Recomiendo:
0

Homenaje a Eva Forest

La construcción de la experiencia

Fuentes: Rebelión

Intervención en los Askencuentros 2007 (Donosti, 5, 6 y 7 de noviembre), celebrados este año bajo el título «Eva sigue aquí»

La última vez -creo que la única- que Eva Forest me regañó fue hace cuatro años, en esta misma sala, tras mi lectura de una ponencia que muy justamente le pareció demasiado larga porque reducía el tiempo, para ella precioso, destinado a la participación y el debate. Prometo que no aprovecharé su ausencia, tan sonora dentro de mí, para cometer un error aún mayor: el de hablar de ella más de lo que su radical falta de narcisimo me hubiese consentido.

Agradezco a la Fundación Alfonso Sastre que me haya encomendado la exigente tarea de hablar de la escritora Eva Forest. Me habría resultado más fácil quizás referirme a su labor como editora o como combatiente, pero también menos satisfactorio. No menos afines en otras cuestiones, creo que Eva y yo compartíamos sobre todo la convicción de que escribir bien es también un instrumento de emancipación y de que la sensibilidad es inútil si no encuentra palabras para configurar una experiencia común.

Para abordar la obra de Eva Forest es necesario aclarar la cuestión previa de qué es o qué llamamos «literatura». Veamos.

Podemos decir: la causa de que nos muramos es que estamos vivos. Y así podemos contemplar la vida como un conflicto metafísico a la luz de la muerte inevitable. Es legítimo y necesario y con eso se ha hecho muy buena literatura. Pero leo en una noticia del periódico que la media de vida de los países ricos es 30 años superior a la de los países pobres. La muerte, por tanto, no es sólo una cuestión metafísica. ¿Qué hacemos con esa diferencia? ¿Se puede hacer un poema, una obra de teatro, una novela?

Podemos decir: la causa del dolor es que fuimos expulsados del paraíso: el parto, el trabajo, la enfermedad se derivan de nuestras cadenas ontológicas. Podemos contemplar el dolor, por tanto, como inseparable de la condición humana y hacer con eso también buena literatura. Pero leo en un informe de Amnistía Internacional que en el último año miles de personas en todo el mundo han sufrido tortura a manos de policías o militares y por lo tanto el dolor no es sólo, o no siempre, la consecuencia de nuestra atadura a una naturaleza humana que Sófocles y Qohelet consideraban «maldita y despreciable». ¿Qué hacemos con el dolor inducido, político, social? ¿Se puede hacer con eso un poema, una novela o una obra de teatro?

¿Se puede hacer literatura no sólo con lo que no tiene remedio -lo que los griegos llamaban «destino»- sino también con lo remediable?

Hace unas semanas un crítico de ABC desdeñaba la extraordinaria última novela de Belén Gopegui, El padre de Blancanieves, lamentando que hubiera subordinado su talento a un argumento explícitamente político. Es verdad que en nombre de la calidad literaria se han reivindicado fraudulentamente algunas obras menores porque calumniaban a Cuba o condenaban el comunismo, pero no deja de ser revelador el hecho de que cierta historia de la literatura haya silenciado o despreciado obras mayores porque trataban explícitamente de política. Como bien explica la propia Belén Gopegui, es sin duda sospechoso que la novela, cuyo antipuritanismo radical ha incorporado sin cesar nuevos temas y nuevos personajes a lo largo de los últimos siglos (el anti-héroe, el sexo, la burguesa adúltera, la sirvienta, la abyección moral, el flujo mismo de la conciencia) y ello hasta agotar casi la realidad, mantenga fuera de ella, como un límite irrecuperable, esa sustancia, al parecer, radicalmente anti-literaria: precisamente la diferencia entre la media de vida de los países pobres y ricos o el horizonte causal del sufrimiento social. Precisamente lo remediable. ¿Qué es la literatura? Llamamos en general literatura al esfuerzo formal por reprimir o suprimir la política de la escritura. Pero no puede ser esto, no, porque el esfuerzo inverso que hizo Eva por reprimir y suprimir la literatura de sus escritos políticos es -y podemos defenderlo- literario. Se puede reprimir la política para no mancillar la independencia de la literatura, su inutilidad perfecta, su legitimidad autónoma, pero también se puede reprimir la literatura para que no amortigüe con su belleza platónica -haciéndolas así soportables o incluso apetecibles- las asperezas y acusaciones de la política. ¿Desconfiaba Eva de la literatura? No, Eva quiso llamar a las cosas por su nombre. Pero precisamente no hay nada más esquivo que el nombre de las cosas y los que buscan el nombre de las cosas son -qué casualidad- los escritores. Cuanto más se esforzaba Eva por buscar el nombre de las cosas más confirmaba y mejor utilizaba la autonomía de la literatura y mejor denunciaba a los que la niegan porque la utilizan, sin decirlo, para reprimir la política; es decir para legitimar la irremediabilidad que Eva denunciaba. Cuanto más llamaba Eva a las cosas por su nombre, cuanto más se prohibía a sí misma hacer literatura, más literaria era.

