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Homenaje a los buenos modales del pueblo iraquí

Fuentes: Iraq-Solidaridad

(Presentación del documental Bagdad-Rap en Madrid y Barcelona, 18 y 21 de mayo). Del guión de Bagdad Rap se ha dicho, en tono sólo descriptivo o abiertamente despectivo (como, por ejemplo, la señorial revista estadounidense Variety), que es mitad panfletario y mitad poético. No lo niego y no lo lamento. No es que nos saliera […]

(Presentación del documental Bagdad-Rap en Madrid y Barcelona, 18 y 21 de mayo).

Del guión de Bagdad Rap se ha dicho, en tono sólo descriptivo o abiertamente despectivo (como, por ejemplo, la señorial revista estadounidense Variety), que es mitad panfletario y mitad poético. No lo niego y no lo lamento. No es que nos saliera mal, no es que quisiéramos ser equilibrados y la rabia nos venciera; no es que pretendiéramos ser delicados y la cursilería nos impusiera sus sarpullidos. Guste o no, Bagdad Rap responde exactamente al propósito que lo concibió. Cuando en mayo del 2003, bajo la sombra de la caída provisional de Bagdad, Arturo Cisneros, Mikel Muñoz y yo nos reunimos en Túnez para abordar el bullicio de imágenes que el primero había rodado durante nuestra breve estancia en la capital iraquí, decidimos sin discusión que no se trataba de hacer una película sino un puñal, que se trataba menos de construir un documental que de destruir una forma de mirar. En apenas dos días, mientras Arturo y Mikel descansaban, yo redacté muy deprisa y de muy mal humor los textos en off del film; después, durante dos años, mientras yo descansaba, ellos trabajaron infatigablemente, generosamente, sacando los medios de su propio bolsillo y de su propio talento, para afilar y dar forma a este modesto cuchillo. Entonces no sabíamos que Bagdad Rap iba a ganar un par de premios internacionales y ahora a exhibirse en salas comerciales y casi me alegro de nuestra falta de ambiciones; pero esto prueba, en todo caso, que vivimos en una sociedad ya herida y que por algunas de sus pequeñas llagas se puede colar, como un virus o un bacilo, la realidad.

Panfleto y poesía chirrían en un mundo que reproduce dulcemente, silenciosamente, su elegancia mortal. El panfleto y la poesía son, en efecto, chirridos, como el de esa tiza monótona sobre una pizarra de escuela que resbala de pronto y despierta a los alumnos amodorrados. «Dentera», se dice, porque agarra los dientes y amenaza con hacerlos caer; es decir, porque amenaza con poner fin a la infancia y a sus juegos. Habrá que hacer sin duda mejores panfletos que éste y mejor poesía, pero el panfleto y la poesía dan dentera. Bagdad Rap quiere dar dentera. La realidad da dentera.

Hace pocas semanas leía un titular de El País: «Hilary Clinton modera su discurso de cara a las elecciones del 2008». ¿Qué es lo que va a hacer, según el propio contenido de la noticia, la mujer del ex-presidente Clinton y futura candidata a la Casa Blanca? Va a arrimar su programa al de los republicanos, proponiendo una política fiscal favorable a los ricos, endureciendo las leyes contra los inmigrantes, reduciendo el gasto público para dejar aún más gente sin asistencia médica y sin vivienda, aceptando el principio de «guerra preventiva» que, al margen de la legalidad internacional, invade países, bombardea bodas y arranca los brazos a los niños. En este mundo nihilista es eso lo que todos entendemos por «moderar», es eso lo que todos consideramos un discurso «moderado». O pienso, por ejemplo, en esa declaración, reproducida en nuestro documental, en la que el conservador Aznar sostiene con formidable empaque justiciero: «Había vida antes de la crisis de Iraq y habrá vida después de la crisis de Iraq». Que entre las ruinas queden algunos marcianos, perdón algunos iraquíes, después de que los misiles jaleados por el PP hayan matado a unos 100.00 civiles, es lo que nuestro mundo nihilista entiende por «conservar», es esa la idea que tenemos de un programa «conservador». O escojo al azar, entre la rutinaria palabrería de los medios de comunicación que en los últimos años se ha ido acumulando, como los restos de un naufragio, al borde de mi mesa, este ingenioso, elegante, razonable, pragmático, imparcial y hasta severo análisis de un editorialista de The Economist: «EEUU ha tenido éxito en su guerra light. Pero incluso un imperio no deseado es un imperio, difícil de gobernar de forma barata. Iraquistán requiere la aplicación urgente de más dinero, atención e inventiva de los que EEUU ha invertido hasta el momento. La clave es hacer ahora un esfuerzo suficiente para asegurarse de que estos lugares siguen siendo estables cuando el imperio se marche a casa. Si a los Estados fallidos se les permite volver a fracasar, tendrán que ser rescatados de nuevo para que no vuelvan a convertirse en una amenaza para la seguridad de Occidente». El desprecio de fundir en un ocurrente neologismo (Iraquistán) dos países separados por miles de kilómetros con todos sus habitantes dentro, la recuperación del más puro estilo colonial decimonónico, la simpática metáfora dietética mediante la que se califica de light una matanza que sólo ha producido víctimas entre los marcianos, perdón los iraquíes; eso es a lo que nuestro mundo nihilista llama periodismo serio, respetable y objetivo; eso es lo que todos estamos acostumbrados a considerar elegante, razonable y hasta crítico con el poder. Los niños saben que el tío que les amenaza con comérselos crudos está bromeando, pero se toman tan en serio el lenguaje que no quieren ni siquiera oír hablar de ello; nosotros sabemos que la paz, la democracia, la libertad son una broma, pero nos basta con que The New York Times o El País nos hablen de ellas mientras desayunamos.

