La idea de hacer un cortometraje con la lectura del ‘Quijote’ en los campamentos de refugiados saharauis surgió de pronto en el aeropuerto de Barajas ¡Bingo! Nuestro colega Javier Corcuera nos anuncia que ha encontrado el ‘Quijote’; bueno, más bien un trozo del mismo, el capítulo 23 para ser exactos Además de las películas, el […]
La idea de hacer un cortometraje con la lectura del ‘Quijote’ en los campamentos de refugiados saharauis surgió de pronto en el aeropuerto de Barajas
¡Bingo! Nuestro colega Javier Corcuera nos anuncia que ha encontrado el ‘Quijote’; bueno, más bien un trozo del mismo, el capítulo 23 para ser exactos
Además de las películas, el festival ha traído cinco talleres de cine en su voluntad de dejar algo más que un recuerdo bonito de las proyecciones
Sentada, Juella dispone para todos un té, rito que puede llevar largo rato, incluso horas. Si hay algo de lo que disponen los saharauis es de tiempo
La ‘jaima’ se les ha quedado pequeña. Son adolescentes que, siendo niños, han sido acogidos por familias españolas, y que han visto lo que hay allí, lo que aquí no tienen ni tendrán nunca
Este año, el premio era doble: además de la Rosa del Desierto, el jurado otorgaba un camello vivo, que entró en la sala parsimonioso y circunspecto a conocer al ganador
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Quién me iba a decir a mí que un día me encontraría, en lo alto de una duna, en pleno Sáhara argelino, pidiendo a mi madre por el móvil que me dictara las primeras frases del Quijote? ¿Por qué no me las habría aprendido como Dios manda en el colegio?, me maldije perdiendo la cobertura y el equilibrio.
La idea de hacer un pequeño cortometraje con la lectura del Quijote en los campamentos de refugiados saharauis surgió de pronto en el aeropuerto de Barajas, mientras un variopinto grupo de gente de cine, periodistas, eurodiputados de todos los partidos, talleristas, y apuntados por Internet, nos dirigíamos al II Festival Internacional de Cine del Sáhara. Benito Zambrano, Chus Gutiérrez, Javier Corcuera, yo misma y el actor Alberto San Juan acordamos asumir esta pequeña superproducción y recordar así nuestro compromiso con un pueblo cuya segunda lengua es el español y pedir, porqué no, un Instituto Cervantes para los campamentos de refugiados en Tinduf. Teníamos cámara y equipo, la cuestión era: ¿Habría un Quijote en el campamento?
En Auserd habría, eso era seguro, unas 40.000 personas, que, junto a los otros tres campamentos de refugiados saharauis, esperan desde hace 30 años que se les permita volver al Sáhara Occidental, su tierra. Mientras, sobreviven en unas condiciones de total precariedad en medio literalmente del desierto. De hecho, eso es lo más me impresionó al llegar a Auserd, tras una hora por una pista de arena desde Tinduf. Las casitas y jaimas de la wilaya se levantan literalmente en medio de la nada. No hay un pájaro, ni un árbol, ni una hierba. Ni siquiera una hormiga. Sólo viento y arena. A 200 kilómetros queda un muro y un campo minado que les separa de Marruecos y los territorios ocupados, de sus familias, muchas veces divididas tras la guerra.
En 1975, España dejaba el Sáhara Occidental en manos de Marruecos y Mauritania, sin atender a la petición de independencia de sus habitantes, el pueblo saharaui. Marruecos inicia entonces una guerra y una ocupación, la famosa marcha verde, en la que cientos de marroquíes, pobres, impulsados por el Gobierno, toman las casas y ciudades que los saharauis fueron dejando, expulsados por el napalm que arrojaba el ejército marroquí. Las mujeres y los niños huyeron al desierto argelino, donde levantaron, sin la ayuda de los hombres, que estaban en la guerra, los campamentos en los que nos encontramos. Las jaimas se conocen así por el nombre de las mujeres que las habitan. La nuestra es la de la señora Juella, viuda desde hace tres años. Con ella viven dos hijas y un hijo, con sus respectivas familias, que inmediatamente nos adoptan. Las niñas se convierten en nuestras intérpretes y también en lazarillos para ayudarnos a salir y entrar del laberinto de jaimas que constituye el campamento.
El rito del tiempo
En una pequeña habitación de adobe, cubierta de alfombras y almohadones, la señora Juella nos acomoda a Chus Gutiérrez, Alberto San Juan, Lola Dueñas, Benito Zambrano, un periodista canario, Carlos Fuentes; una directora danesa, Malene Vilstrup; al director senegalés Mousa Sene Absa, y a mí. Sentada, Juella dispone para todos un té, rito que puede llevar largo rato, incluso horas. Si hay algo de lo que disponen los saharauis es de tiempo. Y el ritmo es otro. Se acabó la prisa; ahora se trata de estar, de convivir, mientras se sirve un té, y otro, mientras se habla como se puede, a veces a través de los niños, a veces con la mirada, una sonrisa, un gesto de cabeza.
