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Iraq o hacer caso omiso de la historia

Fuentes: La Vanguardia

En vísperas de nuestra cesión de la plena soberanía a Iraq, la siguiente es una historia de tragedia y locura, así como de tenebrosas premoniciones. Trata del pasado convertido en presente y de nuestra capacidad para copiar ciegamente y hasta en los mínimos detalles las mentiras e insensateces de nuestros antepasados. De esa vieja advertencia […]

En vísperas de nuestra cesión de la plena soberanía a Iraq, la siguiente es una historia de tragedia y locura, así como de tenebrosas premoniciones. Trata del pasado convertido en presente y de nuestra capacidad para copiar ciegamente y hasta en los mínimos detalles las mentiras e insensateces de nuestros antepasados. De esa vieja advertencia según la cual si no aprendemos de la historia, estamos condenados a repetirla. En vez de Iraq 1917, léase Iraq 2003. En vez de Iraq 1920, léase Iraq 2004 o 2005.

Sí, nos estamos preparando para otorgar plena soberanía a Iraq. Eso es también lo que afirmaron falsamente los británicos hace más de 80 años. Acudamos a enfrentarnos al espejo de la historia y veremos lo que harán Estados Unidos y el Reino Unido en los próximos y terribles doce meses en Iraq.

Nuestra historia empieza en marzo de 1917, cuando el soldado 11.072 Charles Dickens, de 22 años, perteneciente al regimiento de Cheshire arranca un cartel de un muro en la recién capturada ciudad de Bagdad. Se trata de un momento crucial de su vida. Ha sobrevivido a la imposible campaña de Gallipoli, que pretendía atacar al imperio otomano a sólo 200 kilómetros de su capital, Constantinopla. A continuación, cruzó Mesopotamia, luchando de nuevo contra los turcos por la posesión del antiguo califato y soportando la férrea batalla por la toma de Bagdad. El ejército invasor británico de 600.000 soldados estaba dirigido por el teniente general sir Stanley Maude, y la hoja de papel que ha llamado su atención es la proclama oficial de Maude a la población de Bagdad, impresa en inglés y en árabe.

Ese mismo cartel de 27,9 por 45,7 centímetros cuelga hoy en un marco negro y dorado de la pared situada frente al escritorio en el que esribo este artículo que trata del imperio y un lúgubre vaticinio. El papel se manchó de humedad hace mucho tiempo, debido quizá al sudor del soldado Dickens en el prolongado y caluroso verano iraquí de 1917. Fue doblado múltiples veces; prueba, como recordaría su hija Hilda 86 años más tarde, de su traslado durante muchos meses en un morral militar.

En una carta lo calificaba de «su precioso documento» y entiendo el motivo. Está lleno de aspiraciones nobles y presentimentos de la tragedia futura; de falsas promesas del mayor imperio del mundo, compromisos y buenas intenciones, y de palabras de honor que serían repetidas en la misma ciudad de Bagdad por el siguiente gran imperio más de dos décadas después de la muerte de Dickens. Ahora suena como un canto fúnebre:

«Proclama: Nuestras operaciones militares tienen como objetivo la derrota del enemigo y su expulsión de estos territorios. Con el fin de completar esta tarea se me ha encomendado el control absoluto y supremo de todas las regiones en las que operan las tropas británicas; pero nuestros ejércitos no han entrado en vuestras ciudades y tierras como conquistadores o enemigos, sino como liberadores… Vuestros ciudadanos han estado sometidos a la tiranía de extranjeros…. y vuestros padres y vosotros mismos habéis gemido bajo la esclavitud. Vuestros hijos han sido llevados a guerras que no deseabais, vuestra riqueza ha sido arrebatada por hombres injustos y despilfarrada en diferentes lugares. Es el deseo no sólo de mi rey y sus súbditos, sino el deseo de todas las grandes naciones con las que está aliado que prosperéis como en el pasado, cuando vuestras tierras eran fértiles… Sin embargo, vosotros, pueblo de Bagdad, no debéis interpretar que el deseo del Gobierno británico sea imponeros unas instituciones ajenas. Es la esperanza del Gobierno británico que vuelvan a realizarse las aspiraciones de vuestros filósofos y escritores, que los habitantes de Bagdad prosperen y disfruten de su riqueza y fortuna bajo instituciones acordes con vuestras leyes sagradas y vuestros ideales raciales… Es la esperanza y el deseo del pueblo británico… que la raza árabe se eleve una vez más hasta la grandeza y el renombre entre los pueblos de la tierra… Por lo tanto, se me ha ordenado invitaros, por medio de vuestros nobles, ancianos y representantes, a participar en la gestión de vuestros asuntos civiles en colaboración con el representante político de Gran Bretaña… de modo que podáis uniros con vuestros parientes del norte, el este, el sur y el oeste en la consecución de las aspiraciones de vuestra raza.

