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Iraq año cero

Fuentes: Diagonal

Año y medio después de la invasión estadounidense, nos hemos acostumbrado a que haya una Ocupación en Irak como nos hemos acostumbrado a que haya una Torre Eiffel en París o un Gugenheim en Bilbao: gran parte del poder ansiolítico de los medios de comunicación procede, en efecto, de su tendencia a tratar la destrucción, […]

Año y medio después de la invasión estadounidense, nos hemos acostumbrado a que haya una Ocupación en Irak como nos hemos acostumbrado a que haya una Torre Eiffel en París o un Gugenheim en Bilbao: gran parte del poder ansiolítico de los medios de comunicación procede, en efecto, de su tendencia a tratar la destrucción, el crimen, el poder siempre eficaz de la violencia, como si fuesen monumentos; es decir, de su capacidad para naturalizarlos en el horizonte de la percepción, para inscribirlos blandamente -como puros símbolos de intermitente comparecencia- entre los escombros con los que tenemos que construir nuestro conocimiento del mundo y nuestras defensas frente a él. Porque el problema no es sólo que nuestra costumbre sea, al mismo tiempo, la zozobra de los otros; el problema es que la costumbre deja pasar, sin que las reconozcamos, las fuerzas que amenazan con desmoronar ventajas y seguridades que sólo la costumbre nos hace creer indestructibles.

Podemos abordar la cuestión iraquí desde un punto de vista económico y hablar, entonces, de los precios del petróleo, de la gresca del dólar contra el euro, de la defensa numantina de Wall Street o de la expansión estadounidense de su lebensraum económico al socaire de una debilidad estructural sin precedentes y en el marco de una globalización capitalista que erosiona los procedimientos de acumulación tradicionales.

Podemos abordar la cuestión iraquí desde un punto de vista geo-estratégico y hablar, entonces, de la necesidad creciente de asegurar el acceso a las fuentes de combustible fósil (según lo que Michael T. Klare llama Doctrina Cárter) y de cubrir, por tanto, mediante metástasis aparentemente caprichosas, la totalidad de los territorios explotables (el Golfo, el Caúcaso, Africa Subsahariana y Latinoamérica). O también de la supervivencia de Israel, como de la supervivencia de un puñal o de un gusano en la manzana, asociada a su control económico y territorial del mundo árabe.

Podemos abordar también la cuestión iraquí desde un punto de vista humano y hablar, entonces, de las miles de víctimas civiles de los bombardeos estadounidenses como colofón -o simple punto y seguido- de doce años de embargo, con su millón de muertos reconocido por la ONU; de la destrucción premeditada de toda la infraestructura social del país con su secuela de enfermedades inducidas, inseguridad cotidiana y deterioro extremo de las condiciones más elementales para la supervivencia; o del allanamiento del patrimonio cultural de un pueblo y de la sustitución, en las escuelas, de la memoria histórica de una nación por una prótesis hollywoodesca. O podemos lamentarnos muy justamente de la degradación moral que para toda la humanidad implica una situación en la que, al bombardeo intencionado de mercados y el uso de uranio empobrecido, han seguido las torturas de Abu Ghraib y las decapitaciones en directo, en una dinámica de superación deportiva que emborrona interesadamente la posibilidad de establecer diferencias.

