Leer con niños es un título sencillo para un ensayo cargado de preguntas, reflexiones, deslumbramientos, reivindicaciones y resistencias que se hace necesario ahora mismo, cuando las sociedades en las que vivimos nos han conducido a perder la brújula en tantas cuestiones. Su autor, Santiago Alba Rico, arranca de su propia experiencia, la de un […]
Leer con niños es un título sencillo para un ensayo cargado de preguntas, reflexiones, deslumbramientos, reivindicaciones y resistencias que se hace necesario ahora mismo, cuando las sociedades en las que vivimos nos han conducido a perder la brújula en tantas cuestiones. Su autor, Santiago Alba Rico, arranca de su propia experiencia, la de un padre que leyó en voz alta gran parte de las grandes obras de la literatura con sus hijos, y a partir de ahí nos hace recobrar la importancia de las ficciones, de los mitos, en un mundo dominado por los números y las encuestas, donde todo se cuantifica y se cosifica.
Es realmente gratificante adentrarse en las páginas de un libro que, con voz seductora, nos demuestra hasta qué punto compartiendo una actividad como la lectura con nuestros hijos ganamos tiempo y rompemos la tiranía de la velocidad; hasta qué punto «habrá que cuestionarse el modelo en su conjunto si queremos salvar los libros, junto a los elefantes, los glaciares y los niños«, leemos en un momento dado. Fuera de los habituales manuales de psicología y pedagogía, resulta enriquecedor encontrarse en las mesas de novedades con esta obra, cargada de narraciones, que nos habla de lo realmente esencial a través de los más pequeños, esos seres que cada vez son menos visibles en las calles y plazas de las ciudades occidentales, y que tanto nos acercan a la compasión y nos hacen entender la importancia de los cuidados como nutriente básico de las sociedades de la solidaridad.
Ocho años han transcurrido entre la primera edición del libro, publicado por el sello Caballo de Troya cuando lo capitaneaba el editor Constantino Bértolo, y esta segunda vida de la mano de Random House. En esos ocho años ha habido un cambio fundamental: los dos hijos del autor, Lucía y Juan, se han ido de casa, pero en lo que respecta al devenir de la sociedad, como él mismo dice, lejos de haberse dado transformaciones importantes, «lo que ha sucedido es que se han acentuado y se han hecho más profundos, si cabe, todos los obstáculos interpuestos en el camino de la atención, de los cuidados, de la lectura misma».
Licenciado en filosofía, guionista del mítico programa de televisión de los 80 La bola de cristal, dirigido por su madre, la periodista Lolo Rico, y autor de títulos como Las reglas del caos, finalista del Premio Anagrama de Ensayo en 1995; Vendrá la realidad y nos encontrará más dormidos, Capitalismo y nihilismo, El naufragio del hombre y ¿Podemos seguir siendo de izquierdas, Santiago Alba, que en las próximas elecciones se presentará como candidato de Podemos al Senado por Ávila, sigue hablándonos de la necesidad de intervenir en política, de implicarnos en la construcción de sociedades mejores y abrir grietas en el búnker del poder, pero esta vez lo hace desde un punto de vista diferente, lanzando un puente entre los libros y los niños, ambos relojes que nos sitúan en lo concreto y nos llevan a apreciar lo duradero.
– Ciertamente, todo lo que se describe en tu ensayo se ha acentuado. El mundo avanza cada vez a mayor velocidad y la única dirección posible, el único sentido, parece ser el propio movimiento, porque si nos paramos no consumimos, no producimos. Estamos olvidando el cultivo de la lentitud, de la atención, de la paciencia. Empezamos a sentirnos mal si nos detenemos…
– Así es. Hay un autor, un filósofo francés que a mí me interesa mucho, Bernard Stiegler, que habla mucho de la proletarización del ocio. De igual manera que en el siglo XIX se produjo la proletarización de la producción, en la segunda mitad del siglo XX y los años que llevamos del siglo XXI, se ha impuesto la del ocio. De la misma manera que no somos dueños de las herramientas de trabajo, de producción, tampoco lo somos de nuestros instrumentos de recreación, de diversión y de aprendizaje. Este proceso tiene que ver con un modelo económico que se basa en un mercado en el que las mercancías se renuevan de manera muy acelerada (basta pensar que el 90 % de lo que producimos hoy dentro de seis meses está en la basura), y es consecuencia también de unas tecnologías que en general debilitan la atención y sustituyen la simultaneidad por la sucesión. La sucesión es lo propio del tiempo del relato, del pensamiento, mientras que las nuevas tecnologías inducen una falsa ilusión de simultaneidad. Parece que uno puede estar en todas partes al mismo tiempo, excepto en el lugar en el que está, su propio cuerpo. La centralidad del cuerpo ha sido claramente alterada por esa combinación de mercado y tecnologías.