Firmado: F. S. Maude, teniente general, jefe de las fuerzas británicas en Iraq».

El soldado Dickens pasó la Primera Guerra Mundial luchando contra los musulmanes, primero los turcos en la bahía de Suvla, en Gallipoli, y luego el ejército turco -que incluía soldados iraquíes- en Mesopotamia. Habló «a menudo y admirablemente», recordaba su hija, de uno de sus jefes, el general sir Charles Munro, que, con 55 años, había luchado en los últimos meses de la campaña de Gallipoli y luego había desembarcado en Basora, en el sur de Iraq, al principio de la invasión británica.

Sin embargo, la dirección de Basora no salvó al sobrino de la hermana de Dickens, Samuel Martin, a quien los turcos mataron en Basora. Hilda recuerda: «Mi padre contaba que al matar un turco pensó que lo hacía en venganza por la muerte de su sobrino. No sé si estaban en el mismo batallón, pero tenían más o menos la misma edad, 22 años». En total, Gran Bretaña perdió 40.000 hombres en la campaña mesopotámica. Los británicos se habían enorgullecido de su ocupación inicial de Basora. Más de 80 años más tarde, Shamim Bhatia, un musulmán británico cuya familia procede de Pakistán, me envió una divertida carta junto con una serie de viejísimas postales impresas por The Times of India en Bombay, en nombre de la Asociación Cristiana de Jóvenes (YMCA) india. Una de ellas mostraba la artillería británica entre palmeras en Basora; otra, un soldado con salacot, volviéndose hacia la cámara mientras tras él sus camaradas amarran unos caballos; otras, la tripulación de una cañonera en el estuario de Shatt Al Arab y la ciudad de Kurna en poder de los turcos, con uno de sus edificios destrozado por los obuses británicos, poco antes de su rendición. Las ruinas, claro está, tenían el mismo aspecto que las ruinas iraquíes de hoy. No son infinitas las formas en que un obús puede destruir una casa.

Ya en 1914, los notables locales aseguraron a un oficial británico que «sería recibido en Bagdad con la misma cordialidad (que en el sur de Iraq) y que las tropas turcas ofrecerían poca o ninguna resistencia». Sin embargo, la invasión británica de Iraq fracasó. Cuando el general de división Charles Townshend subió con 13.000 hombres por el Tigris en dirección a Bagdad, se vio rodeado y derrotado por las fuerzas turcas en Kut Al Amara. Su rendición supuso el más absoluto de todos los desastres militares y acabó con una marcha de la muerte de los supervivientes británicos hacia los campos de prisioneros de Anatolia.

Las tumbas de 500 soldados en el cementerio de guerra de Kut quedaron anegadas por las aguas residuales durante el periodo de sanciones de las Naciones Unidas que siguió a la invasión iraquí de Kuwait en 1990, cuando no fue posible comprar piezas de recambio para las bombas que impedían la subida de las aguas negras. Visitando el cementerio en 1998, mi colega Patrick Cockburn encontró «tumbas… apenas visibles sobre la viscosa agua verde». «Una cruz de cemento rota -describe- sobresale de un lecho de juncos… Un cenagal en el que pululan miles de pequeñas ranas verdes como cucarachas alimentándose de detritos». Bagdad tenía en gran medida el mismo aspecto cuando llegó el soldado Dickens en 1917. Menos de dos años antes, un visitante había descrito una ciudad cuyas calles «se extendían vacías»: «Los establecimientos estaban en su mayoría cerrados… En el cementerio cristiano, al este de la carretera principal que conduce a Persia, flotaban los ataúdes y los cuerpos semidescompuestos. Debido al cólera que asolaba la ciudad (morían al día trescientas personas) los muertos cristianos ya se enterraban en el nuevo terraplén de la carretera principal, de manera que quienes circulaban por ella a pie o a caballo no sólo tenían que pasar por al lado, sino abrirse incluso camino entre las tumbas y sobre ellas… Ya no había vida en la ciudad». La ocupación británica estuvo cargada de sombríos precedentes históricos. Evidentemente, no hubo recibimiento cordial de las tropas británicas en Bagdad. En realidad, los soldados iraquíes que habían servido en el ejército turco, pero que «siempre albergaron ideas amistosas hacia los ingleses» fueron encarcelados -no en Abu Ghraib, sino en India- y estando en la cárcel se vieron «insultados y humillados de todas las formas». Esos mismos prisioneros deseaban saber si los británicos entregarían Iraq al jerife Hussein de Hejaz -a quien los británicos habían realizado efusivas y en última instancia mendaces promesas de independencia para el mundo árabe si luchaba junto a los aliados en contra de los turcos- sobre la base de que «algunos de los lugares sagrados musulmanes están situados en Mesopotamia».

