Dos días antes de que los cristianos celebraran el nacimiento de Jesucristo, el pasado 23 de diciembre, le salía al Mesías un competidor. Esta vez no provenía de Belén, aunque obraba «milagros» cerca de esos pagos de ardientes planicies. Y no era un nuevo Cordero de Dios, no. Más bien se asemejaba (se asemeja) a […]
Dos días antes de que los cristianos celebraran el nacimiento de Jesucristo, el pasado 23 de diciembre, le salía al Mesías un competidor. Esta vez no provenía de Belén, aunque obraba «milagros» cerca de esos pagos de ardientes planicies. Y no era un nuevo Cordero de Dios, no. Más bien se asemejaba (se asemeja) a Atila, el azote divino, como para estar más a la moda.
Y para eso precisamente, para estar a tono con los tiempos, este nuevo «enviado», estadounidense y jefe del Pentágono por más señas, se pronunciaba por la salvación de sus compatriotas en primer término, olvidando como de pasada que el Señor dispensa su gracia sin atender a la nacionalidad del bendecido. Atila, sí, porque la «salvación» de unos devendría la condenación de otros. En esta caso, los «paganos» iraquíes.
El inefable Donald Rumsfeld anunciaba la primera retirada de contingentes norteamericanos -parte de las huracanadas huestes de un redivivo rey de los hunos- no desde el monte del Olivo ni desde la bíblica Jerusalén… Lo hacía desde otro lugar harto simbólico: Faluya, vórtice de la insurgencia local.
¿A quién quiere salvar Donald? ¿A sus soldados de los iraquíes? ¿A los iraquíes de sus soldados? Frío, frío, responderíamos al preguntón. Quiere salvarse a sí mismo, y a la administración actual, y, en última instancia, al sistema que los cobija. Eso sí: desea que en el subconsciente de su país se entronice la percepción de que salva a todos los suyos, que lo obligan a este paso taumatúrgico con la caída en picada de la popularidad de Bush, por debajo de 40 por ciento a causa de desaguisados como una guerra que muchos consideran irracional.
Se han cancelado los planes de mandar dos brigadas de combate frescas, dijo Rumsfeld con ademán beatífico, dando a entender que la situación en Mesopotamia comienza a enderezarse, como consecuencia de «la mayor presencia de tropas iraquíes para defender su país y de los progresos en la agenda política».
Y aquí nos encrespamos. Y pretendemos quebrar la retahíla de sofismas rumsfeldianos. En primer lugar, la reducción resulta más pretendida que real, pues esos 20 mil que regresan a casa habían llegado poco antes de los recientes comicios; tras el repliegue, quedarán casi tantos militares como en los últimos dos años de ocupación. Lo que en buen romance viene a ser una operación de imagen. Puro alarde. Un reporte de Eusebio Val, corresponsal en Washington de La Vanguardia (diario catalán), nos da la razón: «La presencia militar estadounidense en Iraq se eleva actualmente a unos 160 mil efectivos, unos 22 mil más que la media desplegada durante todo el año. El refuerzo tuvo como objetivo garantizar la seguridad durante las pasadas elecciones».
Todo un «rosario»… de sofismas
Sí, la situación en Iraq está muy lejos de «enderezarse». La insurgencia -dividida entre nacionalistas y fundamentalistas islámicos- ha causado más de dos mil 140 bajas mortales al ejército gringo. Los secuestros de extranjeros y las minas furtivas, las emboscadas a los yanquis y sus cipayos, la detonación de coches-bomba han dejado de ser noticia en la nación del Golfo.
Pero aludamos a otro de los sofismas. El de la «mayor presencia de tropas iraquíes para defender su país». Aun en el caso de que estas sobrepasen la impresionante cifra de cien mil, como se proclama a bombo y platillo, todo el mundo sabe -el que no, simplemente no lo quiere saber- que esos efectivos están contribuyendo a la desestabilización, en una suerte de efecto bumerán que quita el sueño a los «grandes» estrategas del Pentágono. La revelada tortura a que han sido sometidos más de 170 sunnitas en una prisión subterránea del Ministerio del Interior, los detalles sobre la existencia de escuadrones de la muerte dentro de la policía «nacional», bajo control de dos milicias chiitas, y la evidente infiltración de los patriotas en las fuerzas de seguridad serviles a los invasores constituyen algunos de los ejemplos a mano.