– En pleno siglo XXI está claro que no podemos alejar a nuestros hijos de las tecnologías. Pero, ¿no puede haber un equilibrio; cómo conseguir que lo combinen con la lectura, con otras actividades más creativas? Hay muchos padres que llegan a sentirse frustrados, culpables, en cierto modo, por no encontrar la fórmula.
– La última cosa que a mí me gustaría, porque soy padre, es escribir un libro que llevase a los padres a sentirse culpables. Hoy los padres son víctimas de todo esto que cuento, víctimas, con pesar, de la falta de tiempo. Por supuesto que no podemos dar marcha atrás en lo que atañe a los formatos tecnológicos vigentes. Si queremos todavía buscar un mínimo de bienestar, de felicidad intelectual, habrá que hacerlo ahí, en las condiciones tecnológicas que son ya las nuestras. No hay retroceso de ese modelo salvo que se diese algún tipo de catástrofe que no deseamos. Habrá que buscar una fórmula, que no pase por culpabilizar a los padres. Habrá que conseguir conciliar las influyentes tecnologías de la velocidad, que hacen que todo lo que llega a la cabeza sea muy fragmentario, con el universo de los relatos, que tienen que ver con los límites, con los diques que ponemos en un torrente fluido para tener donde apoyarnos mental y emotivamente.
– Fuera la culpabilidad de los padres, pero tampoco se puede estar permanentemente viendo la causa de todos los males en las tecnologías, Internet, los juegos de ordenador… También parte de la responsabilidad está en las familias, en el espacio que se instala cuando se abre la puerta de la casa, de la intimidad…
– Bueno, culpa es un término muy fuerte que siempre parece implicar el sacrificio de alguien, de algo. Responsabilidad es un término más adecuado y conveniente en este caso. Es evidente que uno tiene siempre el margen de libertad suficiente como para entender lo que está en juego y tratar, en medio de las dificultades, de encontrar un hueco. Y ese hueco no tiene que ser necesariamente la lectura; más bien se trata del tiempo que dedicamos, que compartimos con los hijos. Siempre digo que mi libro se titula Leer con niños y que hay que fijarse mucho en la preposición, en el «con», un nexo de unión. Puedes leer con tus hijos, pero también ver las estrellas, jugar al fútbol con ellos… Se trata de actividades cada vez más difíciles de realizar juntos. Por supuesto que es cuestión de cargar todas las responsabilidades en la tecnología. Según mi experiencia y la experiencia de otros padres, que no se dedican a la filosofía o a la literatura, si a un niño se le cuenta un cuento, si se consigue atraer su atención, entre un juego de ordenador y un relato vivo es muy probable que prefiera el relato; del mismo modo que entre un partido de fútbol con su padre y sus amigos o una «play station» casi con toda seguridad optará por lo primero. Yo he pasado veranos enteros contando a niños de pueblo los mitos griegos y todos se reunían a mi alrededor para escucharlos. Lo que sucede es que a veces no hacemos el esfuerzo necesario, un reproche que, también es cierto, pierde fuerza cuando pensamos en las condiciones en las que viven la mayoría de los progenitores, sin ninguna medida que propicie la conciliación entre el trabajo y la vida familiar…
– De hecho, si ha habido un cambio a peor en los últimos años, ha sido que el tiempo de ocio, incluso el dirigido, está desapareciendo. Hay cada vez más gente cuya única y principal preocupación consiste en trabajar, en sobrevivir.
– Cierto. Y cada vez se sobrevive en peores condiciones, con salarios más bajos y con un modelo de consumo que, sin embargo, sí es el dominante. Muchas personas, aún sin poder comprar nada, se pasan el fin de semana en centros comerciales viendo como otros compran cosas. Esa tiranía, esa imposición del consumo, llega a alterar la relación de la gente, incluso la de menor poder adquisitivo, con el entorno.
– ¿Es posible cambiar eso? Se ha ido gestando muy lentamente y ahora no resulta fácil salir de ese círculo vicioso.
– Así es. Por eso me parece muy importante hacer entender hasta qué punto es indisociable el universo de la lectura del universo de la familia como foco de resistencia. Esto que digo puede parecer un poco provocativo: una persona de izquierdas proponiendo la familia como foco de resistencia frente al capitalismo, pero yo estoy convencido de que es así. La familia es el sitio donde damos por supuesta la existencia de cuerpos de los que tenemos que ocuparnos, a los que tenemos que cuidar con confianza recíproca. En el universo capitalista liberal lo que impera es la idea del contrato, siempre presidida por la desconfianza, pero en la familia no hay contratos. Hay cuerpos a los que hay que prestar atención; cuerpos en ocasiones muy frágiles, como los de los niños pequeños, que, sin embargo, confían plenamente en los cuerpos de esos gigantes que son sus padres. Es muy importante recordar eso, que en la familia nos encontramos, como cimiento antropológico, con todos los elementos sin los cuales no podríamos sobrevivir como civilización; por un lado la confianza y, por el otro, los cuidados.
