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Comentario de Rojo aparte: arte chino contemporaneo de la colección Sigg en la Fundació Joan Miró hasta el 25 de mayo (Barcelona)

Hong, guang, liang

Fuentes: Rebelión

Insistir en la relevancia mundial que ha adquirido China en una reseña de estas características resultaría superfluo. En poco más de dos décadas el coloso asiático ha registrado un meteórico crecimiento económico a causa de la adopción -engáñese quien quiera con expresiones mendaces como «sociedad armoniosa» o «socialismo con características chinas»- de un capitalismo brutal, […]

Insistir en la relevancia mundial que ha adquirido China en una reseña de estas características resultaría superfluo. En poco más de dos décadas el coloso asiático ha registrado un meteórico crecimiento económico a causa de la adopción -engáñese quien quiera con expresiones mendaces como «sociedad armoniosa» o «socialismo con características chinas»- de un capitalismo brutal, casi de rasgos decimonónicos, caracterizado por la explotación abierta en sus fábricas de los trabajadores llegados del éxodo rural y un notable deterioro medioambiental. Todo ello, no lo olvidemos, en el marco de un régimen político de estructuras y discurso escleróticos y aquejado de una corrupción funcionarial endémica. Documentales como China Blue (Micha Peled, 2005) , o películas como Naturaleza muerta (Jia Zhan Ke, 2006) , dan buena cuenta de ello. Convertida en «fábrica del mundo», China, ironías del destino, ha terminado por hacer suyo uno los atributos con los que el Manifiesto Comunista definía a la burguesía europea del siglo XIX, a saber, que «los bajos precios de sus productos son la artillería pesada con las que derriba todas las murallas chinas». La marca de fábrica «Made in China», que ha dejado de ser sinónimo de manufacturas baratas y de mala calidad, se ha hecho tan común en nuestras vidas que con el tiempo se ha generado en occidente un renovado interés por la cultura china. Asimismo, la liberalización económica -producto a la vez de la rapacidad de las élites burocráticas y de la incapacidad de mantener una economía socialista (si es que alguna vez la hubo) en un contexto mundial manifiestamente adverso- supuso necesariamente la llegada, junto con su capital inversor, de la industria cultural occidental y de sus usos y costumbres a la otrora hermética China. Y con ella, «la aparición de artistas que ya no se ven obligados a trabajar como burócratas [que] ha dado paso al desarrollo gradual de un mercado cada vez menos regularizado que ya no está subordinado al control gubernamental», como escribe Stefan R. Landsberger en su introducción a Chinese Propaganda Posters (Taschen, 2003). «El nacimiento -continua- de empresas, galerías y otras iniciativas privadas que actúan de marchantes para estos jóvenes artistas ha facilitado enormemente la comercialización de su obra.» Es en este contexto en el que debe interpretarse una exposición como Vermell apart: art xinès contemporani de la col·lecció Sigg [Rojo aparte: arte chino contemporaneo de la colección Sigg] que puede verse en Barcelona en la Fundació Joan Miró hasta el próximo 25 de mayo.

La avalancha de noticias, libros, artículos de opinión y análisis de todo tipo que continuamente se hacen sobre el país asiático hace que, paradójicamente, cuanto más se habla de China menos sabemos sobre ella, y aunque la asociación del arte chino con el kitsch sentimental y efectista del realismo socialista ha sido abandonada definitivamente, nuestro desconocimiento de su cultura sigue siendo considerable. Con China viene a pasar más o menos lo mismo que con el «grano de arena» (2003) de Lu Hao que se exhibe en esta muestra: a simple vista, un grano de arroz, pero si le prestamos atención, sobre él hay escrito, en primera persona, un texto que nos habla de las duras condiciones de vida de un campesino. «Posmoderno» va a ser sin duda el comodín que más se va a emplear a la hora de despachar esta exposición en los suplementos culturales. Algo de eso hay, sin duda: el Mao-Marilyn (1996) de inspiración warholiana de You Youhan, Chanel No.5 de Wang Guangyi (en la que la estética publicitaria se cruza con la maoísta) o Exposición retrospectiva de Duchamp en China (2000-2001) de Shi Xinning son gags visuales propios de esa ironía posmoderna que se agota en sí misma y que caracterizó con inmejorable acierto Fredric Jameson en La posmodernidad: lógica cultural del capitalismo tardío. Pero sería injusto poner bajo esa misma etiqueta -positiva para unos, difamatoria para otros- al resto de artistas de la exposición. Porque en sus obras se produce un interesantísimo diálogo entre tradición y modernidad, muy propio de un país cuya vertiginosa industrialización ha situado a su población en una encrucijada sociocultural. Ocurre así con los collages de los Lou Brothers y el lacado chino; con Tian Wei (Mente, 2006) y la caligrafía; con Wu Gaozhong (El bello jardín del Edén, 2003), Feng Mengbo (2007WCSSXLO1, Código incorrecto Shanshui, 2007) y Liu Feng (Parece un paisaje, 2004) y el paisaje; en Un recuerdo del que no me puedo desprender (2005), con Hu Xiaoyuan y los brodados tradicionales que, realizados aquí con el propio cabello de la artista como hilo, alternan los motivos florales con los eróticos; o, por no continuar más, en El sueño de China (1997) con el vestido tradicional chino fabricado por Wang Jin con hilo de nilon y cloruro de polivinilo. Mucho más directos son Ai Weiei, quien en Blanqueo (1995-2000) pintó de blanco 132 vasijas neolíticas como denuncia simbólica, suponemos, de la destrucción del patrimonio cultural perpetrada por el estado chino; o Yu Min Ju, representante del llamado «realismo cínico» que en 2000 a.C. (2000) emuló los célebres guerreros de terracota en eterna formación, sustituyéndolos por la figura de un hombre, siempre el mismo, que, en camiseta blanca y vaqueros, y con un rictus autocomplaciente e idiota que se asemeja a la sonrisa d e una hiena, supone una buena ilustración de la homogeneización cultural resultante del proceso de conversión del país a una economía de mercado. No por casualidad cinco años antes realizó el mismo artista una pintura titulada La libertad guiando al pueblo (1995), en la que expresó el sentir y la confusión del ciudadano chino al mostrar, con la misma composición del cuadro original de Delacroix, a los revolucionarios y a las fuerzas del orden exactamente con el mismo personaje porque, ¿no fue acaso el Partido Comunista Chino el primero en admitir a destacados capitalistas como militantes?

Vuestra bandera (2000) de Xiang Liqing llama la atención al museum-goer por su paralelismo con una reciente obra europea. En Farbtest, Die Rote Fahne II, de Felix Gmelin, una bandera roja pasaba como testigo entre varias personas hasta que una de ellas desaparecía en un edificio público (¿la imposibilidad de llevar hoy a cabo una revolución en Occidente?). En la obra de Liqing, por su parte, un personaje solitario en un paraje desolado sostiene una bandera roja. Si se sigue el orden de lectura oriental (de derecha a izquierda) el tamaño de la bandera va significativamente reduciéndose hasta quedarse en poco menos que un trapo colorado que cuelga de un mástil exageradamente alto. Sobran las explicaciones. Pero si hay una obra que merece destacarse por su sencillez y capacidad metafórica (y que corre seriamente el riesgo de pasar desapercibida por lo llamativo de las otras obras junto a las que se exhibe) ésa es la de Weng Fen. Sobre el muro (2002) muestra a sendas colegialas que, subidas a un simbólico muro y de espaldas al espectador, contemplan el skyline de ciudades emergentes como Cantón o Shenzhen. A un lado del muro, las miserias y el aislamiento de los países del antiguo campo socialista. Al otro, el paisaje de un capitalismo desenfrenado que tiene en sus grúas y rascacielos de vidrio (material que refleja la miseria del exterior e impide su visión desde el interior) sus símbolos verticales de un poder no menos vertical. En medio, casi como el Angelus Novus de Walter Benjamin, una nueva generación que se encuentra entre las ruinas de un mundo que se derrumba y el de otro marcado por un discurso del progreso, el capitalista, que en su avance deja tras de sí un rastro de sangre y destrucción.

Según leo, los retratos de Mao pintados en China han de adherirse, incluso hoy, a una directriz estilística que no admite matices: hong, guang, liang [«rojo, brillante y deslumbrante»]. Pero cuando el retrato de Mao en Tiananmen se resquebraja y pierde sus colores originales, hong, guang, liang sólo lo es el joven arte chino.