkner también utiliza, con su humor negro de norteamericano sureño y sus saltos de punto de vista del narrador en libros como El ruido y la furia.
Algunos escritores norteamericanos se van a bailar el charlestón hasta París. En un libro agridulce nos va a contar Ernest Hemingway que París es una fiesta. La capital de Francia acoge a escritores norteamericanos que se afincan allí para escribir poco, beber mucho, salir de noche y liarla parda. El propio Hemingway encabeza los festejos, bien secundado por Francis Sott Fitzgerald y su esposa Zelda, modelos del esnobismo de la época: guapos, estilosos y sofisticados. Pero también modelos de la extrema fragilidad emocional: la arrebatada Zelda acabará recluida en un sanatorio mental. Fue otra escritora más veterana y más de vuelta de todo, Gertrude Stein, quien bautizó a ese grupo, donde se suma también a John Dos Passos o el propio Faulkner: “Sois una generación perdida”.
En realidad, su juerga continua no puede esconder su desorientación. Han visto que el sueño de la impecable civilización occidental se venía abajo estrepitosamente en una guerra cruel donde los peores instintos y los intereses políticos hacían aflorar una barbarie salvaje. John Dos Passos, simpatizante en esa época del partido comunista, mostrará una compleja mirada a su tiempo con una áspera crítica social en Manhattan Transfer, además de ser técnicamente una novela que rompe parámetros, mezcla voces y puntos de vista de una manera que también anuncia la rotura de costuras de las convenciones de la novela. Scott Fitzgerald escribe El gran Gatsby con la experiencia de las fiestas fastuosas a las que él mismo ha asistido esos años en Estados Unidos. En su momento es considerada una novela menor y él murió pensando que no dejaba ninguna obra que fuese a ser recordada, pero ha terminado imponiéndose como el icono de una época: ese Gatsby rico y seductor al que todos admiran con sus fiestas multitudinarias en su gran mansión de Long Island donde corren ríos de champán y la música no cesa hasta el amanecer, no es más que una máscara que oculta la frustración, una farsa, alguien que ha hecho su dinero de manera ilícita y se ha construido una falsa identidad, rodeado de un mundo social de gente vacía, frívola, sin valores. Es una novela de 1925, pero ya adelanta lo que va a suceder al final de los locos años 20: esa alegría es una farsa y la fiesta se acabará abruptamente en el crack del 29. Todo se viene abajo como una torre de palillos.
La caída en el pozo será profunda. Hay padres de familia ahorcados por las deudas que saltan desde los balcones. Llegarán después los años 30 con su intemperie económica, el auge de los fascismos y la alegre sociedad occidental cayendo en un tobogán de nuevo hacia el infierno de la guerra.
Nosotros estamos en 2020 y no pensamos que se pueda repetir el Holocausto, pero no deberíamos bajar la guardia. La alegría está bien, la necesitamos, no se puede vivir sin alegría. Pero el ruido de la euforia a veces ensorda y no deja escuchar las voces sensatas que nos recuerdan que la Covid-19 no se ha ido, que sigue agazapada. Que cuando se vaya, otros virus vendrán y necesitamos sistemas sanitarios públicos fuertes que no se recorten. Que en estos meses hemos contaminado menos y el planeta ha respirado, que si no aprendemos algo de todo esto el holocausto climático al que estamos contribuyendo entre todos nos estallará en las manos. En los años 1920 el afán de enterrar los problemas en una cascada de risa ruidosa y superficial hizo que el drama aflorara poco después de manera arrasadora.
Fuente: http://librujula.com/actualidad/2733-desescalada-lo-que-deberiamos-aprender-de-1920