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José Couso, in memoriam

Fuentes: Público

No han pasado cinco años. El dolor no se ha multiplicado inútilmente y George Bush, el presidente de una de las democracias más sólidas del mundo, no continúa justificando una guerra en la que, según un estudio de la Escuela de Salud Pública Bloomberg, de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, una quinta parte de […]

No han pasado cinco años. El dolor no se ha multiplicado inútilmente y George Bush, el presidente de una de las democracias más sólidas del mundo, no continúa justificando una guerra en la que, según un estudio de la Escuela de Salud Pública Bloomberg, de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, una quinta parte de los hogares iraquíes perdieron al menos a un miembro de su familia durante los dos primeros años de la ocupación. No ha pasado el tiempo desde que la prestigiosa revista The Lancet, editada por la Asociación Médica Británica, publicó aquel informe en el que ya se calculaba el número de muertos en más de 650.000. Pero no han pasado dos años desde entonces, los gobiernos británico y norteamericano no se apresuraron a desmentir los datos del informe y la cifra no se eleva hoy hasta el millón, según denuncian algunas asociaciones de Derechos Humanos. No. No han pasado cinco años desde aquel 3 de marzo de 2003, a las 5.30 de la mañana, cuando fuerzas militares de los Estados Unidos y del Reino Unido, junto a otros países aliados, iniciaron sus bombardeos sobre Bagdad, en una campaña que el Pentágono bautizó como Conmoción y espanto. Conmoción y espanto, sí, todavía hoy, después de cinco años. Pero no ha pasado el tiempo. Los hijos de José Couso no han crecido huérfanos, como otros hijos iraquíes, norteamericanos, italianos, holandeses, o ingleses, y sus hermanos no han dedicado sus vidas a reclamar la justicia que se les niega desde el 8 de abril de 2003, cuando lo mató un proyectil disparado desde un tanque de la compañía de la 3ª División de Infantería del Ejército estadounidense, cuyos ocupantes habían sido informados previamente de que en el hotel Palestina se alojaba la Prensa extranjera. No. La madre de José no ha pasado mil ochocientas veinticinco noches de insomnio y otros tantos días de pesadilla. Y los que apoyaron en las Azores una guerra que calificaron con el irónico apelativo de «justa», no se pasean dando conferencias por los cuatro continentes, sin el menor signo de arrepentimiento, sin el más mínimo rubor y con idéntico discurso. A pesar de las heridas por las que se desangra Irak y del millón de desplazados que, según la Oficina Internacional de Migraciones, se sumarán este año a 1,4 millones que ya han abandonado sus casas; a pesar de que nadie pudo probar la existencia de armas de destrucción masiva en territorio iraquí; a pesar de que los argumentos que utilizó la llamada «Coalición» para justificar la invasión, se cayeron antes de comenzar los bombardeos, porque las armas que buscaban se habían destruido en 1991, doce años antes de aquel 3 de marzo; a pesar de los 50.000 detenidos sin cargos que se llegaron a contabilizar tras la invasión, la mitad en cárceles secretas donde, todavía hoy, en nombre de los derechos más elementales del hombre, se pisotean, uno detrás de otro, esos mismos derechos que los carceleros pretenden defender; a pesar de la vergüenza de Guantánamo y de Abu Ghraib, la punta de un iceberg que espanta y conmociona, tal y como se proponía el Pentágono con esta «guerra justa»; a pesar de la escalada de atentados diarios en las principales ciudades iraquíes; a pesar de las matanzas de civiles, y de la falta de alimentos, agua, electricidad, y equipos sanitarios; a pesar de los asesinatos selectivos de profesores universitarios, casi 300 y centenares de desaparecidos, según las últimas informaciones ofrecidas por la ONG Irak Solidaridad, el último, un decano de 75 años; a pesar de que el mundo es hoy un lugar infinitamente más peligroso que antes de que aquellos estadistas reunidos en las islas portuguesas se creyeran en el derecho y en la obligación de tutelar, fuera de sus fronteras y a cualquier precio, los principios democráticos tras los que se escudaron para invadir un enclave estratégico en el negocio de los carburantes, provocando la miseria y la desesperación en el pueblo que pretendían liberar. No. No han pasado los días y las noches en las casas de cada una de las víctimas de aquella sinrazón, contra la que se movilizaron millones de personas en todo el mundo, de todos los signos políticos del abanico democrático, sin que los supuestos adalides de la libertad atendieran el clamor de sus voces. No han pasado 60 meses sobre el tanque M1 Abrams que disparó contra el piso 15 del hotel Palestina, donde los periodistas hacían su trabajo, tratando de informar sobre aquel despropósito. No han pasado las horas de incertidumbre tras el impacto del proyectil que mató a José y al periodista ucraniano Taras Protsyuk, ni la desolación, después de la certeza de una muerte de la que todavía no se han asumido responsabilidades. No ha pasado el horror, ni la indignación de los que saben que aquel disparo debería haberse evitado y luchan aún por la reparación de las heridas. No. No han pasado los años. Ni para la memoria, ni para el olvido. No han pasado. Por mucho que se empeñen en tratar de silenciar las voces de los que siguen reclamando justicia. Por mucho que la familia se encuentre con un muro que no cede y cada 8 de abril, como cada día 8 de cada mes, se encuentre con idéntico silencio delante de la Embajada de los Estados Unidos, cuando reclama aquello que se le debería haber entregado por derecho. No. No ha pasado el tiempo. Ni para la familia, ni para los que la apoyan en este particular duelo entre David y Goliat, que sólo terminará cuando se desagravie el daño que causó aquel tanque. Porque, a pesar de los muchos intentos de sepultarlo para siempre, no han pasado cinco años. No. No han pasado. Y José Couso no ha muerto.

Inma Chacón es escritora y profesora de Documentación en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.

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