Todos los días, periódicos, tertulias, telediarios, partidos y fundaciones democráticas nos enseñan que en este mundo nihilista aún es posible hacer discursos moderados, elegantes, ingeniosos, razonables, objetivos, imparciales, serenos y matizados. ¿O nos enseñan más bien que la elegancia, la moderación, el ingenio, la sensatez, la objetividad, la imparcialidad, la serenidad y la matización son nuestra forma de nihilismo? Allí donde la moderación derriba casas, donde la elegancia mata, donde el ingenio desprecia, donde la sensatez arranca brazos, donde la objetividad envenena el agua, donde la imparcialidad tortura, donde la serenidad cierra los ojos y donde la matización aplaude al verdugo, es necesario ser panfletarios. El panfleto es el nivel exacto de los acontecimientos; la realidad es panfletaria. Al mismo tiempo, allí donde la sobriedad de un decreto deja sin medicinas a un continente, donde la prosa más escueta riega uranio empobrecido, donde el cálculo geométrico hace sangrar a miles de familias y donde la propaganda destruye sin interrupción ciudades y metáforas, es necesario ser poéticos. La poesía es la temperatura de los cuerpos, el pulso escamoteado de los hombres. La realidad es brutalmente poética.

Panfleto y poesía se dan cita en Bagdad-Rap, pero su máxima expresión se alcanza, no en los textos un poco demasiado cuidados que yo he escrito, sino en la música y las letras, jadeantes como un polvo, crispadas como un sprint, broncas como una pelea, de Sr. Rojo, Frank-T, Arianna Puello, Zenit, Selekta Kolektiboa y Mikel Salas. Cuando Arturo Cisneros sugirió la idea de imprimir al documental un ritmo de rap y encargar algunas composiciones para la ocasión, inicialmente mostré mis reservas, lo que sólo demuestra la incultura supina y las limitaciones musicales de alguien que, hasta hace dos días, seguía creyendo que después de Shostakovich y Kurt Weill sólo habían existido Um Kulzum y Silvio Rodríguez. Arturo es un sabio y aún más sus amigos del hip-hop. Gracias a ellos y a ese extraordinario montaje que les bombea sangre, Bagdad-Rap se convierte en una irresistible arenga audiovisual que recluta conciencias en ese sector que, porque no lee periódicos, los intelectuales de uno y otro lado tienden a olvidar: la mayoría indígena de nuestras ciudades, los jóvenes que llevan ya dentro el virus de la realidad, contraído en las oficinas de empleo y en las inalcanzables viviendas de alquiler, pero que no saben aún que ese virus, de síntomas más benignos en Europa, es el mismo que está devastando Iraq. Si Bertolt Brecht siguiera vivo, sin duda estaría escribiendo letras de rap y sin duda pediría, como venimos pidiendo algunos desde hace tiempo, dos formas de compromiso ya inaplazables: a los buenos novelistas, de los que hay algunos en esta sala, que escriban buenos panfletos; a los buenos poetas, como lo son los letristas de la banda sonora de Bagdad Rap, que hagan buena política. El panfleto y la poesía son el telescopio de la liberación.