– Es muy interesante lo que planteas, porque, ciertamente, el pensamiento más reaccionario de la derecha se ha apropiado de la familia, la ha hecho suya, ante el consentimiento del resto. La familia está desprestigiada, se suele asociar al modelo tradicional…
– Totalmente de acuerdo. El modelo de familia tradicional es un modelo muy heteronormativo, donde el padre ha estado ausente y no se ha ocupado de los cuidados cotidianos. En el ensayo utilizo la denominación de «solteros» para referirme a esos hombres oficialmente casados, pero en el fondo solteros, sueltos, sin ataduras con otros cuerpos. A eso me refiero. No se trata de ir contra los solteros (risas). En el universo normal heteronormativo lo habitual es esa figura del padre al que lo que le preocupa realmente es su paternidad biológica, pero que está fuera, que no se implica. Y es cuando fijamos nuestra atención en un cuerpo, en un ser, cuando éste cobra valor ante nuestros ojos y pasamos a quererlo, con independencia de que lo hayamos llevado en nuestro vientre o tenga o no nuestros genes. Hay un montón de hijos adoptivos que son adorados por sus padres y que nos demuestran que lo importante no es sólo la reproducción, la biología; que por encima de ello están los cuidados.
– Insistamos un poco más en esto. El concepto de familia se ha ampliado, se ha modificado mucho, pero desde la Iglesia, desde los sectores más conservadores de la sociedad, se insiste en imponer el modelo tradicional.
– Sí. Por eso es esencial defender la familia y, al mismo tiempo, insistir en quebrar ese modelo heteronormativo y patriarcal en el que el padre ha estado ausente y no se ha ocupado de sus hijos. Como decía Flaubert basta mirar un objeto fijamente para que se vuelva interesante. Sobre ello reflexiono en el ensayo. Si tú miras fijamente un árbol acabas convirtiéndote en botánico; si miras fijamente a un niño, aunque no sea tu hijo, lo quieres y lo vas a querer defender hasta el final, y si lees con atención un libro vas a desarrollar esa facultad que se llama imaginación, que nada tiene que ver con la fantasía. Hitler era un gran fantasioso; creía que había jerarquías raciales que debían expresarse socialmente. Su ejemplo nos enseña que cuando un fantasioso tiene los medios para llevar a cabo sus fantasías el mundo está claramente en peligro. La imaginación es una cosa mucho más rudimentaria, mucho más de andar por casa. Es ese recorrido horizontal que hacemos de una cosa particular y concreta a otra particular y concreta; de nuestros hijos a los hijos de otros; del dolor y placer de las personas que nos interesan por razones de parentesco y de proximidad, al dolor y placer de personas distantes. La literatura sirve para desarrollar ese concepto de imaginación, para permitirnos entrar en esos pasajes horizontales que nos llevan de un particular a otro.
«La mirada se ha convertido en una extensión del sistema digestivo», es otro de los argumentos que planteas en el ensayo.
– Sí. Cuando hablo del tiempo digestivo, que obviamente es el tiempo del lactante, lo relaciono con el tiempo de las sociedades capitalistas avanzadas, donde incluso el ocio se ha convertido en un puro medio de reproducción económica. Hoy, como he expuesto en libros anteriores, se ha borrado la diferencia entre comer, usar y mirar, una diferencia que todas las culturas del mundo, incluso las peores, han respetado. Todas han tenido claro que la alimentación tiene que ver con la reproducción de los ciclos de la vida; que uno come para sobrevivir. Todas han entendido que el uso introduce una distancia, que cuando se tienen unos zapatos éstos duran cierto tiempo, nos los ponemos, pero están fuera de nosotros y los incorporamos lentamente a nuestra vida hasta que desaparecen. Todas han participado de la mirada, de lo que los latinos llamaban «mirabilia», la maravilla, las cosas dignas de ser miradas. Pero ahora da la impresión de que este capitalismo desatento que tenemos lo que ha hecho ha sido dárnoslo todo como objetos de comer. Nos comemos ya las obras de arte, los libros; devoramos los paisajes, las imágenes… Por eso es necesario que, frente al tiempo de la digestión, reivindiquemos el tiempo de la relación, que es el tiempo de los límites, de los objetos concretos que nos interesan. La literatura tiene esa gran ventaja. A través de la literatura, conseguimos que nos interesen personas concretas con las que no estamos vinculadas por el parentesco. A través de la literatura se da una comunicación con ausentes que también nos ayuda a comunicarnos con los presentes.
