(Foto de José Ángel Fernández López) Claritas aguas del Ebrorojillas van a Aragón; el llorar de los prisioneros las tiñen de ese color… Es la jota del algún mañico que, para su pesar, conoció aguas arriba del Ebro este campo de sangre, sudor y lágrimas, por los tiempos mismos en que fue célebre la máxima […]
(Foto de José Ángel Fernández López)
rojillas van a Aragón;
el llorar de los prisioneros
las tiñen de ese color…
Es la jota del algún mañico que, para su pesar, conoció aguas arriba del Ebro este campo de sangre, sudor y lágrimas, por los tiempos mismos en que fue célebre la máxima de Churchil. Pero si hubiera podido cantar libremente, ¿verdad que no eran las lágrimas, sus lágrimas, sino la sangre, la de los suyos, lo que teñían rojillas las aguas de su Ebro querido?
José Ángel Fernández acaba de publicar la segunda edición (propia) de una obra colosal sobre el campo de concentración de Miranda de Ebro. Una labor ingente que le ha ocupado muchos años. No es un historiador profesional, pero aquí están los resultados. En esta reseña pretendemos dar buena cuenta de sus laboriosas investigaciones. Justo en un año que conmemora el sexagésimo cumplimiento del fin de la segunda guerra mundial, la liberación de otros campos de aún más triste recuerdo, pero con todo menos longevos. Han tenido que pasar 60 años para que los nietos de españoles y alemanes se estén atreviendo a levantar el «archivo definitivo» de sus mayores.
El rápido avance tras la ofensiva del Norte ocasionó la detención de 14.000 prisioneros. Como quiera que las cárceles eran insuficientes se habilitaron conventos, colegios, teatros, almacenes y hasta la propia universidad de Deusto. Claro, que hasta entonces no hubo tal problema porque no se hacían prisioneros. Un año antes, en agosto del 36 el general Yagüe justificó el fusilamiento de miles de «rojos» en la plaza de toros de Badajoz. (Para su suerte, nunca tuvo que dar cuentas de aquella matanza, como tampoco el resto de sus colegas). Ante las protestas internacionales, incluido el Vaticano, se crearon por orden -sin regulación legal y contra toda legítima legalidad- los campos de concentración para prisioneros de guerra. Hacinados en vagones de ganado por ferrocarril, Miranda de Ebro se presentaba como el mejor destino en la retaguardia septentrional.
Se les clasificaba provisionalmente en Afectos, Desafectos o Dudosos, mientras se investigaban sus supuestos crímenes político-sociales. Había como dice Delgado Iribarren que «desinfectarlos» en el orden político y religioso, con un régimen de vigilancia y reeducación, que incluía Batallones de Trabajadores, esto es, el trabajo forzado o mano de obra barata, según se mire, en la reconstrucción de túneles, vías férreas, puentes, carreteras, fortificaciones, etc.
La organización y burocratización siguió el ejemplo (!) alemán, siendo supervisados por Winzer, miembro de las SS y de la GESTAPO, que sería nombrado su responsable en España. 42.000 m2 junto a la línea férrea Castejón-Bilbao y el río Bayas para 4.000 presos.
En su prolongada vida el campo tuvo tres etapas, en función del origen de los prisioneros que albergó. En una primera -la peor- eran republicanos y de las Brigadas Internacionales; en una segunda, se sumaron extranjeros procedentes de los países aliados, que habían entrado ilegalmente en suelo español durante la segunda guerra mundial; y en una tercera y última, sus huéspedes fueron oficiales y soldados alemanes, que en unión de colaboracionistas, buscaban refugio en nuestro país tras el hundimiento del III Reich. A partir de 1943, fue el único que subsistió en todo el Estado español. Desde el 41 pasó a llamarse «Depósito de Concentración», dado que con su «internacionalización», había que mitigar la mala prensa de la España franquista tras los años de guerra civil.