Pero ninguno de los que hemos contribuido, a mayor o menor escala, en la hechura de esta película lo hemos hecho para que se hablara de la película sino para que se hablara de aquello de lo que habla la película. ¿Y de qué habla? Es tan sencillo que para verlo hace falta rodear la complejidad; permitidme, pues, que dé rápidamente ese rodeo. Tras dos siglos de Ilustración, la llamada cultura occidental, excipiente ideológico del capitalismo, engendró de su propio seno el nazismo y la bomba atómica, Auschwitz e Hiroshima, los dos actos inaugurales de una nueva era dominada en Occidente por esa tríada platónica siempre codiciada y siempre malograda: lo bueno, lo bello y lo verdadero. Pero a condición de que Auschwitz no se repitiera, absolvimos Hiroshima e incluso la naturalizamos, la banalizamos, la cotidianizamos en el resto del mundo, y el bombardeo de civiles, desde el aire o desde el FMI, se convirtió en la espalda natural de nuestro platonismo normalizado. Los iraquíes se merecen la poca normalidad que aún alcancen entre las ruinas, donde se alimenta y se revela el capitalismo; nuestra normalidad merece un castigo. Como escribía hace poco en un artículo, allí donde lo bueno, lo bello y lo verdadero se han revelado tan destructivos para el resto del mundo, hay que conformarse con lo regular, lo bonito y lo aproximado. Lo bueno, lo bello y lo verdadero son insostenibles para el hombre, no son quizás -hay que aceptarlo- generalizables a la humanidad; y porque sólo lo regular, lo bonito y lo aproximado se pueden universalizar, lo regular es más bueno, lo bonito es más bello y lo aproximado es más verdadero. Ese es el hombre amenazado en Iraq y ese el hombre por el que hay que luchar en Iraq (pero también en Madrid o en Buenos Aires). Para defender lo bueno, lo bello y lo verdadero los occidentales tenemos que cerrar los ojos, tenemos que reprimir la realidad, tenemos que delimitar y acorazar pequeños nichos donde sólo ocurre nada y los cuales confundimos con la universalidad, a la que los otros se resistirían por cabezonería o por una tara genética; para defender lo bueno, lo bello y lo verdadero tenemos que resignarnos a ser más ricos, a tener más agua, más carne, más coches, más televisiones, más cerveza; para defender lo bueno, lo bello y lo verdadero estamos obligados, con un mohín de asco -o de piedad- y desde la ventana, a matar indios, bombardear mercados, hambrear niños, arrancar selvas y exterminar especies. Lo bueno, lo bello y lo verdadero se sostienen sobre una injusticia tan abyecta que su solo nombre tiene ya sabor a barro; a lo bueno, lo bello y lo verdadero les crece tan horrendo tumor en las espaldas que desearlos se ha vuelto obsceno, indecente, pornográfico. Frente a ellos, lo regular, lo bonito, lo aproximado, son el destino y la dignidad del hombre.

Pues bien, Bagdad Rap habla de cómo los EEUU y la mayor parte del así llamado Occidente han buscado y siguen buscando lo bueno, lo bello y lo verdadero en Iraq y de cómo los iraquíes se aferraban y se aferran a lo regular, lo bonito y lo aproximado. Ya sé, sí, lo que me responderían la señorial Variety o los majestuosos The New York Times o El País: que ensalzar las bellezas del Bagdad anterior a la invasión, que glorificar la dignidad del pueblo iraquí es demagógico. Sí, lo es, un poco, porque tanto para ocultar como para revelar la realidad necesitamos a veces un pinchazo y a veces un fogonazo. Frente a una generalización abiertamente cegadora, Bagdad Rap se permite una sinécdoque reveladora. Hablar de la dignidad del pueblo iraquí incurre sin duda en esa figura retórica, la sinécdoque, que consiste en tomar la parte por el todo y en juzgar un conjunto a partir de algunos de sus elementos. Pero estamos acostumbrados, sí, en nuestro mundo nihilista de discursos elegantes y sensatos a aceptar eso todo el rato y a gran escala, a condición de que no contenga ni un átomo de verdad. Cuanto más abusivas e interesadas son las sinécdoques de nuestros periódicos menos demagógicas, más equilibradas, más autorizadas nos parecen. The New York Times y El País, que antes de la invasión estadounidense ponían mucho cuidado en atribuir todas las medidas del gobierno iraquí a Sadam Hussein o al «régimen», ahora que están allí Napoleón y la constitución de Bayona, y mientras la resistencia civil y militar aumenta como levadura, titulan sus noticias con impersonal rigor inobjetable: «Iraq decreta el toque de queda» o «Iraq acude a las urnas». Si llamamos objetividad al derrocamiento o destronamiento radical del objeto, El País y The New York Times son objetivos; si llamamos demagogia a tomar partido por la brisa, por Nura y por las naranjas, y por los que las defienden, entonces Bagdad Rap es demagógica. Hay sinécdoques colaboracionistas («Iraq decreta el toque de queda») y hay sinécdoques libérrimas y combatientes («la dignidad del pueblo iraquí»).