Ahora toca el turno a los «progresos en la agenda política». Cuando escribimos estas líneas, aún sin haberse oreado públicamente los resultados, parece cierto que las elecciones parlamentarias, realizadas el jueves 15 de diciembre, contaron con la participación tanto de sunnitas como de chiitas; parece también que asistió el 70 por ciento de los 15,5 millones de empadronados. Y repito el verbo «parecer» porque, más que como irrecusable triunfo sobre gente cansada de dar la batalla contra los ocupantes, el sufragio se ha movido con la lógica de sombras chinescas empeñadas en pasar por figuras tan claras como la vida misma: el panorama post electoral se vio ipso facto agitado por denuncias de «fraude a gran escala» como la hecha por Adnan Dulaimi, presidente del Frente de la Concordia (Tawafuk), principal lista sunnita en unos comicios a los que, por cierto, esa rama minoritaria del Islam en Iraq (el sunnismo) acudió básicamente con la intención de granjearse un espacio que le permita influir en futuras decisiones políticas, luego de boicotear las elecciones anteriores, del 30 de enero, para un Parlamento transitorio, y el referéndum del 15 de octubre, que confirmó la nueva Constitución.
Las elecciones
No son gratuitas, por supuesto. Como asevera el destacado analista vasco Txente Rekondo, en el sitio Rebelión, esas elecciones parlamentarias suponen un nuevo paso dentro de la estrategia marcada y teledirigida desde Washington. Elecciones como fachada. Otra imitación de la vida. Sombra chinesca que vendría a calzar la famosa Estrategia Nacional para la Victoria en Iraq, sustentadora de «las ideas que todos conocemos. Acabar con la resistencia y el terrorismo, permitir una transición hacia la democracia (a la americana), fomentar las instituciones democráticas y ayudar en el desarrollo económico, al tiempo que se busca el apoyo internacional para Iraq y este proyecto». Mil veces apoyo para la esquila.
Pero el tiro bien puede salir por la culata, ya que -muchos analistas coinciden- la gran mayoría de quienes votaron no lo hicieron tanto para afirmar un régimen como «para cumplir una serie de momentos procesales que acerquen lo más posible la retirada del ejército de anglosajones y acólitos que garantiza el mantenimiento del poder actual».
Además, los resultados del sufragio no han disminuido el temor de que el país se fragmente. Al contrario. De acuerdo con el colega Julio Morejón, de Prensa Latina, «pese a que la unidad es uno de los requisitos lógicos para recibir en mejores condiciones el apoyo exterior al proceso de reconstrucción, la realidad indica otra cosa. Los datos más recientes vuelven a colocar a los islamistas chiitas -principalmente asentados en el sur petrolero del país- como mayoría en el Parlamento».
Lo cual crea una situación de desequilibrio permanente en la práctica del poder y amenaza con enajenar a comunidades, implantando un estado de cosas que se dijo combatir en época de Saddam Hussein. Si antes los sunnitas en la élite, ahora los chiitas en su lugar. No en vano miríadas de observadores previenen la desintegración de Iraq como Estado único. «El gobierno central podría terminar por no ser otra cosa que unos pocos edificios en la Zona Verde», afirmó, adusto, un ministro iraquí citado por más de un comentarista. «EE.UU. y Gran Bretaña trabajan desesperadamente por impedirlo.» Ello les daría la «independencia económica a kurdos y chiitas, en el norte y en el sur», rebosantes de hidrocarburo.
¿Y la independencia política de Washington? ¿Será por esto que el ex secretario de Estado Colin Powell declaró su preocupación por que las elecciones acentúen las divisiones étnicas y lleven a una guerra civil? Sobre el vigor de las milicias chiitas, Powell ha expresado, sin cortapisa alguna: «Su lealtad es con su tribu, etnicidad y región, y no necesariamente con el esfuerzo nacional, ni con el gobierno central».
Y ha dicho bien. Solo que no en aras de la paz universal. El hombre trata de conjurar el caos que impida lo anunciado: «Tan pronto el nuevo gobierno iraquí proyecte una apariencia de legitimidad democrática se firmarán y sellarán grandes contratos petrolíferos (…), Acuerdos de Reparto de la Producción, entre empresas estadounidenses y el recién nombrado y amistoso gobierno iraquí».
Ah, al fin la causa última que mueve a USA. Por eso, la Casa Blanca no puede ni quiere reparar en las lágrimas con que el senador demócrata John Murtha presentó en la Cámara de Representantes la primera moción que exige la salida inmediata de su país de Iraq. «El ejército está arruinado, desgastado» y «vive día a día», sollozó el asesor de presidentes en asuntos bélicos sin comprender que los Mesías están por encima de las humanas flaquezas. Y que Rumsfeld, Bush y sus neoconservadores, desean la salvación… de sus intereses. «Salvación» que vendría dada si los iraquíes se lo permiten. Si los iraquíes se empecinan en ver luz donde solo habrá sombras que a la vida imitan.