Traducción para Rebelión de Loles Oliván
Al aproximarse el aniversario de la guerra en Iraq, pienso en lo que escribí hace siete años: que esa invasión ilegal no tuvo nada que ver con la guerra contra el terrorismo sino que fue planeada con mucha antelación y no estaba relacionada con llevar la democracia a Iraq sino la destrucción. Fui abiertamente insultado por decirlo. En el mejor de los casos se me consideró encantador o patético por mi rabia aunque no a nivel de la política internacional.
Mientras me dispongo a preparar la noche para este séptimo aniversario del 20 de marzo estoy leyendo un libro: Limpieza cultural en Iraq: Por qué fueron saqueados los museos, quemadas las bibliotecas y asesinados los académicos. La tesis básica, se crea o no, es que el propósito de la guerra fue, desde el inicio, la destrucción del Estado iraquí. Pero hay más: argumentan los autores que la limpieza cultural, la tolerancia ante el saqueo de los museos, la quema de las bibliotecas y el asesinato de académicos fue parte de la estrategia de la guerra. Acabar con un Estado quedará sin duda establecido como concepto, junto con el de genocidio y sus derivados, tales como urbicidio (destrucción de las ciudades), sociocidio (destrucción del tejido social) y memoricidio (destrucción de la memoria colectiva). Así lo esperamos porque, por desgracia, estos conceptos y su interdependencia no sólo se aplican a Iraq.
Hubo una gran cobertura mediática sobre el saqueo de los museos aunque los informes de prensa no señalaron la responsabilidad de las potencias ocupantes, según estipula la legislación internacional sobre la guerra, y no se identificó como una estrategia de «memoricidio». Por el contrario, en todos estos años ha reinado un silencio ensordecedor sobre los centenares de académicos que han sido víctimas de asesinatos. Extraño. En los primeros tres meses de la ocupación fueron asesinados 250 académicos. El Tribunal BRussell maneja en la actualidad un listado de 437 bajas, una lista que sirve de referencia a nivel mundial. Debido a que los profesores que documentaron estos asesinatos y desapariciones han sido asesinados o han abandonado el país, resulta cada vez más difícil mantener la lista actualizada.
Según el Christian Science Monitor, en junio de 2006 habían sido asesinados, secuestrados o expulsados del país 2.500 académicos. Nadie sabe cuántos han sido asesinados hasta hoy. Sabemos que miles de ellos han sido amenazados -a menudo a través de sobres con balas- y han huido. Junto a los académicos también han sido objeto de intimidación, secuestrados o asesinados profesionales de los medios de comunicación, médicos, ingenieros y dirigentes espirituales.
Es importante saber que en el caso de los académicos no se trata de crímenes sectarios, porque las estadísticas demuestran que no hay un patrón en los asesinatos. Sin embargo, han sido objetivos particularmente profesores en puestos directivos y no sólo miembros del partido Baaz.
Estos asesinatos no han sino nunca investigados ni hallados nunca los culpables, por no decir procesados. ¿Por qué? Tal vez porque tanto los ocupantes como los nuevos gobernantes consideran que no es importante. O tal vez porque el uso de escuadrones de la muerte forma parte de la estrategia, como antes ocurrió en El Salvador. Eso es lo que afirma el libro: que el asesinato de profesores universitarios ha sido y es parte de la «Opción El Salvador».
¿La conclusión de los autores? Que el objetivo era liquidar a la clase intelectual que debía fundar las bases para el nuevo Estado democrático. Así de siniestro. Tanto, que es difícil de creer. Y sin embargo, es cierto: la eliminación de académicos y otros profesionales de clase media sirvió al primero y más alto objetivo de la guerra: la destrucción del Estado iraquí. «Fin del Estado» en lugar de «Construcción nacional». Según los editores del libro, este objetivo de la guerra fue una decisión en la que intervinieron tres partes: los neoconservadores que querían bases permanentes en una estrategia geográfica de dominación militar; el Estado de Israel que no quería un Estado poderoso en su patio trasero; y la industria del petróleo que quería meter baza en una de las reservas de crudo más importantes del mundo. Esto también lo escribí hace siete años.
Ahora ya está ahí: negro sobre blanco con muchas notas a pie, bien documentado, en un libro publicado por una editorial de renombre internacional (Pluto Press), Quizá finalmente el mundo empiece a darse cuenta.
Estaría bien que la comunidad académica protestara a nivel internacional. Pero no será suficiente con un minuto de silencio por sus colegas asesinados. Porque, y esto es lo que lo hace tan abrumador, todo esto sólo es la punta del iceberg: los niños que nacen con graves deformaciones por el uso de fósforo blanco y uranio empobrecido, la falta de agua potable, electricidad y atención sanitaria, la destrucción del sistema educativo que se traduce en una generación perdida, los 1,2 millones de muertes y los cinco millones de refugiados. Todos estos hechos combinados hacen de la guerra de Iraq el mayor crimen de guerra y la mayor catástrofe humanitaria cometida por el hombre en décadas. Y sigue. Hay pocas esperanzas o ninguna de mejora, sobre todo después de las recientes elecciones. Añádase a esto el sinnúmero de explosiones de bombas sectarias y la desintegración del país y tendrán una imagen del infierno.
Y nosotros, todos, miramos cada vez más a otro lado. Porque estamos hartos de Iraq después de siete años. Me deja un amargo sabor de boca comprobar que mi tesis sobre la destrucción de Iraq, que tantos consideraron absurda, era correcta. Incluso Bush tenía razón cuando dio su famoso espectáculo en la cubierta del portaaviones estadounidense Lincoln el primero de mayo de 2003: «Misión cumplida». Iraq, de hecho, ha sido destruido. ¡Feliz cumpleaños, señor presidente! Sí, Obama, tu quoque.
*Lieven De Cauter, filósofo, es el presidente del Tribunal BRussell