¿Qué es la literatura? Podemos decir que es ese instrumento que nos sirve para medir lo que no podemos calcular. ¿Y qué es lo que no podemos calcular? Podríamos decir que la verdad, la belleza, el bien -la triada platónica-, pero en puridad lo único realmente incalculable es la experiencia. Podemos calcular, por ejemplo, el gasto sanitario de un país, pero no el sufrimiento de un enfermo. Podemos calcular la velocidad de la luz, pero no el peso de una sombra. Podemos calcular la fuerza, la presión, la resistencia de un cuerpo, pero no su capacidad para el goce o para el sacrificio. La razón por la que Eva combatió el capitalismo es la misma que la llevó a defender Cuba hasta el final: porque siempre, sólo, le interesó lo incalculable.

Para aprehender la experiencia sólo tenemos las palabras. Un malentendido muy generalizado nos ha hecho creer que mientras que la experiencia es muy rica las palabras son muy pobres. Es todo lo contrario. La experiencia es siempre corta, opaca, una especie de inmanencia -como decía Jean-Paul Sartre- en la que se sumerge ininterrumpidamente la conciencia; toda experiencia tiene por eso mismo algo, no ya irrepresentable, sino invivible: allí donde está uno no ocurre nunca nada o casi nada. ¿Dónde ocurren, pues, las cosas? Ocurren, por así decirlo, a nuestro lado, al lado de nuestro cuerpo, entre el punto muy concreto y muy romo donde las vivimos y el punto también muy plano, muy pétreo, muy cerrado, que llamamos un hecho. Lo verdaderamente incalculable (y al mismo tiempo invivible) está en esa zona meridional, mesopotámica, en esa media distancia que sólo podemos representarnos y que sólo a través de la representación -lingüística, escénica o pictórica- podemos verdaderamente experimentar, en el sentido muy latino de conocer en el exterior, de alcanzar y poner a prueba las propias vivencias fuera de uno.

Las palabras que usamos habitualmente son sólo «cálculos aproximados», nombres tentativos más o menos útiles para que nos pasen la sal en la mesa, nos orienten en una ciudad desconocida o nos den órdenes (como sabían esos indígenas melanesios que envidiaban a los gorilas protegidos en la selva, los cuales fingían ser mudos para que nos los pusieran a trabajar). Pero las palabras por lo general nos mantienen, al mismo tiempo que se mantienen a sí mismas, en el nivel inmanente de la vivencia. Nos mantienen, y se mantienen a sí mismas, en ese primer nivel donde las cosas, más que ocurrir, pasan; ese nivel sin el cual no habría nada de que hablar pero del que todavía hay que hablar para que haya existido alguna vez; ese nivel, en definitiva, en el que estamos hasta tal punto atrapados que en él todavía no nos ha ocurrido nada. Hay que salir de ahí. Para eso construimos discursos. Como he recordado en otra parte, re-latar es volver a decir; volver a decir es re-petir y repetir es volver a pedir o volver a llamar. El hombre necesita volver a decir las cosas, volver a llamarlas, para que comparezcan. El ser humano es el único animal que no sólo llama a las cosas (por su nombre) sino que además tiene que llamarlas dos veces para que se presenten. Ese re-presentar las cosas, que nos permite acceder a la experiencia, fuera de nosotros, por encima de la inmanencia de la vivencia, tiene que ver con la escritura, y este primer acceso, apenas condicional todavía, tiene ya una indudable dimensión política.