Son muchos los testimonios de sufrimientos: «Durante mi estancia en el campo de concentración de Miranda, los presos vivíamos permanentemente atemorizados» (Félix Padín, miliciano de la CNT). Un capítulo especial de vejaciones sufrieron los sacerdotes vascos. Además de insultos y palizas, castigados a tirar de rodillo durante todo el día, sin comer, fueron particularmente crueles las recibidas por el ecónomo de Laucariz: «lo desnudaron ante mujeres. Le hicieron bailar en un tablado, coreado con gritos de ‘baila, cura rojo’. Le afeitaron las partes genitales». Falleció con graves secuelas psíquicas, a los 44 años, ingresado en un manicomio.
Sobre la dureza del campo en una entrevista que hice al autor para el periódico Diagonal José Ángel citaba este pasaje especialmente revelador del libro: «Los fallecimientos en los primeros meses llegaron a ser cuantiosos. El intenso frío que tuvimos que padecer aquel crudo invierno de 1937/38; además del tifus, la tuberculosis, disentería…etcétera, dieron como resultado que las muertes fueran innumerables. Diariamente, los cadáveres eran envueltos en una manta y sacados por cuatro prisioneros al exterior, depositándolos en la parte izquierda del campo, desconociendo cuales serían sus destinos…»
La huelga de hambre ocurrida en 1943 marcó un antes y un después en la historia del campo. Recojo sintéticamente las palabras del autor:
– En el 43 el campo estaba saturado. Ante las quejas, los oficiales españoles contestaban con la palabra mañana. Como pasaba el tiempo buscaron la forma de hacerse oír fuera. Los polacos, cuya legación en Madrid había sido cerrada, fueron sus principales organizadores. Consiguieron que los menores de 18 y mayores de 40 fueran puestos en libertad, mejorar su «habitabilidad» pues sus 4000 prisioneros excedían con mucho su capacidad.
Del último periodo (1944-47), el de los nazis y colaboracionistas, es evidente la complicidad del franquismo. «En cuanto a las rutas de evasión por los monasterios está comprobado – nos dice José Ángel- que organizaciones religiosas acogieron a los nazis, como es el caso de Kutschmann, en cuyo pasaporte figuraba un carmelita de apellido Olmo. Alguno se quedó aquí protegido por Franco como Degrelle en Fuengirola.»
Antes del anexo documental y de fuentes concluye la obra con una recapitulación de los diez años de la existencia del campo, con el recuento de sus jefes y capellanes, alguno de ellos de muy siniestra memoria, de las fugas, fallidas y trágicas las más y pintoresca alguna -como la del disfrazado de guardiacivil-, relación de fallecidos, fichas médicas de enfermedades, etc.
A lo largo de sus más de 500 páginas DIN A4 (tamaño folio) y de sus cientos de fotos, reconstruye muy vivamente lo que debió ser «su cotidianidad», recogiendo aspectos como el estraperlo de la época, también presente, las nacionalidades de los reclusos -¡hasta 57!-, las personalidades relevantes -numerosas por los cargos que después ocuparon en gobiernos como el francés o eminentes científicos-, o personajes curiosos y extravagantes, que también los hubo como el famoso Joe Carson o Boby Barrow. No es de extrañar, por tanto, que el último Premio Ramón LLull, LLuis-Antón Baulenas se haya surtido de todo esto para recrear el campo de concentración de Miranda de Ebro en su novela «Per un sac d’ossos» (Por un saco de huesos).
Cedo nuevamente la palabra a José Ángel Fernández para terminar con las suyas: «Para mí, no se entiende el papel de España durante la Segunda Guerra Mundial si no se conoce la historia de este campo de concentración, puesto que según iba evolucionando el conflicto bélico en Europa aquí sucedía lo mismo; particularmente, en el tratamiento a los prisioneros. Éste fue muy diferente en el año 43 que en el 40, y mucho más benevolente aún, tras el desembarco de Normandía que hacía inminente la caída del III Reich.»