¡Bingo! Nuestro colega y vecino de jaima, Javier Corcuera, nos anuncia que ha encontrado el Quijote; bueno, más bien un trozo del mismo, el capítulo 23 para ser exactos, de donde podremos extraer distintos textos para la lectura. Pero necesitamos también las primeras frases del texto cervantino, que nadie recuerda claramente… Son las doce de la noche, estamos en el concierto de Javier Ruibal que inaugura el festival y el equipo de directores se compromete para iniciar el rodaje al día siguiente, por turnos, en diferentes lugares del campamento. Por mi parte me comprometo, si mi móvil me da cobertura, a conseguir las palabras exactas con las que arrancan las peripecias del Quijote.
Además de las películas, el festival ha traído este años cinco talleres de cine en su voluntad de dejar en los campamentos algo más que un bonito recuerdo de las proyecciones. De hecho, el material técnico con el que se imparten los talleres quedará allí junto con la videoteca iniciada en el anterior certamen. No puede pervivir la historia de un pueblo si no lo hace su cultura, su música, su literatura o su cine, como se dijo en una de las mesas redondas sobre el papel de la cultura en los conflictos internacionales. Y con mayor razón cuando se vive en un rincón del mundo, fuera del lugar que legítimamente les pertenece y fuera de la agenda política de la comunidad internacional.
«… no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor». Mi madre está segura de que es así, pero no recuerda más. Será mi hermano quien, un tanto confuso (no acaba de entender si estoy en el Sáhara o en un concurso), me dicta el siguiente párrafo mientras hago verdaderos equilibrios sobre la duna para escribir y coger cobertura al mismo tiempo.
Leila, con el campamento y el desierto de fondo, las leería poco después con una voz dulce de niña y un acento suave, a veces enredado en el castellano antiguo de Cervantes. Siguió el rodaje Chus, sobre un pequeño cerro pelón, rodeando con la cámara a una mujer que leía mientras el viento le agitaba el vestido. Benito se metió en una jaima, donde otra mujer hizo su lectura para los niños que la escuchaban mientras se preparaba el té.
Entretanto, las proyecciones y las presentaciones se sucedían, con algún que otro sobresalto: Flores de otro mundo, que se proyectaba esa noche, sufrió varias interrupciones en los momentos interesantes por parte de un censor espontáneo (el Polisario había dado instrucciones para que no hubiera censura), y que provocó la protesta de los presentes. En el suelo, sobre una gran alfombra o sobre la arena, bajo un cielo espectacular cuajado de estrellas, los saharauis contemplaban las películas a pesar del frío, atentos muchas veces, charlando y riendo otras, moviéndose, llegando y marchando, haciendo de las proyecciones algo vivo, festivo, poco ceremonioso. Milagrosamente el programa se cumplía, aunque no en el horario previsto, pero a nadie parecía extrañarle. Los invitados llegábamos a nuestras citas, y volvíamos a nuestras jaimas sanos y salvos en medio de la noche cerrada, sin una luz, sin un solo punto de referencia…
Quizá uno se olvida de su impaciencia, admirado por la capacidad de organización de esta gente, del orden en el que viven a pesar de las circunstancias, de la dignidad con la que llevan un día a día lleno de carencias. Sin más agua que la que traen los camiones cisterna, sin más luz que la que les proporciona una batería de coche y sostenidos siempre por la ayuda internacional, en el campamento se respira una rara tranquilidad. Los niños son seguramente quienes más disfrutan de la libertad total después del colegio, de la vida matriarcal en las jaimas.
No viven nuestras prisas, nuestro estrés, nuestra falta de tiempo para ellos, nuestros atascos ni la soledad de cada uno metido en su piso, en su habitación. Aquí juegan entre los adultos en el espacio común de la jaima o en el exterior sin peligro ninguno. Pero a los adolescentes la jaima se les ha quedado pequeña y tienen una energía que bulle y empuja y que es controlada con malos modos, como en el concierto de clausura, por la policía del Polisario. Son adolescentes que han viajado a España siendo niños, acogidos por familias españolas para pasar el verano, y que han visto lo que hay allí, lo que aquí no tienen ni tendrán nunca.
