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Chinatown (1974), de Roman Polanski

La codicia no tiene nacionalidad

Fuentes: Rebelión

En 1974 aparece Chinatown, la obra de Roman Polanski, catalogado como filme de misterio por la crítica y ya se sabe, por García Lorca: «Solo el misterio nos hace vivir. Solo el misterio». Escúchese/léase bien: un filme de misterio, tal como lo describe el propio cineasta, al hablar de su interés por hacer el filme […]

En 1974 aparece Chinatown, la obra de Roman Polanski, catalogado como filme de misterio por la crítica y ya se sabe, por García Lorca: «Solo el misterio nos hace vivir. Solo el misterio». Escúchese/léase bien: un filme de misterio, tal como lo describe el propio cineasta, al hablar de su interés por hacer el filme en una ciudad que nunca fue su lugar predilecto para vivir: «Aunque Los Ángeles era el lugar del mundo en el que menos me apetecía vivir, me interesaba mucho hacer la película. No solo por el dinero, que no estaba nada mal, ni por el porcentaje sobre los beneficios que jamás me habían ofrecido, sino también porque sentía deseos de hacer algo completamente distinto… en este caso, un filme de misterio de gran calidad en el que se iba a mostrar de qué manera la codicia humana había configurado la historia y las fronteras de Los Ángeles.» (1) Pero, la cosa se complica cuando se sabe que la obra en mención, más que un filme noir o un thriller o un filme de gángsters, es lo que el crítico Miguel Marías llamó en la década de 1970 una Detective Story. Pues esa es la de Jake Gittes (Jack Nicholson), el detective privado que protagoniza Chinatown:  un ejemplar clásico de la fauna literaria de la que desciende. La historia detectivesca es un subgénero cuyas más ilustres figuras literarias, serían: Dashiell Hammett (1920/30), Raymond Chandler (1940/50) y Ross MacDonald (de 1944 a mediados de 1970, ya que una de sus novelas relevantes, La bella durmiente, data de 1973). Pertenecen asimismo al misterio, las novelas de espías, como 39 escalones (1915), del escritor y estadista escocés John Buchan; o las series de James Bond, creadas por Ian Fleming, o la de Smile, de John Le Carré; de este último son El espía que surgió del frío (1963), El topo (1974) o La gente de Smile  (1980). Si a alguien se le ocurre extrapolar a Colombia lo que se dirá en adelante, es efecto inexorable no solo de su propio inconsciente, sino del inconsciente colectivo que ya no come entero el cuento.

Chinatown no se basa tanto en la realidad ni en la vida como en la ficción, para producir, eso sí, una segunda realidad, más impactante que la primera: en las convenciones creadas por 50 años de literatura y, hasta el momento de la historia que narra, 42 de cine, con las que se permite, de paso, ciertas libertades que tienen más de coqueteo que de revisión crítica. Al respecto, se analiza la clásica secuencia inicial: una dama misteriosa y de luto, encarga a Gittes una investigación. Él es judío, lo cual no es muy raro en un filme lleno de mexicanos, japoneses, chinos, o sea, de personajes no- WASP, y tanto el lujo de su oficina como la ostentación de su vestuario indican algo (no tan) insólito: que gana bastante dinero. Al parecer, los clientes hacen cola (en varias ocasiones, como la inicial, tiene a alguien esperando) y hacen necesario que tenga dos ayudantes y una secretaria: «No puedo hacerlo todo solo». Su tarifa es mucho más alta que la de Sam Spade, el detective de Hammett, en su época; de Philip Marlowe, el sabueso de Chandler, años después, e incluso de Lew Archer, el para-cop de Ross MacDonald, décadas más tarde. Contrariamente a estos tres, Gittes no rechaza los casos de infidelidad conyugal, sino que parece haberse especializado en ellos (los dos que aparecen en el filme), aunque tenga las naturales reservas.

