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Iraq, la guerra inventada

Fuentes: Insurgente

Mera frase hecha aquella de que todas, absolutamente todas las cifras son frías, y a la postre no dicen nada, o no dicen mucho. ¿Acaso las cifras de bajas de los soldados gringos en tierras mesopotámicas no traducen, a puro grito, el más que dantesco infierno sufrido allí por un Tío Sam que anda, el […]

Mera frase hecha aquella de que todas, absolutamente todas las cifras son frías, y a la postre no dicen nada, o no dicen mucho. ¿Acaso las cifras de bajas de los soldados gringos en tierras mesopotámicas no traducen, a puro grito, el más que dantesco infierno sufrido allí por un Tío Sam que anda, el pobre, a la pata coja?

Tanto pesan los más de tres mil 200 muertos y los más de 30 mil heridos que, se sabe, ese gran timonel de pensamiento lánguido, pero de oportunos asesores, nombrado George W. Bush ha intentado un valladar para que no siga prosperando la fatídica caldera de Lucifer. La adición de 35 mil efectivos -en un primer momento se habló de 21 mil- a los ya emplazados y espeluznados 140 mil vendría a ser aquí la solución salomónica.

O una de ellas, quizás la más endeble teóricamente, porque la medida ha resultado criticada incluso por miríadas de peritos militares, muchos de ellos insertos en el Estado Mayor de los legionarios de Washington en Iraq. Y es que «las órdenes del presidente han quebrado a la institución» (la sacrosanta American Army), «al exigirle más allá de su potencial». Hasta se rumora sobre «quiebras y colapsos».

Mientras, una más astuta disposición de Sam está siendo tácitamente acogida por la megaprensa globalizada y globalizadora en inglés y otros idiomas del Primer Mundo. Medios que, de acuerdo con analistas como Sara Flounders, en el sitio IraqSolidaridad, no han querido dudar de la apreciación de las 16 agencias de inteligencia basificadas en las ardientes planicies de la nación del Oriente Medio. Agencias espías que, si en 2002 apoyaron sin cortapisa alguno las falsas acusaciones del Gobierno de Bush sobre armas de destrucción masiva del gabinete de Bagdad, que andaría de manos con la fundamentalista Al Qaeda, en un descarado dueto de terrorismo islámico, ahora vienen con el maquiavélico sonsonete de que el Pentágono «tiene que quedarse, para pacificar a los iraquíes, infectados genética o culturalmente… con una predisposición a la violencia».

Los vergonzantes corifeos del Imperio -de «impoluta» actitud en cuestiones de libertad de palabra y, al parecer, de ancha libertad a la hora de esconder la palabra- no suelen reparar en que la llamada violencia sectaria hoy campante no cuenta con precedente en la historia del país. Nuestra fuente nos recuerda que los cotidianos bombardeos y los recurrentes asesinatos en la capital y en numerosos sitios de toda aquella ardiente geografía eran poco frecuentes durante los dos primeros años de la ocupación yanqui, y los que ocurrían se decodificaban como ataques políticos contra los invasores y sus cipayos.

Sospechosa desmemoria mediática el no referirse a que en el momento de la invasión, en 2003, Iraq representaba el Estado más secular en la región, con una fuerte identidad nacional, y que chiitas y sunitas vivían en vecindarios mixtos en grandes urbes como la propia Bagdad, Mosul y Kirkuk. Y se casaban entre ellos. Y sus diferencias religiosas, anota la Flounders, eran menos marcadas que las de los grupos de protestantes y católicos de los Estados Unidos.

Más ejemplos

Los argumentos se arraciman. Haciendo un esfuerzo de síntesis, apuntemos que antes de 2003 tanto el Ejército nacional -el de Saddam, sí- como la burocracia gubernamental -la de Hussein, sí- estaban organizados sobre la base del laicismo, y, como mentís al actual mito de que los chiitas se encontraban completamente excluidos de todos los puestos directivos, subrayemos el hecho de que, al publicarse una relación de cien mil altos oficiales baasistas (del Partido Baas) a los que no se les permitiría acceder a cargos gubernamentales tras la invasión, 66 mil de estos eran chiitas. Y de los 55 altos cargos que se buscaban vivos o muertos, la mitad era chiita; el resto, sunitas, cristianos y kurdos.