En Una lección inolvidable -texto que forma parte de Los nuevos cubanos– Eva Forest nos recuerda el impulso del que partió su compromiso político y nos aporta un testimonio de esta verdadera ascensión a la experiencia que acompaña a la adquisición, por primera vez, de un lenguaje re-presentativo: «A cada uno siempre hay algo, un móvil, que le lleva a tomar conciencia de las injusticias y a ponerle en situación de luchar contra ellas. A mí, tal vez por mi formación científica en la que jugó un papel muy importante la biología primero y el estudio del hombre después, siempre me ha impresionado la situación injusta en que viven algunos hombres que nunca, jamás llegan a alcanzar ese nivel mínimo humano, propio de la especie, que es el pensar. Siempre, desde muy joven, me han conmovido esos cientos de miles, de millones de seres que viven relegados en la noche oscura, despreciados, jamás consultados por nadie, ese campesino ignorado junto al cual la vida transcurre planeada siempre por otros: ese hombre que no cuenta para nada, que no decide, que no participa. Ese hombre asfixiado en todas sus posibilidades, parado; ese hombre que uno sabe que tiene un cerebro igual al de los demás pero que no se desarrolla, no se estimula… Por esa sola injusticia que en un tiempo creí metafísica y luego remediable, yo me pasé al lado de los que luchan por un mundo mejor. Nunca olvidaré que hace tiempo un campesino en el corazón de La Mancha me dijo con honda melancolía: «Nosotros somos cerebros muertos». Y no es casualidad que tiempo después, cuando en un rincón de Oriente un campesino cubano me dijera: «Nosotros éramos cerebros muertos, perdidos y ahora es que somos hombres…» entrara yo en considerar muchas cosas de la revolución cubana». La impresionante claridad de esta claridad nueva funda precisamente la conciencia de ese campesino cubano cuyo testimonio recogió Eva en su experiencia de 1966: «Nosotros, antes, vivíamos remotos, es ahora que lo vemos. Cuando yo dejé de ser analfabeto empecé a pensar y entré en la realidad y a saber a qué debía acogerme. Oiga… si lo más lindo que hay es saber leer, porque saber leer es saber andar y saber vivir porque, cuando uno sabe, uno no pasa trabajos porque no haya nada difícil, porque a todo le halla solución; a las cosas se les busca la vuelta hasta que se resuelve el problema. Yo era un hombre atrancado a los cuatro vientos, atrancado, sin cavilación ninguna y como era un hombre que estaba siempre atrancado, pues no podía hacer nada porque, al fin, analfabeto, yo quiero que tú me digas qué iba a hacer un analfabeto… Ahora, hoy sí. Hoy te busco la mejor solución a cualquier problema que tú me plantees. Tú me dices mira, vamos a hacer este problema así, ¿qué te parece? Y si me dejas pensar un poquito le damos las vueltas y salimos a las mil maravillas. Compañera, pensar es muy lindo cuando hay una revolución». Pensar, lo sabía Eva, sólo era posible porque había habido una revolución.

Pero entrar en lo real no es todavía entrar en lo verdadero, por utilizar la fertil distinción de Alfonso Sastre. Para eso nos servimos también, sí, de las palabras, pero no de cualesquiera palabras. La literatura, que mide lo que no podemos calcular, es un instrumento de medición, un instrumento de precisión. Ahora bien, la precisión exige justamente dar muchas vueltas. La literatura, pues, es el conjunto de procedimientos formales muy complicados, a veces muy artificiales, casi siempre muy trabajosos, que empleamos para medir con precisión esa distancia mesopotámica de la experiencia; las vías verbales muy tortuosas de que nos servimos para aprehender, después de muchos rodeos, lo más elemental; para alcanzar, en segunda instancia, lo primero. Plagiando o parafraseando a Alfonso Sastre, se puede decir que como lo real no es verdadero, para que la verdad llegue a ser real es necesaria mucha imaginación; y que la imaginación es, sobre todo, un ejercicio de disciplina.