Todo esto no tiene otra intención que presentarlo como un hombre poco idealista, nada romántico, algo descarado y que trabaja para vivir lo mejor posible: eso sí, no por amor a la verdad ni para evitar peligro o muertes al prójimo o para desempeñar el único trabajo que sabe hacer con una libertad de la que carecía como miembro del cuerpo de policía. No obstante, este realismo de Gittes no es más que una apariencia, como lo demuestran hechos posteriores y esenciales del filme: sus relaciones con la verdadera Mrs. Evelyn Mulwray, su desinteresado afán de saber para qué ha sido utilizado por la falsa Mrs. Mulwray (la que le encargó seguir a su marido), por qué ha sido asesinado el ingeniero/jefe del servicio de aguas y electricidad de L. Á., Hollis Mulwray, por qué un enano perverso y sonriente le cortó la cara: el propio Polanski (inmigrante polaco/francés, esto es, europeo, que desfigura así el rostro de un carapálida, anglosajón/judío: asunto nada deleznable de cara a la lucha inter imperialista por el control de la industria del entretenimiento y de los mass media, tal como lo muestra ese otro gran gringo/judío antisionista, Philip Roth, en La mancha humana, con la lucha feroz e intestina entre los profesores Coleman Silk, del lado gringo, y Delphine Roux, del lado europeo: junto a El lamento de Portnoy y a Operación Shylock, tres de sus mayores novelas); el propio Polanski, reitero, sin duda pensando en el Smiler With the Knife que dio título a una de esas novelas policiacas que escribió el poeta comunista inglés Cecil Day-Lewis, con el seudónimo Nicholas Blake: miembro, no sobra recordarlo, de la Casa Real inglesa entre 1968 y 72 y padre del actor Daniel Day-Lewis, el único ganador del Oscar tres veces a Mejor Actor Principal y quien desde 2017 viene anunciando su retiro del cine, sin que aún lo haya hecho.

Por lo que se dijo, Hollis Mulwray encarna el futuro de la ciudad (como aquí Kike a su manera, pero no a la de la gente), lo que a la vez que importante lo hace vulnerable/sujeto de peligro. Y es que su labor lo lleva a descubrir un complejo, por mafioso, negocio inmobiliario y las escabrosas relaciones incestuosas entre su hija Evelyn y Noah Cross, antiguo socio de Hollis mismo y su principal amenaza por el poder económico que detenta. Para aprovechar la eficacia dialógica del guionista, Chinatown está rodada en largos planos, lo que, si bien la hace una muy buena historia detectivesca, también permite ver las fisuras de la concesión polanskiana a un género que nunca fue suyo, a unos productores más ávidos de dinero que de gloria artística y, más allá, a una industria, hollywoodense, con la que siempre tuvo un matrimonio mal avenido: a lo que se suma su condición de violador de una niña, 13 años, que, al filo del tiempo, aceptó haber tenido una relación consentida con el cineasta franco/polaco; y, por supuesto, de inmigrante, la chispa que activa hoy todos los resortes racistas/homófobos/xenófobos e intolerantes del plutócrata Trump.  