Una sociedad desmemoriada, que se reconstruye mentalmente al ritmo de las mercancías, es una sociedad incapaz de distinguir entre la continuidad y la discontinuidad, salvo por mandato de sus periódicos o sus gobernantes. Una sociedad desmemoriada es incapaz de percibir todo lo que hay de viejo en esta situación: la invasión de Iraq, y los desmanes que la acompañan, está inscrita, como desde su huevo, en la normalidad de la política exterior estadounidense, y la idea de «excepción», de ruptura con una tradición pura y democrática, se repite en su propaganda con la misma regularidad que sus tropelías. Pero una sociedad desmemoriada es igualmente una sociedad incapaz de percibir lo nuevo. Y en este caso lo que hay de nuevo en la cuestión iraquí es justamente un retorno. Hablar, por ejemplo, del gobierno «títere» de Iyad Alawui es pretender que los demás gobiernos árabes no lo son. La diferencia reside en que, en el caso de Iraq, no han bastado presiones económicas o intrigas golpistas para imponerlo: ha hecho falta la invasión y ocupación estable del país, en una restauración del modelo colonial decimonónico. Económica, geo-estratégica y moralmente todo es aquí bastante viejo; lo que es terriblemente nuevo -porque es mucho más antiguo- son los medios simbólicos puestos en juego, mucho más destructivos que los propios crímenes en los que han desembocado. Para invadir Iraq, asesinar a sus niños y apoderarse de sus riquezas había que destruir -al menos formalmente- la Humanidad: así la liquidación definitiva del Derecho Internacional inestablemente depositado en la ONU, desprovista ahora incluso de su legitimidad moral; o la suspensión brutal de todo marco de credibilidad a través de mentiras públicas y explícitas encaminadas menos a hacer creíble una mentira que a hacer increíbles todas las verdades; o la construcción meticulosa, perfectamente planificada, de una Gran Narración de enfrentamiento identitario de carácter retrolegitimador. En definitiva, la novedad en este viejo ajedrez de intervenciones imperialistas y ruinas dinamitadas es este proceso de feroz nihilismo racionalizador en virtud del cual un puñado de olímpicos matones -soberanos detrás de sus ventanas- llegan a la conclusión de que vale la pena destruir las condiciones mismas de todo contrato social si de lo que se trata es de matar, robar y humillar a las iraquíes. La novedad reside en este aplanamiento radical del suelo -de todo suelo-, causa y efecto, al mismo tiempo, del restablecimiento de una legitimidad metafísica que viene a sustituir la legalidad (ya tan frágil, tan malversada) y a hacer imposible la idea misma de la política. A partir del 11-S y al hilo de la guerra contra el Terrorismo, nos hemos ido acostumbrando insensiblemente a nuevas categorías de percepción espontánea y de intervención sumarísima en la selva de los datos: los delirios alérgicos de Oriana Falaci o de César Vidal, el dislate autorizado de Sartori, el imperialismo light de los editoriales de The Wall Street Journal o de El País, las elucubraciones antisocráticas del hobssiano Kagan o del moderado Ignatieff, toda una balacera -en fin- de frases sueltas e imágenes metereológicas han acabado por imponer dulcemente la terrible teología laica del siglo XIX: la civilización. Hace tan sólo cuatro años Aznar no se hubiera atrevido, como hizo en su lección magistral del pasado 21 de septiembre en la Universidad de Georgetown, a convertir a Tariq Ibn Ziad, primer musulmán en cruzar el estrecho en el siglo VIII, en el fundador de Al-Qaida ni a identificar la lucha contra los terroristas del 11-M con las glorias nacionales de la llamada Reconquista. Pero tampoco hace cuatro años se le habría ocurrido a Zapatero, como hizo el mismo 21 de septiembre ante la Asamblea General de la NNUU, proponer un pomposo, vacuo y peligroso Pacto o Alianza de Civilizaciones, aceptando así el mismo marco de inteligibilidad e intervención que su oponente. El «talante» bueno elude la política no menos que el malo: aparte la inaplicabilidad de la propuesta (si apenas sabemos ya quién representa a las «naciones», ¿quiénes serían los interlocutores de las «civilizaciones»?), el parlamento de Zapatero ante la ONU acabó, no por casualidad, con unas declaraciones que casi nadie ha comentado y que demuestran hasta qué punto la lógica, una vez sobre ruedas, nos desliza inevitablemente del buen talante al colaboracionismo imperial: «El terrorismo no tiene justificación. No tiene justificación, como no la tiene la peste, pero como ocurre con la peste, se puede y se deben conocer sus raíces, se puede y se debe pensar racionalmente cómo se produce, cómo crece, para combatirlo racionalmente». Reducido a un problema sanitario -una vez más el virus, la bacteria, el chinche del que hay que desinfectar el mundo-, el «terrorismo» debe ser estudiado a la luz de la Razón, mediante los instrumentos de nuestra ciencia superior, en el marco de una campaña higienista en la que el conocimiento refuerza la eficacia de la desinfección. ¿No es esto una aznarada en toda regla? ¿No encaja perfectamente en la Doctrina Bush? El concepto de Civilización nació a mediados del siglo XVIII, al hilo de la expansión colonial europea, para «liberar» los países que antes había que destruir y saquear: como bien recuerda Jean Starobinski, vino a reemplazar y prolongar el discurso evangelizador de los misioneros de la Cristiandad. «Civilización», derivado perverso del «cives» y la «civitas» romanas, traducción al latín de la «polis» y la «politeia» griegas, es la inversión y negación paradójica de la «política»: de lo que se trata es de negar al otro la condición humana, de retirar a los explotados el derecho a la ciudadanía y de evitar por todos los medios el análisis y la acción políticas, que podrían iluminar nuestra responsabilidad en esta carnicería.

Teología laica o teología religiosa, teología laica contra teología religiosa, toda la estrategia del nuevo colonialismo pasa precisamente por impedir el uso de categorías políticas. Lo estamos viendo en Iraq: incluso si Ben Laden y Al-Zarqawui existieran, si realmente existieran como agentes independientes, su funcionalidad performativa debería mantenernos muy alerta. La condición del éxito estadounidense es que no haya política en Iraq, que no haya política en el mundo, y para ello está dispuesto a dejar el suelo, como Atila, sin una brizna de hierba. Por eso hay que recordar una vez más que la resistencia frente a la Ocupación es tanto legítima como legal y que debe inscribirse, no en el seno de una confrontación de civilizaciones, sino de un combate político por la independencia y la autodeterminación. Cada vez que olvidamos esto, de este lado o del otro -donde el peligro es mayor y la frustración ya secular-, tanto más aumenta la amenaza muy real de que el siglo XXI desemboque de nuevo en el año I de la Prehistoria.