– «Habrá que cuestionarse el modelo en su conjunto si queremos salvar los libros, junto a los elefantes, los glaciares y los niños», señalas en otro momento. En unos tiempos en los que tenemos claros peligros como el del cambio climático, cada vez nos parece más complicado cambiar el sistema en el que estamos. Tenemos la impresión de que el poder lo tiene todo atado y muy atado.
– Así es. Frente a ello lo que se requiere son cambios personales muy concretos, de mentalidad y de hábito. Por eso digo que en estos momentos de crisis civilizacional general, la defensa de los relatos y de los libros es indisociable de la defensa de los pingüinos, los osos polares, los elefantes y las montañas.
– ¿Habría que llevar a cabo una revolución de los cuidados, de lo sencillo, de lo íntimo? ¿La revolución hoy pasa por ahí?
– Sí. Yo creo que la filosofía de los cuidados es fundamental. Se trata de entender que los seres humanos somos sujetos de derecho, sin duda, pero también objetos frágiles, con una vida corta, muy vulnerables. Y, por lo tanto, la política en general, cualquier modelo de política que pensemos para el mundo, si no recoge como presupuesto esa condición de fragilidad esencial de los seres humanos, está condenada a fracasar. En este sentido, cualquier revolución, cualquier cambio, que nos planteemos, tiene que pasar por la aceptación de nuestra condición de objetos frágiles y por tanto de objetos de cuidado.
– La educación es básica para crear ciudadanos más conscientes de todo esto. Ahora mismo, en España, la LOMCE, la nueva ley educativa, pretende conceder mucha menos importancia a la filosofía. Es preocupante, ¿no?
– En efecto. Me parece una barbaridad que no se entienda que la filosofía no es una disciplina inútil; que no se conceda la importancia que tiene preservar lo que han pensado nuestros antepasados, lo que llevamos 2.500 años pensando y preservando. En el fondo todo eso es indisociable de la buena educación. La buena educación no sólo hace acto de presencia cuando vamos en un autobús, vemos a una persona anciana o a una embarazada y le cedemos el sitio. La buena educación tiene que ver con ceder el sitio en un sentido mucho más amplio: ceder el sitio a las cosas, a los objetos; ceder el sitio a los árboles, si somos botánicos; a los personajes si somos lectores; ceder el sitio al objeto mismo si somos sencillamente seres racionales. En mi opinión, suprimir las disciplinas humanísticas es un atentado contra la racionalidad misma del ser humano. Ellas son, precisamente porque no parecen cumplir ninguna función inmediata, porque ciertamente el mercado no las necesita para nada, las que garantizan la civilización. Quitarlas de en medio es un disparate total frente al cual, felizmente, parece que hay alguna resistencia. Pero para que eso no suceda, para restablecer algún tipo de sensatez, es necesario cambiar de modelo y, de entrada, en el caso concreto de España, de gobierno.
– Parece, sin embargo, que hay miedo al cambio en amplios sectores de la población. En vez de apoyar nuevos andamiajes para construir sociedades menos desiguales e injustas, lo cierto es que mucha gente prefiere un reemplazo que garantice, con ligeras variantes, que todo va a seguir igual, que el modelo capitalista va a seguir siendo el dominante.
– Bueno, yo no soy del todo pesimista, aunque mi optimismo haya decaído respecto a hace un año, cuando parecía que realmente se había quebrado algo importante, sustancial, y que el bipartidismo tenía los días contados en este país. Pero el enemigo era muy fuerte y contaba con muchos medios para hacer frente a lo nuevo. Hay que tener eso en cuenta, aprender de los errores cometidos y valorar que han ocurrido ya suficientes cosas como para comprender que la España de hoy no es la misma que la de hace dos años y que incluso todos los partidos y fuerzas interesadas en que haya solamente un maquillaje, han tenido que hacer algunas concesiones. Lo que está claro es que hay que seguir luchando. Si algo está demostrado es que si se lucha, de repente suceden cosas inesperadas; que la siembra y la acumulación suelen ser muy lentas, pero luego las eclosiones son muy rápidas e inesperadas, a lo mejor no en la dirección que uno desea. Pensemos que el 15-M, curiosamente, condujo a una mayoría absoluta del PP, pero su efecto se mantuvo y poco después se produjo la aparición de una fuerza como Podemos, que ha sido capaz de introducir notables cambios. Incluso si al final no logra transformar completamente el país, ya habrá sido mucho el camino realizado.
– ¿Crees en la capacidad transformadora de los libros? Hay gente que considera que en la edad adulta es imposible que un libro nos influya hasta el punto de llegar a cambiar nuestra percepción de las cosas.