Por eso la crítica considera que dicho filme queda lejos de los muchos más personales, por fieles a sí mismo, trabajos europeos de Polanski, quien en esta ocasión limita el toque personal a encarnar al matón que corta una nariz. Dieciséis años después, Jack Nicholson, protagoniza y dirige The  Two Jakes (1990), especie de II parte en la que vuelve a encamar a Gittes, pero pasa desapercibida. Lo que no puede pasar desapercibido es que Chinatown   es un estado de ánimo y, sobre todo, un estado de cosas como el descrito por Raymond Chandler, hablando de Samuel Dashiell Hammett, como quien habla no de una simple aventura sino de una metafísica y no de un mundo irreal sino del que tenemos, en el que vivimos o, peor aún, sobrevivimos (lo cual ya es «el éxito», de acuerdo con Leonard Cohen, 1934-2016, quien en una infeliz casualidad murió en la tierra donde se hizo Chinatown, L.Á.): «Un mundo en el que los gángsters pueden dominar naciones y casi dominar ciudades; en el que hoteles, bloques de apartamentos y celebrados restaurantes son propiedad de hombres que hicieron su fortuna explotando burdeles; en el que una estrella de la pantalla puede ser el indicador de una banda, y el amable vecino de al lado un jefe de la Lotería clandestina; un mundo en el que un juez con un sótano lleno de licor de contrabando puede mandar a un hombre a la cárcel por llevar una botella en el bolsillo, en el que el alcalde de la ciudad puede haber condonado el asesinato como un instrumento para hacer dinero, en el que nadie puede andar con seguridad por una calle oscura porque la ley y el orden son cosas de las que hablamos pero que no practicamos; un mundo en el que puedes ser testigo de un atraco a plena luz del día y ver quién lo cometió, pero en el que te desvanecerás rápidamente entre la multitud antes de contárselo a nadie, porque los atracadores pueden tener amigos con largas pistolas, o a la policía puede no gustarle tu testimonio, y en cualquier caso el defensor de la banda será autorizado a insultarte y ofenderte en audiencia pública, ante un jurado de imbéciles seleccionados, sin otra interferencia que la más teórica por parte de un juez político. No es un mundo muy agradable, pero es el mundo en el que vives y algunos escritores con mente dura y un fresco espíritu de distanciación pueden sacar de él relatos muy interesantes e incluso amenos. No es divertido que un hombre sea asesinado, pero a veces resulta divertido que lo sea por tan poca cosa, y que su muerte sea la moneda de lo que llamaríamos civilización. Todo esto, sin embargo, no es todavía suficiente. En todo aquello que puede ser llamado arte hay una cualidad redentora. Puede ser pura tragedia, si es alta tragedia, y puede ser compasión e ironía, y puede ser la risa ronca del hombre fuerte. Pero a lo largo de estas sucias calles debe caminar un hombre que no sea también sucio, que no esté corrompido ni asustado. En este tipo de historias el detective debe ser un hombre así. Él es el héroe, él es todo. Debe ser un hombre completo y un hombre corriente y, al mismo tiempo, un hombre extraordinario. Debe ser, para usar una expresión anticuada, un hombre de honor, por instinto, por ineluctabilidad, sin pensarlo y, desde luego, sin decirlo. Debe ser el mejor en su ambiente y lo bastante bueno en cualquiera. No me importa demasiado su vida privada; no es ni un eunuco ni un sátiro; creo que podría seducir a una duquesa y estoy casi seguro de que no corrompería a una virgen; si es un hombre de honor en unas cosas, lo es en todo. Es un hombre relativamente pobre, o no sería un detective. Es un hombre corriente, o no podría actuar entre personas corrientes. Tiene sentido del personaje, o no conocería su oficio. No tomará el dinero de nadie deshonestamente y no recibirá la insolencia de nadie sin la merecida y desapasionada venganza. Es un hombre solitario y su orgullo consiste en que lo traten como a un hombre orgulloso o lamenten haberlo visto. Habla como habla el hombre de su época, es decir, con rudo ingenio, con un vívido sentido de lo grotesco, con desagrado hacia la mentira y con desprecio por la mezquindad. La historia es la aventura de este hombre en busca de una verdad oculta, y no sería una aventura si no le sucediese a un hombre capacitado para la aventura.»

Aunque el guión de Chinatown   sea original de Robert Towne, quien ya en 1964 en The Tomb of Ligeia adaptó varios relatos de Poe para Roger Corman, es decir, aunque no se base en ninguna novela, el argumento no puede ser más tradicional: como las más célebres novelas de Hammett, Cosecha roja, El halcó   maltés, La llave de cristal, escritas entre 1929 y 34, relaciona e interfiere dos intrigas básicas: una privada, la que se da entre Hollis L. Mulwray/Evelyn/Cross/Mulwray/Noah Cross/Katherine y otra de alcance público e implicaciones políticas, la que deriva de los nexos entre el Water & Power Department, el Albacore  Club, los propietarios del Northwest Valley; como casi todas las novelas de Chandler y varias de las de MacDonald, la acción se pone en marcha cuando aparece una dama misteriosa y encomienda al detective una misión que luego resulta mucho más complicada y peligrosa de lo que en principio pudiera parecer; como en casi todas las grandes novelas de Kenneth Millar, alias MacDonald, la raíz de toda la cuestión está en el pasado, que es presente, y en los nexos familiares de los personajes.

Es decir, Chinatown, como relato, carece deliberadamente de originalidad; pretende hilvanar una trama clásica, conocida y por tanto placenteramente reconocible por el aficionado al género, basada en el máximo común denominador del cine y la literatura de detectives. Otra cosa es que, conscientes de las transgresiones veniales que suponen, Towne y Polanski se hayan permitido algunas variantes respecto a la norma. Variaciones que quizás no resulten demasiado significativas en sí mismas, pero que constituyen parte de la clave del filme, en tanto revelan que se dirige a un sector concreto del público: la legión de lectores de novelas policiacas o, en este caso, detectivescas; la multitud de cinéfilos que han seguido con pasión los revivals   televisivos de los filmes de Humphrey Bogart, arquetipo del detective cinematográfico: encamó al Sam Spade de Hammett y al Philip Marlowe de Chandler, y a muchos otros menos conocidos pero no menos míticos. En efecto, como escribe Polanski, las variantes no se hicieron esperar y afectaron la estructura del guión original: «El relato del filme seguía la mejor tradición de Chandler, aunque el detective privado J. J. Gittes no fuera ninguna pálida ni zarrapastrosa imitación de Marlowe. El guionista, Robert Towne, lo había imaginado como un hombre apuesto y encantador, elegantemente vestido y de insolentes modales… un nuevo arquetipo de detective. Por desgracia, el personaje de Gittes quedaba sepultado bajo el enrevesado y casi incomprensible argumento. Towne quería que muriera el perverso magnate y que viviera su hija Evelyn. Quería un final feliz: que todo se arreglara para ella tras un breve periodo en la cárcel. Yo sabía que, para que Chinatown fuera una película distinta y no un simple filme de misterio en el que, al final, siempre ganan los buenos, Evelyn tenía que morir. Un final acertado era importante por diversas razones. Chinatown era un título estupendo, pero, si no queríamos engañar al público y atraerlo con falsas esperanzas, convenía situar por lo menos una escena en el verdadero barrio de Chinatown de L.Á. No conseguimos superar estos dos obstáculos mientras escribíamos el guion y me vi obligado a escribir cada una de estas escenas la víspera del rodaje. Towne sigue pensando todavía que mi final no es adecuado; y yo sigo opinando que un final más convencional hubiera debilitado seriamente la película.» (1985: 397/99) De ello, ya es posible ir infiriendo el resultado.

Aun con el desacuerdo entre Towne y Polanski, Chinatown se constituye en prueba irrefutable de que la codicia humana no tiene nacionalidad. Y tiene razón Polanski: un final feliz hubiera echado por tierra los cimientos de un filme que ha pasado a la historia, pese a todas las razones expuestas en su contra, como un chiste hecho arte: el de la peluquería, que Gittes repite, sin entender, igual que le pudo pasar a Polanski. Lo que, por contraste, habla bien del arte, el que, después de todo, es emoción, no coherencia. Aparentemente, el filme no tiene que ver con el Barrio Chino, uno de sus títulos en español, si no fuera porque termina en él. Chinatown, el título original, y el chiste, se retroalimentan. De ahí se deriva una lectura: la falsa, imposible separación Ciudad/Barrio. En apariencia el Barrio es el mundo del sexo, la irracionalidad, la violencia. La Ciudad sería el mundo de la racionalidad política, económica, topográfica, de la paz. Pero, he aquí que el Barrio ha invadido a la Ciudad, la domina, penetra, sodomiza, poniendo al descubierto la irracionalidad y la violencia del Poder, la política, la economía, la topografía, «untando de sexo todo», como dice el chiste: «Hacer el amor como un chino». Lo de menos es el que termine en el Barrio Chino. I gual, que la policía, cuyo dueño es Cross, venga de allí, o que el jardinero de los Mulwray y el cuidandero de Katherine sean chinos. Todos ellos no son sino pistas: la clave es la trampa, el filme entero, uno, deliberado, de misterio de gran calidad, a la postre una historia detectivesca, que muestra de qué manera la codicia configura la historia y las fronteras de las ciudades, ya no solo de L. Á. Igual podría ser hoy en Medellín, El Prado, o en Bogotá, La Soledad, Niza o La Candelaria, cuatro focos de un feroz/despiadado proceso de gentrificación, de gentry , alta burguesía, o la pauperización de un lugar para sacar a los lugareños a fin de ser reemplazados por nuevos ricos, por una burguesía emergente, con dos fines no confesos: turismo sexual y de drogas. (2) . Codicia que, por lo visto en Chinatown y leído en Chandler, no tiene nacionalidad: al contrario, todas las identidades. En eso es que radica la diferencia de percepción entre Polanski y Towne: la que, aquí, va ante todo a favor del cineasta, no del guionista (3) . En el arte, las cosas se resuelven más por la emoción que por la coherencia. Aunque, curioso, en este caso, por ambas.

Emoción y coherencia que, en el caso de Polanski, puede traducirse en tristeza, tragedia, dolor, culpa, sufrimiento, solo por tener que pasar apenas unos días en L.Á. acosado por la culpa al pensar en divertirse. Todo eso a causa de «la única divisoria importante en mi vida»: la muerte violenta de Sharon Tate. Su conclusión no puede ser más conmovedora, como cuando la recuerda en sus Memorias, escritas 30 años después de Roman por Polanski (4): «Antes ardía en mi interior un fuego abrasador, una confianza ilimitada en mi capacidad de hacer cualquier cosa con tal de que me lo propusiera realmente. Esta confianza sufrió un rudo golpe como consecuencia de los asesinatos: no solo se acentuó mi parecido físico con mi madre tras la muerte de Sharon, sino que, además, empecé a adquirir algunos de los rasgos de su carácter: su arraigado pesimismo, su perenne insatisfacción con la vida, su profundo sentido judío de la culpa y su convencimiento de que cualquier experiencia placentera tiene un precio. Ha habido, además, otras consecuencias. Dudo de que jamás pueda volver a vivir permanentemente con otra mujer, por muy hermosa, inteligente, simpática, bondadosa y afín a mi temperamento que sea. Todos mis intentos en este sentido han fracasado en buena parte, porque siempre empiezo a hacer comparaciones con Sharon. Hay algunas pequeñas cosas como, por ejemplo, hacer una maleta, cortarme el cabello, […] que me recuerdan invariablemente a Sharon. A pesar del tiempo transcurrido, nunca puedo contemplar una espectacular puesta de sol, visitar una encantadora casa antigua o experimentar un placer visual de la clase que sea, sin decirme instintivamente a mí mismo lo mucho que a ella le hubiera gustado todo eso. En este sentido, le seguiré siendo fiel hasta que me muera.» (2015: 264-265)

 Notas: 

 (1) Polanski, Roman. Roman por Polanski, Grijalbo, Barcelona, 1985, 514 pp.: 397-98.

(2) http://www.rebelion.org/noticia.php?id=234505

(3) Robert Towne, guionista gringo, nacido como Robert Bertram Schwartz en Los Ángeles, el 23/nov/1934.

(4) Polanski, Roman. Memorias – Roman Polanski, Lectulandia, 2015, edición virtual, 374 pp.: 264-265.

FICHA TÉCNICA: Título original: Chinatown. Título en español: Barrio Chino. País: EEUU. Formato: 35 mm; color; 131 min. Dir.: Roman Polanski. Guion: Robert Towne, R. Polanski. Fot.: John A. Alonso. Mús.: Jerry Goldsmith. Género: Drama/Filme de misterio/Policiaco/Detective Story. Int.: Jack Nicholson (Jake Gittes); Faye Dunaway (Evelyn Cross Mulwray); John Huston (Noah Cross); Perry López (Escobar); John Hillerman (Yelburton); Darrel Zwerling (Hollis Mulwray); Diane Ladd (Ida Sessions); Roman Polanski (Man with Knife). Prod.: Robert Evans, para Paramount Pictures.

Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE, desde 2012. Corresponsal de revista Matérika, Costa Rica. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao Eds., 2017). Mención de Honor por su trabajo Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo , en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Invitado por UFES, Vitória, Brasil, al I Congreso Int. Literatura y Revolución – Los espectros de Marx y el realismo estético (6-7/dic/2018). Autor, traductor y coautor, con Luis Eustáquio Soares, en portal Rebelión. Desde el 23/mar/2018, columnista de EE.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.