Los funcionarios británicos creían que el control de Mesopotamia salvaguardaría los intereses petroleros británicos en Persia (la ocupación inicial de Basora estuvo claramente diseñada con ese propósito) y afirmaban: «Constituye a todas luces nuestro derecho y deber, si nos sacrificamos tanto por la paz del mundo, que velemos por hallar una compensación, de otro modo iríamos en contra de nuestros intereses», lo cual no coincidía con el modo de expresar el teniente general Maude las ambiciones de Gran Bretaña en su famosa proclama de 1917.

El conde de Asquith escribió en sus memorias que sir Edward Grey, el secretario de Exteriores, y él coincidieron en 1915 en que «tomar Mesopotamia… significa gastar millones en irrigación y desarrollo». Que es justamente lo que el presidente George Bush se vio obligado a hacer a los pocos meses de su invasión ilegal en el 2003.

Quienes quieran deleitarse en paralelismos históricos aún más espantosos deberían acudir a la espléndida obra del investigador iraquí Ghassan Attiyah, cuyo libro sobre la ocupación británica se publicó en Beirut mucho antes de que el régimen de Saddam se hiciera con el poder en Iraq, en una época en que aún estaban disponibles los archivos iraquíes y también los británicos sobe el periodo. El libro de Attiyah, Iraq, 1902-1921: A socio-political study, escrito 30 años antes de la invasión anglo-estadounidense, debería ser una lectura obligatoria de todos los estadistas occidentales que proyecten ocupar países árabes.

Según descubrió Attiyah, los británicos, una vez instalados en Bagdad, decidieron, en el invierno de 1917, que Iraq tenía que ser gobernado y reconstruido por un consejo formado en parte por asesores británicos «y en parte por representantes no oficiales elegidos entre los habitantes». La versión del 2003 de este consejo fue el Consejo de Gobierno provisional, supuesta creación del sucesor estadounidense de Maude, Paul Bremer.

Más tarde, los británicos pensaron que preferían un «gabinete compuesto por la mitad de nativos y la mitad de funcionarios británicos, tras el cual podría haber un consejo administrativo o algún órgano consultivo formado por completo de nativos prominentes». La viajera e investigadora Gertrude Bell, que se convirtió en secretaria oriental de la autoridad de la ocupación militar británica, no albergaba dudas sobre la opinión pública iraquí: «Cuanto más fuerte sea el dominio que seamos capaces de mantener aquí, más complacidos estarán los habitantes… No conciben un gobierno árabe independiente. Ni, lo confieso, tampoco yo. No hay aquí nadie capaz de dirigirlo». De nuevo, nos encontramos lejos de las nobles aspiraciones de la proclama de Maude emitida once meses antes. Y tampoco se habrían sorprendido los iraquíes si se les hubiera dicho (cosa que, por supuesto, no ocurrió) que el propio Maude se opuso con fuerza a la proclama que apareció firmada con su nombre y que en realidad fue escrita por sir Mark Sykes (el mismo Sykes que concluyó en 1916 el acuerdo secreto con F. Georges-Picot para el control posbélico por parte de franceses y británicos de gran parte de Oriente Medio).

