Saddam Hussein a la horca. Es una ecuación sencilla. ¿Quién podría ser más merecedor de dar sus últimos pasos en el patíbulo y de que se le rompa el cuello al final de una cuerda que la Bestia de Bagdad , el Hitler del Tigris , el hombre que asesinó a cientos de miles de […]
Saddam Hussein a la horca. Es una ecuación sencilla. ¿Quién podría ser más merecedor de dar sus últimos pasos en el patíbulo y de que se le rompa el cuello al final de una cuerda que la Bestia de Bagdad , el Hitler del Tigris , el hombre que asesinó a cientos de miles de iraquíes inocentes rociando armas químicas sobre sus enemigos?
Dentro de unas horas nuestros amos nos dirán que éste es un «gran día» para los iraquíes y que esperan que el mundo musulmán olvide que la sentencia de muerte fue firmada por el «gobierno iraquí», pero claramente por órdenes de los estadunidenses, el mismo día del Eid al Adha, la fiesta del sacrificio, en que se celebra el perdón en todo el mundo árabe.
Pero la historia registrará que los árabes y otros musulmanes, al igual que muchos en Occidente, se harán este fin de semana una pregunta que no aparecerá en diarios occidentales porque no pertenece al discurso que nos han impuesto nuestros presidentes y primeros ministros ¿Y qué pasará con los otros culpables?
No, Tony Blair no es Saddam. Nosotros no arrojamos gases a nuestros enemigos. George W. Bush no es Saddam. El no invadió Irán ni Kuwait. Sólo invadió Irak. Pero cientos de miles de civiles iraquíes están muertos y miles de tropas occidentales han muerto, porque los señores Bush, Blair, y los gobernantes de España, Italia y Australia, fueron a la guerra en 2003 envueltos en una bazofia de mentiras y mendacidad, lo cual, dadas las armas que usamos, resultó en una inmensa brutalidad.
En el caos que siguió a los crímenes internacionales contra la humanidad de 2001 hemos torturado, agredido brutalmente y asesinado a inocentes. A la infame prisión de Abu Ghraib de Saddam Hussein le añadimos nuestra propia infamia. Y con todo, se supone que debemos olvidar estos crímenes terribles y aplaudir cuando se columpie el cadáver del dictador que nosotros mismos creamos.
¿Quién alentó a Saddam a invadir Irán en 1980, en lo que fue uno de los peores crímenes de guerra jamás cometidos, dado que esto fue lo que llevó a la muerte a millón y medio de almas? ¿Quién le vendió los componentes para fabricar las armas químicas con las que empapó a Irán y a los kurdos? Fuimos nosotros.
No es de extrañar que los estadunidenses, quienes controlaron el peculiar juicio, prohibieron que se mencionara ésta, su peor atrocidad, durante el proceso. ¿Era posible que Hussein fuera entregado a los iraníes para que ellos lo juzgaran por sus masivos crímenes de guerra? Claro que no, porque eso expondría nuestra culpabilidad.
¿Y nuestros asesinatos perpetrados en 2003 con nuestras bombas de uranio empobrecido, nuestras bombas «destruye búnkers «, nuestro fósforo, nuestros sanguinarios sitios en torno de Fallujah y Najaf. Y luego, tras la invasión, el infernal desastre de anarquía que desencadenamos sobre la población iraquí después de nuestra «victoria» y nuestra «misión cumplida», ¿a quién se va a encontrar culpable por esto? Tendremos que esperar que salgan las ególatras memorias de Bush y Blair, que serán escritas, con toda seguridad, desde un cómodo y próspero retiro, para hallar un leve remordimiento o intento de expiación por estos hechos.
Horas después de que se dictara la condena a muerte contra Saddam Hussein, su familia su primera esposa, Sajida, su hija y otros parientes habían abandonado toda esperanza. «Lo que se podía hacer ya se hizo, sólo podemos esperar que todo siga su curso», me dijo uno de sus parientes, la noche del viernes.
