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Con motivo del inicio de la andadura de IraqSolidaridad

Iraq existe, Iraq resiste

Fuentes: IraqSolidaridad

«La destrucción de Iraq no es un monumento junto al cual podamos sonreir durante mucho tiempo. Lo sepan o no, lo sepamos o no, la resistencia iraquí está resistiendo por todos nosotros, para todos nosotros. Empecemos por saberlo. Empecemos por saberlo si es que queremos restituir la política -de un lado y de otro- antes […]

«La destrucción de Iraq no es un monumento junto al cual podamos sonreir durante mucho tiempo. Lo sepan o no, lo sepamos o no, la resistencia iraquí está resistiendo por todos nosotros, para todos nosotros. Empecemos por saberlo. Empecemos por saberlo si es que queremos restituir la política -de un lado y de otro- antes de que el viejo Terror, con sus tenazas nuevas, borre todas las diferencias que nos permiten a veces estar de acuerdo. Que Iraq resista no es un milagro: es una hazaña. Su valor debe servir al menos para devolvernos la imaginación…»

Hete aquí que una mujer occidental, de tez clara y cabellos rubios, vuelve de un viaje turístico por el ancho mundo y reúne a sus amigos para mostrarles las fotografías que ha tomado en lugares exóticos y grandes centros de cultura de la Humanidad: «Yo delante de la pirámide de Keops», «yo delante del lago Atitlán», «yo junto a La Piedad de Miguel Angel», «yo en la Torre de Pisa», «yo con un nativo iraquí». Esa mujer es la soldado Sabrina Harmann y el nativo es un cadáver; esa mujer es una de las torturadoras estadounidenses de Abu Ghraib y al nativo lo ha matado ella. Frente a esa fotografía en la que Sabrina se inclina sobre el cuerpo semidesnudo, el pulgar alegre alzado en triunfo, una sonrisa angelical rozando casi los labios de su víctima, la mirada honrada y fresca dirigida al espectador, se apodera de uno la desazón de un desorden radical, la perplejidad de una inconsecuencia visual muy turbadora. Porque lo terrible de esa imagen no es la presencia del cadáver torturado; lo terrible es que, si lo excluyésemos del campo óptico y contemplásemos sólo un primer plano de Sabrina Harmann, con su sensual candidez de Gioconda, alguien podría enamorarse de ella, hasta tal punto no es posible deducir de su rostro la existencia a su lado de un cuerpo reventado por los golpes. (Más terrible aún es imaginar que en algún lugar del mundo, incluso entre sus propios compañeros, alguien podría enamorarse de ella incluso con -o precisamente por- ese cadáver magullado tendido bajo su barbilla).

Hace unos días escribía que, año y medio después de la invasión estadounidense, nos hemos acostumbrado a que haya una Ocupación en Iraq como nos hemos acostumbrado a que haya una Torre Eiffel en París o un Guggenheim en Bilbao. Gran parte del poder ansiolítico de los medios de comunicación procede, en efecto, de su tendencia rutinaria a tratar la destrucción, el crimen, el poder siempre eficaz de la violencia, como si fueran monumentos; o, lo que es lo mismo, de su capacidad para naturalizarlos en el horizonte de nuestra percepción, para inscribirlos blandamente -como puros símbolos de intermitente comparecencia- entre los escombros con los que tenemos que construir nuestro conocimiento del mundo y nuestras defensas frente a él. La Ocupación de Iraq se da tan por supuesta como la estatua de La Cibeles en Madrid y si alguna vez reparamos en ella es sólo para asumirla con un fugacísimo sobresalto que en nada se diferencia del fugacísimo homenaje que rendimos a una catedral. En su límite siniestro, la sonrisa de la soldado Harmann revela en realidad la estructura de nuestra normalidad cotidiana, la de todos, como sistema antropológico, banal, casi festivo, de reproducir la destrucción ajena e ignorar la responsabilidad propia; nuestra forma alegre, a menudo ingeniosa, incluso a veces simpática, en tantas ocasiones también moralizante, de desplazar el peligro hacia los demás y no ver -sino demasiado tarde- que se cierne ya sobre todo el mundo. Nuestras defensas son, en realidad, el acelerador de nuestra ruina. A los mandos de nuestro ordenador, volando a toda velocidad por encima de la tierra, entramos en un periódico digital y pinchamos aquí y allá con nuestro tenedor de pinchar heridas y estrellas por igual: «Vea las imágenes del gol de Zidane», «vea las imágenes del vestido nupcial de Letizia», «vea las imágenes de los bombardeos sobre Faluya». Con el mismo dedo con el que el capitán Davis devasta un mercado de Bagdad, con el mismo dedo con el que Sabrina Harmann corona satisfecha la cumbre del sufrimiento humano, con el mismo dedo con el que uno de sus compañeros fotografía su fulgor de Monna Lisa, con un dedo también, índice o pulgar, aceptamos nosotros la normalidad de que haya siempre una sonrisa al lado de un cadáver y un mandamiento moral al lado de un niño roto; y de que la sonrisa y la moral sean siempre las nuestras mientras los cadáveres aumentan y los niños se rompen en otra parte.