– Yo creo que, en cualquier edad, en cualquier momento, una lectura te puede influir, y no siempre para bien. Hay libros que pueden hacer daño e incluso alejarnos de determinados valores éticos. Ahí está el Mein Kampf de Hitler, que, desgraciadamente, transformó, la vida, de tanta gente; pero un buen libro también puede actuar en positivo. Es grandiosa la posibilidad que nos ofrece un libro de descubrimiento, de transformación o de eso que antes se llamaba conversión. Ante esta última palabra enseguida pensamos en la religión, pero también podemos dejarnos llevar al mundo de los cuentos, a los besos que convertían a las ranas en príncipes. Hay libros que producen ese efecto, que nos convierten, que nos mutan. Y esa es una de las razones de que sigamos leyendo, de que, una vez iniciados, ya no podamos dejarlo. La lectura tiene una vertiente de vicio virtuoso. Las primeras experiencias nos dejan esa huella, esa especie de reflejo, esa sensación de que lo que nos ha ocurrido una vez puede seguir ocurriéndonos. Es como cuando nos enamoramos. Lo que ha sucedido, lo que hemos sentido una vez, podemos sentirlo más veces. En el amor y en los libros esta esperanza nunca se pierde.
– «Leer no va a impedir que se asesine, que se mate a niños», es otra idea que está en tu ensayo. Evidentemente el simple hecho de leer no nos convierte en seres bondadosos, en buenas personas. Hay múltiples ejemplos, como el de Hitler, que citabas, que demuestran todo lo contrario.
– Aquí volvemos a lo de antes, que con la lectura sucede un poco como con el amor. El amor no impide que haya guerras, no mueve el mundo, pero sí lo mantiene un poco en pie. En las guerras siempre hay gente, sobre todo mujeres, garantizando que haya supervivientes, que tras los restos del naufragio sea posible reconstruir algo. Con los libros también pasa lo mismo. No hay una relación inmediata entre lectura y moralidad, pero sí se da alguna relación entre las condiciones narrativas y la posibilidad de construir una civilización decente. Tiene que ver, una vez más, con la atención a lo concreto, que a veces no impide que poderosísimas abstracciones ideológicas destruyan el mundo, pero que es la condición mínima para generar un proyecto vital, civilizador y político sensato.
– Lo que está claro es que ahora mismo la lectura, como la escuela, como la familia en su sentido más amplio, son espacios de resistencia. Resistencia es una palabra que cada vez cobra más peso, que cada vez asumimos e interiorizamos más. Los que queremos impulsar cambios en la sociedad nos sentimos, en cierto modo, «resistentes».
– Sí. Yo creo que es una buena palabra, porque, además, en parte por desgracia y en parte también por un realismo saludable, hemos renunciado a esa idea utópica de una revolución transformadora capaz de forjar hombres y mujeres nuevos. Con ese cierto y saludable realismo, hemos aceptado límites, límites impuestos por la condición humana misma y también por las circunstancias económicas, materiales y tecnológicas de un mundo que es bastante feroz. Es en esos límites donde hay posibilidades de resistencia. Yo siempre digo que en realidad los resistentes somos los conservadores porque la resistencia tiene que ver, en efecto, con la conservación de la civilización. Si hay una revolución en estos momentos en marcha es una revolución capitalista, una revolución neoliberal, una revolución que sí produce hombres nuevos, no empáticos, indiferentes. Ante eso sí hay que resistir. Sabemos que una familia puede ser patógena, que la convivencia en las aldeas va acompañada de relaciones asfixiantes, de chismorrerías, pero hay que inventar un mundo de resistencias basado en vínculos corporales emancipatorios. Hay muchas pruebas de que eso existe y yo no concibo ahora mismo otro plano de resistencia mejor.
– Otra palabra que pronunciamos y que escuchamos mucho es «grieta». Tiene mucho que ver con la resistencia, ¿no? Ir abriendo grietas desde la resistencia…
– Sí. Tiene mucho que ver. Ya no podemos plantearnos, a la manera de los antiguos gnósticos, la verticalidad o el hachazo de Dios, que venía a cambiarlo todo, ni adoptar teorías como las leninistas. Ahora se trata de luchar por una mejor hegemonía cultural del mundo pensando en cómo aprovechar las grietas para ir haciéndolas más grandes y para que se cuele mucha gente en ellas, porque el problema de la grieta, que es algo de lo que se ha ocupado muchas veces la izquierda, es que al final no aporta nada si te quedas solo en ella.
– Volvamos a los niños, a los libros, a tu experiencia personal. La verdad es que resulta llamativo que hayas podido leer con tus hijos obras como el Ulises de Joyce o En busca del tiempo perdido…
– Soy consciente de que, en cierto modo, he abusado de mis niños al leerles, a los 12 y 15 años, a Joyce, Proust o Faulkner… Y, sin embargo, al mismo tiempo, me gustaría comunicar a través de mi libro, la sorpresa que yo mismo me llevé al entender que la mayor parte de las veces infravaloramos a los niños, su capacidad para abordar problemas intelectuales, relatos complejos. Como explico en el ensayo, en los primeros años es mejor contar; contar los mitos, la Biblia, novelas como el Quijote… Si se las leemos se aburren espantosamente, pero sí pueden escuchar con mucha atención. Dicho esto, los niños están más capacitados de lo que pensamos. Yo recuerdo que a mi hija Lucía le leímos con cinco años La isla del tesoro y cuando acabamos nos dijo que quería escucharla otra vez. Se la tuvimos que leer dos veces seguidas porque no había entendido todas las palabras, pero en cualquier caso fue perfectamente capaz de disfrutar de un relato que tiene su complejidad, porque, aunque es una novela de aventuras sale de la mano de un gran autor como Stevenson. No hay que infravalorar la capacidad intelectual de los niños. Siempre es mejor captar su atención con un buen relato, aunque no lo entiendan del todo, que darles cosas que no les hacen avanzar en ninguna dirección ni mental ni emocionalmente.
– A padres que nunca han leído en voz alta con sus hijos y que se lo pueden plantear ahora, a raíz de esta entrevista o de la lectura de tu libro, ¿con qué obras y autores les recomendarías empezar?
– Pues si tienen niños de menos de ocho o nueve años, les recomendaría, desde luego, a Michael Ende; cualquier libro de la saga de El pequeño Nicolás o de Guillermo Brown, que a mí siempre me ha gustado mucho y que creo que habría que recuperar, y también algún título de Gerald Durrell como Mi familia y otros animales. Para los mayores de nueve años, yo desde luego empezaría con La isla del tesoro y en general con todo Stevenson. Stevenson está en el umbral de cualquier iniciación literaria. Es uno de esos autores que consiguieron el milagro de escribir para todas las edades y para todas las épocas, que nunca se va a pasar de moda y ante el que nunca se es ni lo suficientemente niño ni lo suficientemente viejo.
Supongo que tu madre, Lolo Rico, periodista y directora de un programa mítico en los 80, La bola de cristal, contribuyó a contagiarte la pasión por la lectura ¿Te leía en voz alta?
– Sí. Mi madre leía conmigo. Digamos que a través de ella ocurrieron dos cosas fundamentales: que me interesara por los libros y por la política. No sé si fue una suerte, pero desde luego ha sido decisivo en mi vida.
– Tú mismo trabajaste como guionista en La bola de cristal. ¿Por qué no ha habido, por qué no hay hoy un programa de televisión en esa línea, que apueste por la cultura y trate a los niños en un plano de igualdad?
-Programas como La bola de cristal son posibles en una televisión que sea realmente pública y eso no sucede ahora. El programa se hizo en la etapa de la transición, pero acabó en octubre del 88, coincidiendo con la aprobación de la ley de regulación de la televisión privada, momento a partir del cual se impuso el modelo comercial, el formato, ritmos y contenidos de las privadas. Esto tendría que cambiar radicalmente para poder ofrecer productos culturales de calidad. Y, por otro lado, también hay que tener en cuenta que La bola de cristal se ha mitificado mucho porque fue único. Todos pensábamos que iba a haber más programas de ese tipo, que se trataba del primer eslabón de una especie de renacimiento cultural y político, pero no fue así. De ahí pasamos a una especie de Edad Media en colores, aparentemente muy moderna, muy bonita y muy vistosa, pero Edad Media al fin y al cabo. Hubo un momento en España en que parecía que íbamos a superar el pasado, pero no fue así. Hubo cambios que no podemos desdeñar, pero no los suficientes. Y ahora es evidente que hemos avanzado, que estamos avanzando, pero no podemos parar, tenemos que seguir adelante para salir por fin de la Edad Media.
– «Los relatos y los hijos no quitan sino que dan tiempo, nos devuelven el tiempo; nos devuelven precisamente el tiempo geológico que necesitan las montañas para formarse, los niños para crecer, la atención para fijar la mirada, las manos para prestar cuidados, la lengua para conservar su riqueza, los cuerpos para conocerse, la inteligencia y la imaginación para interesarse por un objeto o un ser humano concretos…» Me parece bellísimo este párrafo. Son muy interesantes los paralelismos que estableces.
– Yo creo que todo padre y todo lector ha tenido la experiencia de que los relatos y los hijos no quitan, sino que dan tiempo. Podemos acabar muy cansados después de habernos ocupado de los hijos durante toda una jornada, pero no hay ningún cansancio más satisfactorio que ése. Cuando yo vivía en El Cairo con mi hija recién nacida, una niña que lloraba permanentemente porque tenía problemas de salud, fui consciente de que nunca había estado más pendiente de otra persona y al mismo tiempo de que nunca había escrito tanto. Cada hueco que tenía entre llanto y llanto de Lucía era como un tiempo particularmente intenso; los huecos que había entre dos cuidados eran tiempos muy útiles, que yo utilizaba mucho. Tuve la sensación entonces, y mucho más ahora que mis dos hijos ya se han hecho mayores y se han ido de casa, de que mi vida nunca tuvo tanto como cuando me ocupaba de mis niños. Y con los libros pasa lo mismo, con las grandes creaciones artísticas. ¿Cuánta duración tienen los quince minutos que pasas mirando un fresco de Piero della Francesca; cuánto dura el segundo movimiento del segundo trío de Schubert; cuánto dura un gran libro como En busca del tiempo perdido? Pues no sé, dura tanto, tanto, tanto, que cuando acaba te echas a llorar, no por nada que haya ocurrido allí, sino porque tienes la sensación de que una vida larguísima acaba de concluir y eso es tiempo, tiempo que hemos ganado. El relato, que es aprendizaje del tiempo, siempre nos ha ayudado a percibir y juzgar la consistencia real del mundo exterior. Interesarnos por los personajes de la ficción nos lleva a comprender y a preocuparnos por el destino de la humanidad. Por eso los relatos son siempre ganancia, tiempo que ganamos. No podemos perderlos, como tampoco debemos perder los espacios para el aburrimiento. Hoy se huye de una manera cada vez más febril del aburrimiento. Ya no tenemos tiempo para aburrirnos, ni siquiera los más pequeños, y eso no es saludable.
– Otra idea que está en el libro y que es muy importante: la lectura nos salva del olvido, nos permite seguir cultivando la memoria. Ahí está ese capítulo final sobre una sociedad que lo olvida absolutamente todo y que, por eso, es más fácil de manipular.
– Bueno, yo creo que eso está sucediendo ya, que constantemente lo estamos olvidando todo. Hay tres facultades que han sido centrales a lo largo de miles de años en el ser humano: la imaginación, la razón y la memoria, que hoy se están debilitando. Nunca hemos tenido más medios tecnológicos de archivo; nunca hemos tenido la memoria más registrada en pequeños «gadgets», y, sin embargo, no somos capaces de recordar una canción. Algo que me ha sorprendido siempre es que cuanto menos alfabetizadas están las sociedades y menos expuestas a los mercados y a las nuevas tecnologías, individualmente más memoria tienen las personas. En el mundo occidental estamos perdiendo hasta tal punto la memoria que para un joven nacido en el año 92, la caída del muro de Berlín, que ocurrió en el 90, está tan lejos como la caída de Constantinopla o la caída de Granada. No significa nada en términos de inmediatez. La memoria es algo que es fundamental cuidar y conservar y yo creo que los libros sirven, entre otras muchas cosas, para eso.
– No nos queda más remedio que volver a la educación. Siempre acabamos hablando de la importancia de la educación.
– Sí, es inevitable. Actualmente, como consecuencia de las políticas privatizadoras, de la reducción de presupuestos, la educación ha quedado en manos de profesores y maestros heroicos y desautorizados que están haciendo una labor que muchas veces no tenemos en cuenta y que hay que recordar para también cambiar de políticas y de gobiernos que se preocupen de proporcionarles los medios que les podrían permitir descansar un poco de su heroísmo. No puede ser que en una sociedad el mantenimiento de la civilización repose en el heroísmo y la abnegación de unos cuantos maestros, de unos cuantos médicos, de unas cuantas enfermeras. Pero eso es, un poco, lo que está ocurriendo. Cuando se deteriora premeditadamente todo el sector público se acaba confiando en que los seres humanos individuales acaben haciendo aquellas cosas que, mediante contrato social, habíamos decidido depositar en manos del estado del bienestar.
– Pero, ¿hasta qué punto interesa al poder crear sociedades de ciudadanos no pensantes, no lectores? Parece que se busca precisamente eso.
– Sí. Hay toda una convergencia de factores políticos, empresariales, que en realidad, como ha ocurrido siempre, en mayor o menor medida, a lo largo de la historia, generan intencionadamente sujetos sin memoria, más emocionales que intelectuales, con una capacidad de empatía muy reducida. Es mucho más fácil si tú quieres vender, por ejemplo, los productos de la casa Monsanto, o armas, o dispositivos electrónicos, que la gente no piense, no recuerde y no imagine.