Pero Saddam ya lo sabía, él mismo proclamó su «martirio», afirmó que aún es presidente de Irak y que morirá por su país. Todos los hombres condenados enfrentan una disyuntiva: morir implorando clemencia o morir con la dignidad que puedan reunir en sus últimas horas de vida.
Durante su última aparición ante el tribunal, una sonrisa raquítica se extendió por el rostro del asesino en masa, y ésta nos mostró, desde entonces, la forma que Saddam ha elegido para caminar hasta la horca.
He documentado sus monstruosos crímenes durante años. He hablado con los sobrevivientes kurdos de Halabja, y con los chiítas que se levantaron contra el dictador a petición nuestra, en 1991, y que abandonamos a su suerte. Decenas de miles de ellos, junto con sus esposas, fueron colgados como animales de caza por los verdugos de Saddam.
Recorrí una cámara de ejecución, sólo meses después de que se descubrió que nosotros usamos la misma prisión para torturar y matar, y he visto a los iraquíes desenterrar a miles de parientes muertos de las fosas comunes de Hilla. Uno de estos cadáveres tenía una prótesis de cadera recién implantada y la identificación del hospital todavía colgaba del brazo. Lo llevaron del hospital directamente a su lugar de ejecución. Al igual que lo hizo Donald Rumsfeld, tuve la oportunidad de estrechar la suave y húmeda mano del dictador. Y con todo, el viejo criminal de guerra terminó sus días en el poder escribiendo novelas románticas.
Fue mi colega Tom Friedman quien hoy es un mesiánico columnista del diario The New York Time s quien describió perfectamente el carácter de Saddam poco antes de la invasión de 2003: «mitad don Corleone y mitad Pato Donald». Con esta definición única, Friedman capturó el horror que tienen en común todos los dictadores, su atracción hacia el sadismo, su naturaleza grotesca e inverosímil, además de su brutalidad.
Pero no es así como el mundo árabe lo percibirá. Al principio, los que sufrieron la crueldad de Saddam darán la bienvenida a su ejecución. Cientos quieren ser el verdugo que jale la palanca que abrirá la trampa de la horca a través de la cual caerá el ex gobernante iraquí.
Muchos kurdos y chiítas fuera de Irak celebrarán su fin. Pero tanto ellos como millones de otros musulmanes recordarán cómo se le informó que su ejecución sería en la madrugada de la fiesta de Eid al Adha, en la que se recuerda el sacrificio que casi ejecutó Abraham contra su hijo; una fiesta que incluso el horrendo Saddam conmemoraba, cínicamente, liberando a presos de las cárceles.
Puede ser que Saddam Hussein haya sido «entregado a las autoridades iraquíes» justo antes de morir, pero su ejecución será percibida correctamente como obra de Estados Unidos y el tiempo se encargará de darle a este hecho un último barniz duradero, pues nada evitará que quede la impresión de que Occidente destruyó a un líder árabe cuando éste se negó a seguir obedeciendo las órdenes de Washington y que, a pesar de todas sus atrocidades, falleció como un mártir a manos de los nuevos cruzados. De eso se encargarán algunos historiadores árabes que aprovecharán el hecho de que Hussein no haya sido juzgado por todos sus crímenes.
Después de que Saddam fue capturado, en noviembre de 2003, se incrementó la ferocidad con que la insurgencia atacaba a las tropas estadunidenses. Después de su muerte, de nuevo se redoblará esta intensidad. Liberados ya de la remota posibilidad de que se le conmutara la sentencia, los enemigos de Occidente no tienen razón para temer el regreso del régimen del partido Baaz. Nada más tomen en cuenta que Osama Bin Laden se regocijará por la ejecución tanto como Bush y Blair. Se han vengado ya tantos crímenes, y aún así, nosotros nos hemos escapado de la justicia.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca