EEUU y Reino Unido transitan por su cuarto año de ocupación militar de Iraq en una coyuntura extremadamente delicada, pese a la reciente designación del nuevo gobierno de Nuri al-Maliki. El fracaso de los ocupantes es doble: en lo militar, por cuanto no han podido erradicar a una resistencia que se nutre de los mayúsculos […]
EEUU y Reino Unido transitan por su cuarto año de ocupación militar de Iraq en una coyuntura extremadamente delicada, pese a la reciente designación del nuevo gobierno de Nuri al-Maliki. El fracaso de los ocupantes es doble: en lo militar, por cuanto no han podido erradicar a una resistencia que se nutre de los mayúsculos errores cometidos y del deterioro de las condiciones básicas de vida de la población; en lo político, por cuanto se han visto atrapados en la propia lógica sectaria que imprimieron al proceso de institucionalización interna, diseñado en su día por Paul Bremer.
Precisados de triunfos, EEUU y el nuevo gobierno iraquí han presentando la muerte de al-Zarqawi, el evanescente líder de al-Qaeda en Iraq, como un «punto de inflexión» en la situación interna iraquí. Como ha ocurrido en anteriores ocasiones -por ejemplo, tras la captura de Sadam Husein- los hechos demostrarán inmediatamente que no es así. Las dimensiones de la actividad armada contra los ocupantes no pueden atribuirse al grupo de Zarqawi, que, según documentos recientes de la propia organización, apenas cuenta con unas pocas decenas de militantes. La resistencia en Iraq y su mantenimiento es un fenómeno genuinamente interno. El repaso a algunos datos oficiales del Pentágono permite así confirmarlo.
Hace pocos días, el secretario de Defensa de EEUU, Donald Runsfeld, reconocía ante el Senado que no cabe imaginar una reducción significativa de tropas estadounidenses a lo largo de 2006, en la actualidad, 133.000 efectivos. En estos meses se mantiene la cifra media de entre dos y tres soldados estadounidenses muertos al día en combate, mientras que el número total de heridos supera los 17.000, de los cuales 8.000 no han podido retornar al combate por sus graves secuelas. Siempre según datos del Pentágono, el número de ataques armados en Iraq se incrementó en 2005 en un 30% respecto a 2004, hasta más de 34.000, es decir, casi 100 diarios. De ellos, menos del 1% fueron ataques suicidas o coches-bomba, acciones atribuibles en buena medida a la red al-Qaeda, cuando no a opacas tramas de servicios secretos.
Según la Institución Brookings de Washington, las fuerzas estadounidenses dan muerte cada mes a una media aproximada de al menos 3.000 combatientes iraquíes. El pasado 21 de abril el Alto Comisionado de Derechos Humanos de Naciones Unidas para Iraq, Gianni Magazzeni, indicaba en Bagdad que casi 30.000 personas están detenidas en Iraq (más de 14.000 bajo control de las fuerzas de ocupación), una cifra que no deja de aumentar pese a las recurrentes excarcelaciones. Si se recuerda la estimación oficial del Pentágono de que la resistencia iraquí podría estar integrada por unos 20.000 combatientes, las cifras no cuadran: o bien el número de iraquíes involucrados en la resistencia es muy superior al reconocido, o bien su capacidad de renovación -su apoyo popular, en suma- es admirable. «El número de ataques de la resistencia sigue en aumento y no hay previsión de una reducción debido a que [los grupos de la resistencia] son parte intrínseca de la población iraquí», sintetizaba un alto oficial estadounidense destinado en Iraq en un documento del Congreso de EEUU del pasado 6 de febrero.
Mientras apenas se avanza en el proceso de creación del nuevo ejército iraquí (ninguno de sus 100 batallones ya creados se considera apto para combatir en solitario), tras un otoño de intensísimos operativos a lo largo del río Éufrates, EEUU está procediendo a una repliegue efectivo sobre el terreno a fin de limitar el número de bajas. El Pentágono ha cuadruplicado en los últimos meses los bombardeos aéreos y con misiles sobre Iraq, mientras acuartela a sus tropas en bases. El resultado de todo ello es imaginable: el incremento de destrucción y de víctimas civiles, además de la pérdida efectiva del control territorial, ya precario incluso en la capital. Las proyecciones del estudio de la Universidad Johns Hopkins, de Baltimore, publicado en octubre de 2004 en la revista Lancet, sitúan en la actualidad en una orquilla de entre 125.000 y 250.000 el número de iraquíes muertos desde el inicio de la ocupación.
El único alivio que le restaría a EEUU y Reino Unido tampoco se materializa: la consolidación del proceso político interno, cuya última fase ha sido la designación del nuevo gobierno de al-Maliki cinco meses después de las elecciones de diciembre de 2005. En estos comicios, llevados a cabo sin supervisión internacional alguna, la lista confesional chií Alianza Unida Iraquí, si bien no obtuvo la mayoría absoluta, salió revalidada como la fuerza hegemónica de las nuevas instituciones, apenas contrapesada por los bloques kurdo y sunní. De las 37 carteras del nuevo gobierno, 19 han ido a miembros de formaciones confesionales chiíes. Esta situación es hoy particularmente desasosegante para EEUU y Reino Unido, dado que sus principales interlocutores en Iraq mantienen vínculos directos con Irán, quedando con ello cautivos ambos Gobiernos del conjunto de la negociación de la agenda iraní, concretamente de la resolución del problema del desarrollo del programa nuclear iraní.
Los primeros meses de 2006 muestran además claros indicios de que los ocupantes están perdiendo el control interno a favor de sus socios del campo confesional chií. La lógica de aplastamiento militar directo de la resistencia, demostrada ineficaz, está siendo reemplazada por otra no menos terrible de asesinatos y terror ejecutada por escuadrones de la muerte insertos -como denuncia Naciones Unidas- en los nuevos cuerpos de seguridad iraquíes. Hasta 7.000 personas han sido ejecutadas, tras ser secuestradas y torturadas, desde febrero solo en el área de Bagdad.
Sin duda diferentes sujetos internos y externos están interesados en llevar a Iraq a un estallido violento. Matanzas sectarias y evidentes provocaciones están alentando una confrontación civil en Iraq, sin duda con el ánimo de que el país bascule definitivamente hacia su división efectiva en entidades confesionales, lo cual, dada la complejidad y mixtura social de Iraq, solo podría lograrse con un terrorífico baño de sangre. La pregunta de si los ocupantes han generado conscientemente este horizonte de confrontación civil puede resultar ya retórica a estas alturas. La pregunta relevante es, más bien, cómo va a afrontar la propia sociedad iraquí esta terrible espiral de violencia inoculada.
Sin embargo, nada hay en la historia de Iraq que permita vaticinar como inevitable una guerra civil. Todo lo contrario: las virtudes de este pueblo, su larga historia compartida de creatividad y laboriosidad, de abnegación ante la injusticia y las penalidades, son -junto con la retirada de los ocupantes- los resortes que pueden permitir a Iraq salir adelante y esquivar ese destino que, interesadamente, se considera ineludible. Pero el tiempo corre en contra de ello.
Carlos Varea es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y coordinador de la Campaña Estatal contra la Ocupación y por la Soberanía de Iraq (www.iraqsolidaridad.org)