De manera que, a la larga, la realidad se impone a su reflejo distorsionado. Conforme a analistas como Gilberto López y Rivas, en La Jornada, de México, en su lucha contra la resistencia nacional, los Estados Unidos han creado las condiciones para lo que equivocadamente se califica de guerra civil, o guerra sectaria (sunitas contra chiítas, en lo fundamental), «utilizando los atentados terroristas indiscriminados contra la población civil de uno u otro grupo por conducto de sus organismos de inteligencia, el Ministerio del Interior del gobierno pelele y el empleo de miles de mercenarios o sicarios contratados por los ocupantes como una forma de privatización de la guerra sucia, los escuadrones de la muerte a la salvadoreña y la contrainsurgencia más brutal sin responsabilidad institucional de Washington y Londres».

A los descreídos activemos la capacidad de confiar en este aserto. ¿Cómo? Recordémosles que, el 19 de septiembre de 2005, a dos agentes británicos -el imperialismo es uno solo- disfrazados de árabes se les requisaron un vehículo repleto de explosivos en la sureña Basora, por antonomasia asiento de chiitas, hasta hace relativamente poco menos activos en la insurgencia que sus compatriotas sunitas. En un alarde de apremio, las fuerzas de su Serenísima Majestad arrasaron con la comisaría de policía y la cárcel, de donde los «terroristas árabes» de sangre «aria», anglosajona, fueron liberados antes de ser interrogados.

Ahora, ¿por qué ha prosperado la interpretación de guerra civil ante las evidentes muestras de terrorismo de Estado o de acciones de grupos externos, como Al Qaeda, que operan en las entrañas de Iraq? Los analistas siguen acudiendo en nuestra ayuda. «Objetivamente, la presencia mayoritariamente chiita en el Gobierno, las fuerzas de seguridad y el Ejército colaboracionistas, así como la representación mayoritariamente sunita en la resistencia nacional han producido interpretaciones que refieren a la hipótesis de la guerra civil».

Esa vigorosa inclusión de los sunitas en la resistencia hizo que en un inicio los partidos chiitas y kurdos obtuvieran un mayor número de escaños en el Parlamento y el control de ministerios, donde podrían repartir miles de puestos de trabajo y nombramientos gubernamentales. Pero claro que la labor de zapa no quedó en lo expuesto. Un sistema ducho en echar mano de la divisa canónica de «Divide y regirás», «Divide y vencerás», no podría dejar de aprovechar tan fabuloso contexto, pergeñado, parido por él mismo: «En un país empobrecido y devastado por la guerra, han colocado en el poder a miles de colaboracionistas, cuya posición y continuos privilegios se sustentan en un Iraq dividido, ocupado y traumatizado». No en balde los más «preclaros» estrategas del colonialismo actual (verbigracia, Peter Galbraith, en el libro El fin de Iraq) bosquejan tres países donde ¿hay?, más bien donde hubo uno: el norte kurdo, el centro sunita y el sur chiita… Algo así como el «eterno retorno» nietzscheano en política, porque si «dividir zonas en mini-Estados fue la respuesta imperialista a los desafíos revolucionarios del nacionalismo anticolonial panarabista, hoy es la respuesta frente a la resistencia panislámica» (Sara Flounders).

El tiro por la culata

Sí, porque observemos que la resistencia desborda las estrechas fronteras confesionales. Hace poco, con motivo del cuarto aniversario de la entrada de las fuerzas militares de EE.UU. en Bagdad, cerca de un millón de iraquíes se manifestaron en Nayaf, sur del país, para exigir la inmediata retirada de las tropas ocupantes. ¿Que quién realizó la convocatoria? Nada menos que el movimiento del clérigo chiita Moqtada al Sadr. Y, a más de los innúmeros chiitas participantes, religiosos sunitas anuentes a la invitación portaban la pancarta que encabezaba la marcha. «¡Abajo América!», «¡Abajo Bush!» fueron los eslóganes más socorridos en una lengua que no distingue entre interpretaciones de una misma religión, una lengua que responde a un pueblo homogéneo al que intentan desmembrar.

A lo bosquejado se une la renuncia de seis ministros ligados al clérigo rebelde, lo que ha precipitado un cuadro de ingobernabilidad que se ahonda con una ofensiva sin precedentes de la resistencia iraquí, la cual de predominantemente sunita se extiende, con empuje inusitado, hacia un sur tan chiita como patriota.

Un sur que se suma a quienes están retando al mismísimo Maquiavelo, a Bush y compañía, aunque los heraldos del Imperio, la megaprensa entre ellos, no cesen de cloquear sobre guerras civiles y enfrentamientos sectarios. Y aunque olviden que las legiones extranjeras se quedarán allí solo si sunitas y chiitas, juntos, lo permiten.