Sin embargo, en septiembre de 1919, incluso los periodistas empezaban a darse cuenta de que los planes británicos para Iraq estaban basados en ilusiones. «Imagino -escribió el corresponsal de The Times el 23 de septiembre- que la opinión albergada por muchos ingleses acerca de Mesopotamia es que los habitantes locales nos recibirán con los brazos abiertos porque los hemos salvado de los turcos, y que el país sólo necesita desarrollarse para pagar el gran gasto en vidas inglesas y dinero inglés. Ninguno de estos ideales resiste un examen atento… Desde el punto de vista político, pedimos a los árabes que cedan su orgullo e independencia a cambio de una pequeña civilización occidental, cuyos beneficios se verán en gran medida absorbidos por los gastos de la administración». Menos de seis meses después, Gran Bretaña luchaba contra una insurrección militar en Iraq y el primer ministro David Lloyd George se enfrentaba a llamamientos en favor de una retirada militar. «¿No es en beneficio del pueblo de ese país que debería ser gobernado de modo que pudiera explotar esa tierra que ha sido atrofiada y consumida por la opresión? ¿Qué ocurriría si nos retiramos?». Lloyd George no abandonaría Iraq a la «anarquía y confusión». Para entonces, los funcionarios británicos en Bagdad culpaban de la violencia a la «agitación política local, originada fuera de Iraq», insinuando una posible implicación de Siria.

¿Cómo? ¿Puede la historia repetirse de forma tan perfecta? En lugar de la «anarquía» de Lloyd George, léase cualquier declaración de la fuerza de ocupación estadounidense advirtiendo de una «guerra civil» en caso de una retirada occidental. En lugar de Siria…. bueno, léase Siria.

A. T. Wilson, el principal funcionario británico en Iraq en 1920, adoptó una línea predecible. «No podemos mantener nuestra posición… mediante una política de conciliación con los extremistas. Habiendo emprendido la tarea de regenerar Mesopotamia, debemos estar dispuestos a suministrar hombres y dinero… Debemos estar dispuestos… a avanzar muy lentamente con las instituciones constitucionales y democráticas». Se produjeron combates en la ciudad chií de Kufa, así como un asedio británico de Najaf tras el asesinato de un funcionario británico. Los británicos exigieron «la rendición incondicional de los asesinos y todos los involucrados en la trama», y el principal teólogo chií, Sayed Jadum Yazdi, se abstuvo de apoyar la rebelión y se encerró en su casa. Once insurgentes fueron ejecutados. Un jeque local, Badr Al Rumaydh, se convirtió en objetivo. «Hay que matar o capturar a Badr, y hay que llevar a cabo una implacable caza del hombre hasta lograr este objetivo», escribió un funcionario político británico.

Los británicos se daban cuenta ya de que habían cometido un gran error político. Se había enajenado a un importante grupo político, los funcionarios y oficiales iraquíes que habían estado al servicio de los turcos. Las filas de los desafectos no dejaban de crecer. En lugar de Kufa 1920, léase Kufa 2004. En lugar de Najaf 1920, léase Najaf 2004. En lugar de Yazdi, léase el gran ayatolá Ali Al Sistani. En lugar de Badr, léase Moqtada Al Sadr.

En 1920 estalló otra insurrección en la zona de Falluja, donde el jeque Dhari mató a un oficial británico, el coronel Leachman, y cortó el tráfico ferroviario entre Falluja y Bagdad. Los británicos avanzaron sobre Falluja e infligieron un «fuerte castigo a la tribu». En lugar de Falluja, por supuesto, léase Falluja. ¿Y el emplazamiento del fuerte castigo? Hoy se conoce como Jan Dari, y fue el escenario del primer asesinato de un soldado estadounidense con una bomba colocada junto a la carretera en el 2003.

Presas de la desesperación, los británicos necesitaban «completar la fachada del gobierno árabe». Y así, con el apoyo entusiasta de Winston Churchill, los británicos dieron el trono de Iraq al rey hachemí Faisal, hijo del jerife Hussein, un premio de consolación para el hombre al que los franceses acababan de expulsar de Damasco. París no tenía reyes en el territorio sirio bajo su mandato. En lo sucesivo, el gobierno británico -privado de fondos para la reconstrucción a causa de una recesión internacional y enfrentado a unos militares cada vez más reticentes, puesto que habían luchado durante la guerra de 1914-1918 y esperaban la desmovilización- se basarían en la fuerza aéra para imponer sus deseos.

No hay reyes que imponer hoy en Iraq (el antiguo príncipe heredero Hassan de Jordania abandonó la liza poco antes de la invasión), de modo que hemos instalado como primer ministro a Iyad Alaui, antigua baza de la CIA, con la esperanza de que pueda proporcionar el mismo barniz de soberanía que antaño proporcionó Faisal. Nuestros soldados pueden ocultarse en el desierto, esperemos que sin ser atacados; y sólo habría que recurrir a ellos si son necesarios para sostener el tambaleante poder de nuestro Faisal actual.

