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La otra peste

Gavazzo y Etchecolatz, dos asesinos en memoria y presente

Fuentes: Rebelión / CLAE

El 26 de junio en Montevideo, Peñarol empató 1 a 1 como local con Villa Española. El equipo visitante, que suele hacer de local en Flor de Maroñas, ingresó al Estadio con una pancarta en la que se leía –sobre fondo celeste– “ni olvido ni perdón”.

La frase hacía referencia al fallecimiento del represor uruguayo José Nino Gavazzo, uno de los militares que acumulaba más condenas por torturas y homicidios por su participación en el Plan Cóndor, encargado de aniquilar a una generación comprometida con sueños y realidades emancipatorias, gestadas y practicadas en inmenso coraje durante las décadas del ´60 y ´70. 

Gavazzo murió a los 81 años en la noche del 24 de junio y los jugadores del equipo visitante decidieron hacer presente la consigna que acompaña aún hoy a gran parte de los organismos de Derechos Humanos y a los familiares de las víctimas de la represión genocida, tanto en Uruguay como en Argentina.

Además de la pancarta, uno de sus jugadores de Villa Española –el delantero Santiago Bigote López– ingresó con un buzo negro, cuya inscripción en letras blancas rezaba “Te fuiste sin hablar, cobarde”, en referencia al silencio cómplice pactado por Gavazzo junto a centenas de represores responsables de desapariciones y tormentos aplicados a víctimas indefensas.

En una entrevista posterior al empate con Peñarol, el jugador recordó el momento en que decidió comunicar su malestar por la actitud de genocida que se hallaba detenido en su casa, antes de ser internado en el Hospital Militar donde falleció: “quise transmitirle a este hijo de puta lo que tengo ganas de decirle (…) cuando caminé por el túnel y salí a la cancha sentí que era la voz de muchos que ya no estaban (…) Si estuviese Gavazzo vivo le escupiría la cara”.

La imagen de la bandera y la inscripción portada por Bigote tuvo su correlato en Buenos Aires, días después, con la muerte en Ezeiza de uno de los engendros más inhumanos del aparato represor argentino, Miguel Osvaldo Etchecolatz. En este caso, su muerte fue referida por su hija, Mariana Dopazo, quien decidió cambiarse el apellido ante la ignominia que significaba continuar con el patronímico de ese progenitor condenado a nueve prisiones perpetuas por los crímenes cometidos contra 84 personas.

El señalamiento de la bajeza de su silencio también fue subrayado por Mariana: “Detenido en una cárcel común hoy murió, y se lleva con él la verdad de cientos de desaparecidos.”. 

Los Gavazzo y los Etchecolatz no se extinguen. Son herederos de quienes son capaces de destripar vidas para conservar un poder que sienten siempre amenazados. Por eso es tan importante que la perversidad sea señalada, recordada y puesta en el lugar de oscuridad que merece.

Muchxs sabemos de la existencia de sus acólitos contemporáneos: de aquellos que serían capaces de cometer los mismos crímenes en el marco de un odio que no pueden controlar. De un desprecio que teatralizan hoy en atriles políticos y que modelan a golpes de gritos televisivos o radiales. 

Los torturadores de ayer resurgen hoy en quienes desprecian a lxs trabajadores y a lxs indigentes. En quienes condenan a las disidencias sexuales. E todxs aquellos que desdeñan la destrucción ambiental. Pero también en lxs que impulsan las estigmatizaciones hacia quienes se empecinan por construir un mundo más fraterno y vivible.    

Las muertes de esos genocidas no nos liberan de estar atentos. Sus seguidores, admiradores –e incluso sus potenciales partidarios– están entre nosotros. Transitan por nuestras calles detentando los mismos principios que alguna vez enunció Adolf Eichman, frente a sus acusadores, en Jerusalén: “yo solo obedecí como un soldado”.

 La banalidad del genocida siempre está en sus convicciones. En la posibilidad de dañar sin culpas. En la autorización para apoderarse de un cuerpo en sus distintos formatos posibles: como lógica esclavista, como apropiación patriarcal, como formato asalariado, como descarte humano.  

Como sugirió Albert Camus en el último párrafo de La Peste. “Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. 

Bigote y Mariana han cumplido, durante las últimas semanas, con la tarea reclamada por el médico Bernard Rieux, el protagonista de La Peste. Han señalado el lado feroz de un silencio que lleva inscripta la marca de la indiferencia más desalmada.

Pero también han hecho una advertencia –todavía necesaria– sobre la latencia de un calamidad capaz de volver a desparramar los huevos de las serpientes, en los pliegues de una sociedad que sigue instigando a futuros torturadores en las reglas de un sistema donde la compasión, la paz y la justicia son valores despreciados por la deidad del dinero. 

Jorge Elbaum. Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.