Las imágenes no impiden sólo razonar; impiden, sobre todo, imaginar. Nos movemos entre nuestras imágenes como Eichmann en su despacho, concienzudo entre sus papeles, sin poder representarse jamás las consecuencias cósmicas de su honrado, fiel, abnegado trabajo de oficina. Vivimos en una época radicalmente incapacitada para imaginar, encerrados como estamos en el estrechísimo despacho de las imágenes del mundo. Cien mil muertos son demasiados para ponerles traje y en la mano una naranja; cien mil muertos son demasiados para pasarles lista y medirles los brazos. Son demasiados y ya no pueden ser menos, y que no puedan ser menos nos libera de algún modo de tratar con ellos, si es que su exceso mismo no los convierte retrospectivamente en prescindibles o en culpables. Los cien mil muertos de Iraq nos impresionan menos que una lesión de Ronaldo o un desmayo del Papa; y cuando sean un millón nos conmoverá más el atropello del gato de Berlusconi. Cuando sean un millón, sentiremos más bien el alivio de que su desmesura misma legitime nuestra pereza para contarlos.

Pero si vivimos en una época radicalmente incapacitada para la imaginación no se debe solamente a eso que el filósofo alemán Gunther Anders llama «desnivel prometeico»; es decir, a la desproporción que existe, en el actual contexto tecnológico y económico, entre nuestras acciones y nuestras representaciones, entre lo que somos capaces de hacer y lo que somos capaces de imaginar (entre el uso del dedo y sus consecuencias). Una de las paradojas de nuestro mundo es ésta de que cuanto más se insiste en inscribir todas las acciones en el puro orden moral, al margen de toda explicación política, más se embota nuestra sensibilidad o más indígena, más primitiva, más limitada es nuestra moralidad: esos cien mil muertos, en realidad, no nos lo podemos imaginar porque son iraquíes, porque no son de los nuestros, porque nunca estuvieron vivos para nosotros. Si no nos los podemos imaginar no es porque nos falten mandamientos o principios: es porque nos falta una política o, lo que es lo mismo, porque somos de derechas; porque, por pusilanimidad o por interés, apoyamos al más fuerte y al más violento, cerramos los ojos, nos convencemos de que nos merecemos lo que hemos quitado a los otros. Incluso las izquierdas acabamos apoyando el hombro derecho en un muro ilusorio. «Llámese cobardía a esa esperanza», se titula en castellano uno de los libros del mencionado Gunther Anders; es decir -digo yo- la esperanza absurda de que los pueblos terminen siempre por vencer, de que los malvados paguen finalmente sus crímenes y de que, llegadas a un cierto punto, las cosas ya no puedan empeorar. La ilusión, en fin, de que seguimos nadando a favor de la corriente y de que, al menos en Occidente, podemos seguir diciendo «no» en voz alta sin jugarnos la vida.