Fue una situación límite, una situación terrible, la que enseñó a Eva la dificultad de llamar a las cosas por su nombre, la que le mostró la imprecisión radical de los hechos y las vivencias; la que la obligó a enfrentarse a toda la dificultad de construir una experiencia. En el año 2005, en uno de los muchos textos que escribió en torno a esta cuestión, insistía una vez más en la aporía narrativa de la tortura: «Por lo general, los testimonios que se recogen para la denuncia y que se entregan a organismos que se ocupan de Derechos Humanos, por detallados que sean, se limitan a contar lo que ocurrió desde el principio al fin, como un relato cronológico: vinieron a las tantas de la madrugada, entraron rompiendo la puerta, registraron durante tanto tiempo, me esposaron, me llevaron al coche, me amenazaban con la pistola, o me pegaban, etc. Cuando mencionan determinadas torturas se refieren casi siempre a las técnicas: me hicieron la bañera, la bolsa, me aplicaron los electrodos. Hablan de los forenses que les vieron, de cómo fue su encuentro con el juez, de lo que le dijeron. A veces son informes detalladísimos. Y, sin embargo, cuando se le pregunta en la intimidad a un torturado sobre el testimonio suele terminar confesando que no le satisface, que le parece muy pobre porque, de lo que en realidad allí le hicieron, y de lo mucho que pasó, no ha dicho apenas nada».

¿Quién podría decirlo? ¿Cómo se podría decir? En un artículo del mismo año titulado «Contra las trampas de la memoria», Eva escribía: «En circunstancias así la memoria suele seleccionar los datos que más le convienen, destacando unos y relegando otros, como una defensa para hacer más llevadera la situación de peligro. Esta «acomodación protectora» de la realidad que, inconscientemente, la recorta y la adapta en las grandes catástrofes, es precisamente la historia que se fija y más se retiene; la que uno se repite a sí mismo y transmite como verdadera a los demás. No es que uno mienta al hacerlo; es que uno se engaña para sobrevivir a la hecatombe. Se fabrica así, a partir de la fuente misma, un relato chato y lineal, un tanto esquemático, que a veces termina repitiéndose como una estereotipia. La puesta en pie de esa complejísima realidad que se revela en determinados momentos y su recuperación pienso que sólo puede hacerse por la comunicación sensible, a través de la expresión artística, por ejemplo». La linealidad, la chatura, la pobreza de los hechos y las vivencias no es un destino inevitable, como tampoco lo es la miseria del capitalismo ni la muerte inducida de los cerebros; tenemos recursos literarios, artísticos, contra ellos. Así lo dice también en Una extraña aventura una de esas mujeres torturadas que comunican su insólito relato: «¿Cómo les explico a las buenas gentes/ predispuestas ya desde el principio,/ con gesto compasivo y/ hasta de tragedia infinita -que lo es-/ a oír el testimonio del gravísimo atropello que/ pese a todo a mí me ha liberado? No, no hay manera de expresarlo./ Puede que en una obra de arte».

Operación ogro es una novela extraordinaria, apasionante como relato y muy instructiva como documento; y sin duda Los nuevos cubanos -a tenor de lo que he leído- está destinada a convertirse en la imprescindible crónica del nacimiento de un mundo nuevo. Pero son sus textos sobre la tortura los que más me sacuden, literariamente hablando, porque en ellos Eva se mide al problema mismo de la literatura -el de construir una experiencia- allí donde la literatura parece condenada a fracasar. No tenía razón Wittgenstein: de lo que no se puede hablar, aún se puede poetizar. Olintze en el país de la democracia es el más bello manual de instrucciones que se haya escrito nunca, pero me gusta sobre todo Una extraña aventura porque allí Eva se plantea y resuelve las condiciones mismas del relato literario, la cuestión -dice uno de sus personajes- de la «transmisión de lo sensible», atrapada en «esquemas» y «estereotipos» muy útiles para la «comunicación» (como abstracciones que son) pero no así para el conocimiento, la movilización y el compromiso. Eso sólo puede hacerse literariamente, a través de ese rodeo no eufemístico que es la imaginación literaria.