– Los libros, el cultivo de las humanidades, contribuyen a mantener más firme el puente de la compasión…
– Sí. Como decía anteriormente, en el ensayo me ha interesado mucho recalcar que gracias a la lectura nos interesamos por personas que no son parientes nuestros, por ausentes con los que mantenemos una comunicación. Y, al mismo tiempo, cuando leemos abrimos un diálogo con otros lectores, porque si bien la literatura es un ejercicio que se realiza íntimamente y que por tanto nos aísla, también nos pone en contacto y relación con otros con quienes hablamos y compartimos. Insisto en que es un poco como estar enamorados y sentir la necesidad de contar cosas de la persona a la que amamos. Con los libros pasa un poco eso. La lectura, tan íntima y tan privada, se convierte en pública cuando damos cuenta de ella.
– En el libro hay una crítica demoledora a las sociedades en las que vivimos, una crítica absolutamente necesaria.
– Sí. Yo creo que, como decía una pintada que vi en Buenos Aires hace unos años, tendríamos que «dejar el pesimismo para tiempos mejores», pero no cabe la menor duda de que esta época no invita demasiado al optimismo. Estamos en medio de una crisis de civilización, una crisis articulada y compleja que afecta tanto a lo subjetivo, las relaciones morales o las relaciones amorosas, como a lo más objetivo y global, como es el cambio climático o las guerras. Como decíamos antes, se trata de resistir para tratar de conservar la civilización y los vínculos humanos, y luego tratar de introducir los cambios que nos permitan ser un poco más felices, o ser un poco más infelices, pero a nuestra manera. Defendamos también el derecho a la infelicidad, pero no a una infelicidad impuesta por un gobierno, un imperio o una multinacional.
– El diagnóstico está muy claro. En los últimos años nos hemos dedicado a descifrar los fallos de la sociedad en la que vivimos, y eso es muy importante porque hemos visibilizado los problemas, las mentiras, pero, ¿qué pasa con las soluciones?
– Es verdad. Es así y ese es también un gran logro de los poderosos, que nos han conducido a un punto en el que todos sabemos que las cosas van mal, pero tenemos la impresión de que a nadie se le ocurre la solución o de que ninguna solución parece válida. Y, cuando no se ven soluciones, alternativas concretas, al final es fácil acabar refugiándose en ese universo privado de emociones, de mercancías baratas, de centros comerciales… Yo creo que en estos momentos hay muchísima, muchísima gente, consciente de que las cosas no van bien, y si hay algo que reprocharle a la izquierda es que hasta ahora no ha sido capaz de proporcionar alternativas contundentes. Yo creo que este es el momento de elaborar entre todos esas alternativas. La crítica ya está hecha y ahora hay que evitar que se caiga del todo en el sálvese quien pueda… El sistema está impidiendo los cambios, pero tenemos que seguir avanzando y confiando en las pequeñas victorias.
– Los ejemplos que tenemos no ayudan, más bien desaniman. Ahí tenemos los casos recientes de Grecia, de Portugal, incluso de Turquía. Se impone el miedo, se convence a las poblaciones de que cualquier cambio conduce a la inestabilidad de las naciones. El voto de los ciudadanos se ningunea…
– Sí. En Grecia lo que ha pasado ha sido muy desalentador después del resultado que se obtuvo en el referéndum, totalmente en contra de las políticas de recorte y de extrema austeridad. Pero tenemos que valorar que no ha sido una batalla del todo perdida, porque nos ha servido al menos para ver los límites impuestos por esa Unión Europea que todo el mundo identifica con libertad, democracia y estado del bienestar cuando en realidad lo que está haciendo es reducirlo todo a su mínima esencia. Hay que construir otra Europa.
– Hay un camino que se apunta en tu ensayo. No se trata de individuos. La solución a los problemas no puede quedar en manos de nuevos «Quijotes»; la solución está en lo colectivo, en el camino de la movilización, de la concienciación social en todos los ámbitos, incluída la lectura. Señalas que desde los libros y el cuidado se llega a la política y al activismo. Pones el ejemplo de las madres de mayo, de las madres palestinas…
– Sí. Yo insisto en que lo importante de este libro es la preposición con, «leer con niños», hacer, actuar, compartir con los demás. Ese es finalmente el mensaje que yo querría transmitir. En cuanto al salto al activismo al que te refieres, es evidente y está muy claro en el ejemplo de las mujeres, de las madres que en tantos conflictos han actuado como escudos humanos. Todo finalmente es política y si no nos interesamos por la política acabamos siendo sencillamente víctimas de ella. No es que nos interese o no, sino que estamos obligados a hacer política porque, como insisten siempre los miembros de Podemos, con toda la razón, si los ciudadanos no hacemos política, no intervenimos en aquello que nos afecta, la política la hacen otros y si la hacen otros ya vemos cuáles son los resultados. No vale huir ni mirar para otro lado; algún ratito habrá que dedicar a la política. Eso es esencial.