Y llegamos así al inmediato futuro de Iraq. ¿Cómo vamos a conseguir el control de Iraq afirmando al mismo tiempo que cedemos la plena soberanía? Una vez más, los archivos acuden a rescatarnos. La RAF, de nuevo con el apoyo de Churchill, bombardeó los poblados rebeldes y las tribus disidentes. Churchill instó al uso de gas mostaza, empleado ya contra los rebeldes chiíes en 1920.

Al comandante Arthur Harris, más tarde mariscal de la RAF y el hombre que perfeccionó la devastadora destrucción de Hamburgo, Dresde y otras ciudades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial, se le encomendó la misión de refinar el bombardeo de los insurgentes iraquíes. La RAf descubrió, según escribió mucho más tarde, «que quemando sus poblados hechos con chozas de juncos, tras darles el aviso de que los abandonaran, les provocábamos un máximo de inconvenientes, sin daño físico , y pronto cesarán en sus incursiones y saqueos». Es lo que, con su forma de mutilar el idioma, el Pentágono llama hoy guerra light. Sin embargo, el bombardeo no fue tan quirúrgico como insinuaría el biógrafo oficial de Harris. En el año1924, había admitido que «ahora ya saben (los árabes y los kurdos) qué significan los bombardeos de verdad, en bajas y en daños; saben que en menos de 45 minutos todo un pueblo puede quedar completamente arrasado y un tercio de su población muertos o heridos».

T. E. Lawrence -Lawrence de Arabia- observó en una carta a The Observer en 1920 que «es raro que no utilicemos gas venenoso en tales ocasiones». El brigadier Lionel Charlton quedó tan horrorizado por las bajas infligidas a campesinos inocentes que dimitió de su puesto como jefe de la fuerza aérea del Estado Mayor en Iraq porque ya no podía «mantener la política de intimidación con bombas». Había visitado un hospital iraquí y lo había encontrado lleno de civiles heridos. Tras el bombardeo por parte de la RAF de la ciudad kurda rebelde de Suleimaniya, Charlton «supo de la atestada vida de esos poblados e imaginó con horror la llegada de una bomba, sin previo aviso, en medio de un mercado o en el bazar. Hombres, mujeres y niños sufrirían por igual». Ya hemos presenciado el uso casi indiscriminado de la fuerza aérea por parte de los militares estadounidenses en Iraq: la destrucción de viviendas en pueblos disidentes, el bombardeo de mezquitas donde supuestamente se ocultaban armas, la matanza desde el aire de terroristas cerca de la frontera siria (en realidad, la celebración de una boda). Gran parte de esta política se adoptó en la ya abandonada democracia de Afganistán.

En cuanto a los soldados, hace 80 años no era posible embarcar sus cadáveres y repatriarlos desde Oriente Medio de modo que los enterramos en el gran cementerio de la Puerta Norte, donde aún siguen, la mayoría de ellos sin haber cumplido los veinte años o poco más. No hemos ocultado los ataúdes. Su última morada sigue hoy a la vista de todos, frente a las ruinas de la embajada turca, destruida en un atentado suicida.

En cuanto a la lápida de Samuel Martin, estuvo durante años en el cementerio de Basora con la siguiente inscripción: «En memoria del soldado Samuel Martin, 24384, 8.º batallón, Regimiento de Cheshire, que murió el domingo 9 de abril de 1916. Soldado Martin, hijo de George y Sarah Martin, de la Taberna de la Haya, Barnton, Northwich, Cheshire».

En las tormentas de fuego que azotaron Basora durante la guerra de 1980-1988 contra Irán, el cementerio fue destruido y saqueado, y muchas lápidas acabaron hechas añicos de un modo irrecuperable. Cuando lo visité en los caóticos meses que siguieron a la invasión anglo-estadounidense del 2003, encontré perros salvajes vagabundeando entre las lápidas destrozadas. Incluso los adornos de latón del monumento central habían sido desvalijados. Sic transit gloria.

© The Independent
Traducción: Juan Gabriel López Guix Fourth Estate publicará ‘The great war for civilisation: the conquest of the Middle East’, de Robert Fisk, a principios del año que viene.