De la sutileza y acierto de esta imaginación da buena medida -de entrada- el título mismo: Una extraña aventura. Los hechos y las vivencias son puras abstracciones y hace falta concretar. Puede parecer chocante que una persona que la ha sufrido en carne propia se refiera a la tortura como a una «aventura» y que además induzca en el lector una cierta ilusión de «exotismo», casi de prestigitación o misterio, mediante el adjetivo «extraña», pero ningún título podría haber sido más preciso ni asir con más claridad su objeto. Eva podría haber pensado quizás en un título puramente descriptivo («Mujeres torturadas») o en otro íntimo y subjetivo («Almas rotas») pero los hechos y las vivencias dejan siempre fuera el nombre de las cosas; sólo «Una extraña aventura» podía ser literariamente aceptable; es decir, conmensurable con esa experiencia en la que lo más extraordinario y lo más cotidiano convergen en una especie de escenografía que mezcla, sin solución de continuidad, los géneros teatrales (lo bufo, lo trágico, lo operístico, lo doméstico) y que inesperadamente ve salir mariposas de dignidad de los gusanos fabricados -a fuerza de humillaciones- por los verdugos.

¿Dónde ocurre la tortura? ¿Dónde ocurren en general las cosas? A través de esa experiencia brutal, las mujeres banalmente heroicas, heroicamente normales de Una extraña aventura descubren que la tortura (pero la experiencia en general) no ocurre allí donde está uno, allí donde a uno le duele el brazo machacado o la pierna rota, allí donde uno siente que le falta el aire ni donde incide el frío de la piedra o de la porra (no ocurre en ese brazo, en esa pierna, en esa garganta, en ese cuerpo) sino al lado o por encima o en decenas de puntos simultáneos y dispersos -cerca y lejos- que sólo un relato puede reunir. No nos engañemos: el valor que tiene Una extraña aventura no es el de relatar una experiencia vivida, una experiencia -como hemos dicho- invivible. Alguien podría decir: «Es tan real, está tan llena de detalles, que no se la ha podido inventar». Yo diría lo contrario: es tan real, tiene tantos detalles, que la autora ha tenido que inventársela además de vivirla. Si sólo hubiese salido de su imaginación, si sólo hubiese salido de su imaginación, no sería menos precisa ni menos verdadera. Al contrario. Porque escritor es precisamente el que imagina exactamente lo que ocurre, el que imagina rigurosamente lo que los demás perdemos en la pobre inmediatez de la vivencia. Escritor es el que combate la pobreza y abstracción de los hechos y las vivencias para construir una experiencia.