Nada está garantizado sin lucha. Para representarnos las consecuencias de nuestras acciones, para imaginar el dolor de cien mil iraquíes al otro extremo de una mecha encendida en nuestras casas, es necesario hacer política. La moral desnuda, por mucho pecho que tenga, no puede nada contra la televisión. Hay que estar atentos, despiertos, irritados. La novedad terrible de la invasión de Iraq no se asienta en la estructura del imperialismo estadounidense, que desde hace un siglo viene haciendo girar distintas ruedas sobre un eje inalterable; reside en que esta vez una combinación monstruosa de fuerza militar incontestable y debilidad económica sin precedentes le han obligado a restablecer el modelo antiguo del dominio colonial directo. Para ello ha tenido que destruir ciudades, vidas y recursos, como siempre; pero ha tenido que destruir, sobre todo, las condiciones mismas -materiales y formales- de toda acción política. Para apoderarse de Iraq, es decir, ha tenido que destruir las modestas y siempre insuficientes defensas, lingüísticas, institucionales y legales, detrás de las que se protegía temblorosa la Humanidad. Para ello EEUU ha desplegado sobre el terreno todas las avispas de su Terror, que lo emborronan todo menos la claridad de su fuerza. Para ello ha elaborado también, sobre esa zona de sombra en la que sumerge todas las resistencias por igual, una propaganda mundial en la que la Civilización, retoño retórico de la vieja teología laica del siglo XIX, viene a sustituir definitivamente a la polis como refugio de los pocos hombres afortunados a los que la tiranía sigue pudiendo lanzar mercancías en vez de bombas. En el dintel de nuestras fortalezas occidentales, como en el umbral del infierno de Dante, una mano de hierro ha escrito con sangre iraquí: «Lasciate la política, voi che entrate«.

Esperanza y política

Dejemos más bien la esperanza y retomemos la política. Tenían razón Michel Collon o Jean Bricmont al menos en esto. Antes de la invasión de Iraq, la izquierda anti-imperialista occidental cedió a la «teoría de los dos demonios» y -para que igualmente nadie la escuchara- aceptó decir una palabra contra Sadam Hussein por cada una que decía contra Bush. En la lucha entre el gato y el ratón, el espectador descontento con los dos contendientes deja el campo libre al único que tiene garras. Ahora que nos hemos librado del dictador iraquí sin mover un dedo, ¿qué podemos hacer -qué mano podemos mover- para librarnos de los EEUU? Nunca, desde la generación de nuestros abuelos, el peligro ha sido tan grande y nunca hemos tenido menos recursos para enfrentarlo. Acurrucados aún en este breve paréntesis sin Historia del capitalismo europeo -que desde 1945 no ha dejado de sangrar el mundo en otras partes-, no incurramos en el paternalismo etnocentrista de creer que podemos salvar desde aquí a los que están jugándose la vida en Faluya también por nosotros. De lo que se trata más bien, puesto que no podemos luchar en Iraq, es de luchar en el Estado español; de entender que en Europa, mientras los iraquíes se juegan su destino con las armas en la mano, nosotros nos lo jugamos de momento con las palabras en la boca. De lo que se trata es de que comprendamos que el destino es el mismo, aunque nos dé vergüenza arriesgar por contraste tan poco. De lo que se trata es de que entendamos, como nos recordaba en tono justamente reprobatorio el activista jordano Hicham Al-Bustani, que la diferencia entre el «no a la guerra» y el «sí a la resistencia» es la diferencia entre la esperanza y la política, entre la derecha y la izquierda, entre la impotencia de todos y la fuerza futura de muchos. De lo que se trata es de que nos demos cuenta de que el dolor de los iraquíes no es terrible porque sea el suyo o porque active el nuestro sino porque tienen razón. Tras la victoria electoral de Zapatero, que ha inducido en tantos la ilusión del deber cumplido; tras la victoria electoral de Bush, que dejará enseguida claro que las cosas siempre pueden empeorar, es más necesario, más perentorio, más imperativo que nunca recordar que en Faluya, en Samarra, en Nayaf o en Bagdad la ley, la legitimidad, la dignidad y hasta la moral -allí donde quedan desgraciadamente pocos rastros de ella- están del lado de los héroes que defienden sus casas y el suelo donde se derrumban, con pocas armas y mucho valor, contra el invasor extranjero.

La destrucción de Iraq no es un monumento junto al cual podamos sonreir durante mucho tiempo. Lo sepan o no, lo sepamos o no, la resistencia iraquí está resistiendo por todos nosotros, para todos nosotros. Empecemos por saberlo. Empecemos por saberlo si es que queremos restituir la política -de un lado y de otro- antes de que el viejo Terror, con sus tenazas nuevas, borre todas las diferencias que nos permiten a veces estar de acuerdo. Que Iraq resista no es un milagro: es una hazaña. Su valor debe servir al menos para devolvernos la imaginación…

Santiago Alba, escritor y ensayista, ha escrito este texto para la apertura de IraqSolidaridad

IraqSolidaridad www.nodo50.org/iraq
Túnez, 12 de noviembre de 2004