Bagdad Rap habla de la dignidad del pueblo iraquí, de esa relación casi biológica entre la normalidad y eso que yo he llamado tantas veces, también en la película, los «buenos modales». El asunto en este caso es tan complejo que sólo puede captarse en una imagen muy sencilla. Charlot, la genial criatura de Chaplin, nos ofrece constantemente una: el vagabundo sin techo y sin dinero, perseguido por la policía, empujado de un lado a otro y rechazado por todos, se sienta en una piedra y extrae ceremoniosamente media manzana de su bolsillo. Está hambriento, pero no se la come a mordiscos y de una sola vez, como hacen los que ya no tienen nada que perder. Charlot se prepara la mesa. Saca una servilleta, dos cubiertos y parte premiosamente su minúscula ración, haciendo una pausa ostensible entre bocado y bocado, y limpiándose la boca con grandes gestos de dandy. Se toma su tiempo; no es un desecho humano; conserva los buenos modales. Con ello está diciendo a los señorones capitalistas y a los policías de la porra: resisto, no me abandono, no te temo, no te pido nada, soy dueño de lo que tengo. En medio de la miseria y de los atropellos, Charlot no es un vencido porque sigue cuidando su sombrero. Eso es lo que yo vi en Iraq las dos veces que fui, bajo el criminal bloqueo económico y las vísperas mismas de la invasión; eso es lo que hemos visto todos los que hemos estado allí, como bien testimonian las declaraciones de los brigadistas y como también podrían testimoniar algunos de los presentes en esta sala. El pueblo iraquí no podía evitar la desnutrición, pero podía no llorar y no lloraba; el pueblo iraquí no podía evitar los bombardeos, pero podía no quejarse y no se quejaba; el pueblo iraquí no tenía casi nada, pero podía no pedir y no pedía; el pueblo iraquí tenía poco, pero podía darlo y lo daba; el pueblo iraquí no podía dejar de ser la víctima, pero podía negarse a ser tratado como víctima y así lo hacía; el pueblo iraquí no podía evitar que España apoyase la invasión, pero podía ser exquisitamente cortés con los españoles que allí acudían; al pueblo iraquí se le podía imponer desde fuera el sufrimiento, pero sólo él decidía sus placeres cotidianos. La conservación de los «buenos modales» en medio de la debacle sólo es posible allí donde hay una sociedad bien articulada, donde hay formas de solidaridad bien trabadas, donde hay una conciencia colectiva bien cimentada; y es eso lo que EEUU ha intentado destruir desde el principio y sigue intentando destruir por todos los medios -desmantelamiento del Estado, inducción a la confrontación civil, torturas y terror generalizado- para imponer en su lugar lo bueno, lo bello y lo verdadero.