Eso es lo que consigue la extraordinaria potencia literaria de Eva Forest. Lo sorprendente y admirable es que Una extraña aventura se pregunta por -e ilumina- los límites del relato al mismo tiempo que los supera; razona sobre las dificultades de exponer el relato mientras lo desarrolla sin tropezar en ellas. Eva parte de las condiciones más exigentes, no ya porque la tortura sea inaprehensible para el lenguaje sino porque inscribe su eficacia -y su capacidad de hacer daño- en un contexto en sí mismo literario o teatral. Todos los enamorados son malos poetas y todos los torturadores son malos intérpretes; y del mismo modo que la cursilería del amor requiere una mano maestra que la roce sin precipitarse en ella, la truculencia de la tortura necesita de una mano maestra que la ilumine sin ceder a sus trampas. Las mujeres de Una extraña aventura son muy conscientes de esta dimensión teatral de la tortura: no sólo los ritos y los instrumentos sino, más allá, una escenografía total en la que la crueldad adopta la forma de un juego que alimenta el «ingenio» de los verdugos, los cuales no desdeñan ningún registro: la música, el canto, el atrezzo, el recitado, la metáfora, el decorado. Eso es lo que el dolor no puede entender. «Mi miedo era inferior a mi asombro», dice una de las mujeres. «Estaba extrañada de mi propia extrañeza. Pensaba que era una lástima no poder rodar la escena. Son situaciones que no se repiten; las caras aquellas del coro, la estupidez de sus expresiones, el vacío: una cámara para filmarlo, esa es una de las cosas en que pensé y también ese contraste entre lo trágico y lo grotesco, como si muchos momentos importantes de la vida llevaran dentro una parte risible que lo convierte todo en esperpento». Los torturadores, como los enamorados pero al revés, son tan ridículos, mezclan de tal manera los géneros, hacen tan mala literatura que hay que hacerla luego muy buena para poder construir a partir de ahí una experiencia comprensible.

Eva lo consigue combinando o alternando distintos recursos. El primero es, si se quiere, «plástico». Confrontada a la insuficiencia de la expresión (la opacidad de los hechos y las vivencias), excitada por esta pobreza radical, Eva Forest confía, según hemos visto más arriba, en la fuerza del arte. En Contra las trampas de la memoria, el referente es Picasso; en Olintze en el país de la democracia el modelo es el comic; en Una extraña aventura se insiste una y otra vez en procedimientos pictóricos (el «mural») o cinematográficos. Aquí, en efecto, Eva Forest dibuja cuidadosamente cuadros escénicos o goyescos, como ella misma dice, un poco a semejanza de esos grabados negros que el genio de Goya remataba con una leyenda irónica orientada a aumentar y distanciar -y esa distancia es precisamente literatura- un dolor al que no debemos sucumbir.

El segundo es, si se quiere, «dialéctico». Porque, al mismo tiempo, esos cuadros no están inmóviles; frente a la escenografía teatral de los torturadores, las mujeres que se han reunido para hablar, y que de pronto se descubren casi felices de hacerlo (y a las que uno imagina compartiendo un doméstico te o un banal bizcocho), desarrollan su propia dramaturgia. En ella cada confidencia, tan personal como desprovista de nombre propio, da pie a una confirmación, a un detalle nuevo, a una reflexión adicional, de manera que esta espontaneidad sabiamente construida a fuerza de acumulación configura precisamente el espacio salvífico -contrapunto del de los verdugos- de un relato común.

Finalmente, Eva Forest recurre a un procedimiento, si se quiere, «poético», un efecto de «extrañamiento» literario alcanzado a través de una figura exterior, adventicia, irrumpiente, tomada de la tragedia clásica. Transversal al diálogo, interrumpiendo el intercambio, el Coro griego, bajo la figura de una anciana tocada por un pañuelo negro, lamenta y glosa lo que escucha y lo devuelve en un registro verbal intencionadamente barroco, subversión de la sencillez verbal de las mujeres y espejo negro de los hipérbaton físicos ingeniados por los torturadores. Hay una intervención del Coro tan bella y estremecedora que no me resisto a leer al menos un fragmento:

» Ese hueco tan poblado un día, del que hoy sigue en mí el recuerdo, esa estancia de miedo saturada que aún habitan extrañas formas, como si de tanto miedo los seres humanos se hubieran quedado en ellas consumidos: inmóviles de pronto, en el asignado lugar de la terrible espera, en miedo condensados, conservando las formas retorcidas de sus cuerpos, en mineral convertidos. Ese extraño museo surgiendo al pronto, así, sin esperarlo… como si los allí encerrados un día hubieran sentido un pánico de muerte -un cósmico pavor- y, tan acosados -hacia adentro impelidos: la huida al exterior cortada-, hubieran intentado desesperadamente escapar de alguna otra manera aventurada. Y allí, concentrando sus adentros, se hubieran convertido en fortaleza, en materia animalmente invulnerable, en talla que impresiona: los veo como en bloques. Como si en las paredes se hubieran ido apretando con potencia del horror que a tanto llega: sus cuerpos presionando, penetrando en el muro lentamente, haciéndose oquedad, incrustados allí como un bajorrelieve del espanto. Labrados en la piedra sus cobijos -múltiples formas de hornacina en poliedros diversos- como antiguas tumbas de partidas tinajas. Y lo veo también en pictórica forma realizada en carbón, tiznados los diseños de negros y grises y alguna mancha roja, muy leve el colorido: proyectados todos en gran mural de inmensas proporciones: caras rotas, desencajadas mandíbulas, rostros sucios cubiertos de manchones, pieles grises, amarillas, blanquísimas y extrañas: azules, moradas, rojas -muy tenue el color, diluido en los líquidos que emanan el sudor y la sangre, y el llanto allí vertido. Y nada de estallidos. Todo condensación: envuelto el cuerpo en hilos de maraña de tanto pensar y repensar soluciones imposibles. Un mural al miedo vivido allí, en la espera. Estampados los veo, no arrojados, ni estrellados allí por expansión alguna, penetrados, empapando la materia del cemento».

Voy a ir acabando. Hace dos años, Eva Forest se despertó un día muy alegre escuchando la intervención en la ONU del ministro cubano de AAEE, Felipe Pérez Roque, y escribió sobre él estas palabras, que yo podría utilizar ahora para resumir su obra literaria: «Un bellísimo discurso tejido de verdades que van fluyendo sin estridencias ni aspavientos de cólera o de rabia, como podría esperarse de tan sólidas acusaciones. Un discurso tranquilo y pausado cuya gran fuerza le viene de las múltiples y poderosas razones en las que se apoya. Y todo él tan bien articulado, párrafo tras párrafo, in crescendo, en una síntesis perfecta del actuar imperialista en el mundo -no se puede decir más con tanta economía de lenguaje-, concentrada en un brevísimo espacio la intensa práctica de cuarenta años de resistencia (…). Un modelo perfecto de intervención que cuestiona tanto discurso vacuo de los políticos occidentales que se reclaman de la izquierda. Un texto importante no sólo por lo que dice sino por cómo lo dice y que invita, por ello, también, a un debate estético sobre el discurso político y su belleza».

El debate al que Eva nos invitaba -la posibilidad de un vínculo orgánico entre la política y la belleza- está resuelto en su propia obra, se está resolviendo en otras obras, mal que les pese a los que querrían imponer límites a la literatura. La belleza literaria es tan autónoma que puede servir tanto a las malas como a las buenas causas; es tan autónoma que las malas (eso que Eva llamaba «la internacional del anti-hombre») querrían monopolizarla y despojarla de su punta. Porque hay una belleza que acaricia y una belleza que pincha. La belleza de la obra de Eva es de las que pincha, porque le pone a uno de pie. Duele, sí, pero también despierta, tonifica, sacude todo declive hacia la rendición. Puede parecer paradójico, pero gran parte de la fortaleza literaria de Eva Forest reside precisamente en que sus libros sobre la tortura no son ni sombríos ni desmoralizantes. Eva, me parece, nunca supo lo que es estar desmoralizada; y por lo que la conocí, y por el efecto vigorizante que tuvo sobre mi propia vida y mi propia obra, siento casi el remordimiento de no ser más viejo y no haber podido ser pinchado desde antes y durante muchos más años por su belleza despabiladora. Como ella misma, sus textos -incluso los más duros- nos dejan una impresión extrañamente solar, luminosa, ingenua, afectiva, fresca, optimista, invencible. Olintze en el país de la democracia y Una extraña aventura, libros donde se nos describe de un modo tan doloroso y estremecedor el abismo de la tortura, son en realidad dos cuentos para niños. Son dos cuentos de hadas que nos enseñan precisamente las dos lecciones que Chesterton atribuía a todas los cuentos infantiles: la primera es que los ogros existen; la segunda es que podemos vencerlos.