Hace pocos días volvía de Iraq una delegación de la CEOSI (1) de la que formaba parte mi admirado amigo Carlos Varea, que ha hecho por Bagdad Rap mucho más que yo mismo. Confesaré que durante todo el tiempo que duró su estancia estuve muy inquieto por la integridad física de Carlos y sus compañeros; pero confesaré que, dos años después de la invasión, en medio de la degradación cotidiana de las condiciones de vida y de la violencia ininterrumpida, otra cosa también me preocupaba. Puede parecer un poco obsceno y muy occidental esto de preocuparse de si los iraquíes, que pierden todos los días la vida, han perdido también los «buenos modales». Pero confieso que esperaba un poco angustiado el regreso de Carlos para preguntarle: «Dime, los iraquíes, ¿han perdido los buenos modales?». Creo que él mismo, que se mantuvo en Bagdad hasta la entrada de las fuerzas ocupantes junto con otros valientes compañeros, volvía ahora a Iraq un poco con esa duda y su alivio es el mío y debe ser el de todos. También nuestra admiración y nuestro agradecimiento. Os invito a leer los informes elaborados por la delegación a partir de su experiencia en Iraq, especialmente los relacionados con su visita a Faluya, zona cero del terror estadounidense, continuidad natural de Hiroshima, donde ningún extranjero había entrado en los últimos cinco meses (2): la dignísima gratitud, la generosa hospitalidad entre las ruinas, la preocupación por la seguridad de los visitantes, el relato indignado y grave de los padecimientos de la ciudad e incluso -incluso- la invocación de un Tribunal, y no de un apocalipsis de venganza, para castigar a sus verdugos. Los buenos modales lo son todo cuando no se tiene nada: son la condición misma -las vértebras o la cadera- de la supervivencia material y de la resistencia política; y la garantía de que hay ya un orden futuro por debajo del caos inducido por la ocupación. Los buenos modales de los iraquíes son su arma secreta, contra la que los misiles y las torturas no han podido nada (o muy poco). Del otro lado, la falta de buenos modales será, a poco más que dure la guerra, la ruina de los agresores: Occidente no está preparada ni moral ni política ni social ni psicológicamente para soportar, no ya un bombardeo, sino ni siquiera un apagón o una gota fría; no puede vencer jamás una civilización que mataría por un coche nuevo e incendiaría la ciudad por un revés futbolístico.

Resulta paradójico sin duda el desprestigio del concepto de «sacrificio» en una sociedad que induce a sus ciudadanos a un permanente sacrificio contra los otros: que nos pide ininterrumpidamente que renunciemos al amor, a la amistad, al tiempo, a lo regular, a lo bonito, a lo aproximado, a los principios morales más comunes, a los valores vitales más hermosos, para obtener más poder o mas riqueza o para estar -simplemente- más cómodos. Este sacrificio es aplaudido, espoleado, requerido, admirado desde todos los púlpitos y aclamado desde todos los estadios. Hay otra posibilidad, sin embargo: la de renunciar a la comodidad para tratar de conquistar más amor, más amistad, más tiempo, una visión más exacta, una comunidad más decente, un mundo menos siniestro, una verdadera normalidad de «bastante» para todos y «suficiente» compartido. Eso es peligroso, lo sabemos, y los que se inclinan por esta opción suelen acabar en prisión o bajo una losa o, en el mejor de los casos, con la luz apagada y la voz ronca, pero la elección, me parece, es posible y es sólo, me parece, una cuestión de «buenos modales».

En los años cuarenta el turco Nazim Hikmet, uno de los más grandes poetas del siglo XX, cuya exquisita cortesía le llevó a pasar la mitad de su existencia en una cárcel, escribía en un poema:

«has de saber morir por los hombres

y además por hombres que quizás nunca viste

y además sin que nadie te obligue a hacerlo

y además sabiendo que la cosa más real y bella es vivir».

En estos momentos hay mucha gente en muchas partes del mundo, también en Iraq, dando su vida por los hombres y debemos respetarlos. A nosotros de momento no se nos pide tanto. Pero se nos pide al menos que aprendamos a inyectarnos y a colectivizar el dolor de todos esos hombres, mujeres y niños que no hemos visto y que nunca veremos, salvo en la deliciosa nada de la televisión; de todos esos también a los que nunca conoceremos, porque son nuestros descendientes -el más allá de los laicos-, y que esperan su turno para nacer en un mundo que, por primera vez en la historia, ya no está asegurado; se nos pide que hagamos algo, no por los iraquíes, de los que tenemos sobre todo que aprender, sino por nosotros mismos; se nos pide, en fin, que recuperemos los «buenos modales», la condición misma de toda política moderada, conservadora, realista, es decir, revolucionaria. Es decir, de toda política.

Hace dos años, a mi regreso de un Iraq sometido ya al terror de las bombas, escribí que Bagdad tiene, no seis, sino seis mil millones de habitantes. Nosotros estamos allí; allí esta aquí; aquí no puede ser el olvido de este parentesco. Bagdad Rap es una modesta tentativa, entre el panfleto y la poesía, de borrar esas falsas fronteras detrás de las cuales nos sentimos -no seguimos sintiendo- irracionalmente protegidos.

NOTAS:

(1) www.nodo50.org/iraq/2004-2005/docs/ceosi-en-iraq_18-04-05-html

(2) www.nodo50.org./iraq/2004-2005/docs/ceosi-iraq_faluya_5-05-05.html y www.nodo50.org/iraq/2004-2005/docs/ceosi-iraq_faluya_10-05-05.html.