Son parte de ese 70% de la población saharaui refugiada que nunca ha visto los territorios ocupados, para quienes las cuatro ciudades de la que toman los nombres los campamentos son una quimera, un sueño de sus mayores. Para ellos quizá el futuro se presente más claro en España, en Europa, donde puedan trabajar y hacer una vida distinta. Para ellos es para quienes la vida en el desierto, la espera a que se celebre el referéndum que les devuelva su tierra se hace cada vez más cuesta arriba. Para ellos y para los jóvenes universitarios, preparados muchos en Cuba, como Omar, a quien enviaron a los ocho años a estudiar y apenas acaba de volver, 14 años después. Son jóvenes universitarios que asumen el doble choque de dejar atrás Cuba, donde han pasado más de la mitad de su vida y volver a la vida en el desierto. Porque, ¿puede haber mayor contraste entre la sensualidad del Caribe, del mar, de la música y el baile, y el desierto, la arena y las rigideces del islam? ¿No debe ser desgarrador para estos jóvenes dejar a los compañeros con los que se ha crecido desde los ocho años para volver a los campamentos y no poder ejercer en muchos casos aquello para lo que se han preparado? Algunos se quedan en Cuba, pero la mayoría vuelve y trata de adaptarse, de ayudar y aportar lo que saben.
Omar ha construido un centro de reeducación para adolescentes difíciles con la doble intención de atender a estos críos, que de otra manera acabarán en la cárcel, y de dar empleo a los compañeros que como él se han preparado y no tienen cómo ejercer su profesión. Una heroicidad en un lugar como este donde primero ha tenido que vencer la resistencia del propio Gobierno saharaui, que no quiere perder la baza, real, de la precariedad como palanca de fuerza para reclamar sus derechos. Es sólo en los últimos tres o cuatro años que se están construyendo edificaciones algo más sólidas, puesto que la filosofía es precisamente la de que el pueblo saharaui puede hacer las maletas y partir en cualquier momento a los territorios ocupados.
Pero no se puede vivir de manera precaria y temporal durante 30 largos años sin que surja gente que, como Omar, decida plantar cara a los problemas. Ni tampoco se puede obviar, como cuenta este saharaui de 25 años, que empieza a haber una cierta marginalidad, que hay familias menos estructuradas, donde falta el padre, donde faltan cosas. Omar recuerda una infancia distinta, más simple, en la que las mujeres organizaban el campamento y los niños iban al colegio, mientras los hombres estaban en la guerra y la ayuda internacional que llegaba se repartía equitativamente.
Una cierta prosperidad
Desde hace unos años, los niños que visitan España en vacaciones, escapando del terrible verano en el desierto, han traído el dinero a los campamentos, y con él, una cierta prosperidad, algo de comercio y trabajo para algunos hombres, que vienen y van a comprar a Mauritania y abren pequeñas tiendas de artículos de primera necesidad. Pero el dinero ha traído también desigualdades y por primera vez, diferencias entre unos y otros, entre los que lo tienen y los que no.
A lo largo de las horas, en el rudimentario edificio que alberga las proyecciones club y el pequeño bar que sólo sirve café con leche y Mirinda, nos vamos encontrando los invitados y demás visitantes: José Coronado viaja con su hijo y habla emocionado de su experiencia con la familia en su jaima. Maribel Verdú, Pablo Carbonell, Cuca Escribano, Mercedes Sampietro, periodistas del CQC, de Pecado original, de TVE, Antena 3, Telemadrid, fotógrafos, prensa escrita nacional y extranjera, voluntarios, talleristas, visitantes varios, cada uno tiene su historia que contar y su emoción por lo que está viviendo. Mientras tanto nuestra superproducción sigue adelante. La pieza de Alberto San Juan, que supuestamente se rodaba el viernes, ha tenido que posponerse al sábado, y hemos perdido a los lectores. Finalmente las aventuras de Don Quijote y Sancho son leídas en la sala de partos del hospital, por un médico saharaui que ha estudiado en Cuba. Sólo queda la pieza de Corcuera, pero las actividades se acumulan y Mariano y Jacobo, nuestro equipo técnico, tienen que cubrirlas para el festival: visita a las dunas, más proyecciones y la clausura con concierto del grupo madrileño Deshechos para levantar los ánimos y un grupo de danza saharaui para calmarlos.
Pero antes, la entrega de premios: dos menciones de honor a las películas Aadat y Poniente, y la Rosa del Desierto del Jurado Popular, que fue para nuestro compañero de jaima, el senegalés Mousa Sene Absa y su película Madame Brouette. Este año el premio era doble; además de la preciosa formación rocosa del desierto, el jurado otorgaba un camello vivo, que entró en la sala parsimonioso y circunspecto a conocer al ganador. Un emocionado Mousa recogió su trofeo, besó a su camello y se dirigió a la concurrencia para desearles que algún día sean los saharauis los que muestren su cine en el festival.
La fiesta duró lo que duró la música. Cuando ésta terminó, una multitud alborozada seguía con ganas de marcha, y aunque hubo un plante ante el bar para que lo abrieran (al grito de «chupito de Mirinda», que era todo lo que conseguiríamos dentro), pasadas las tres hubo que desistir y encontrar el camino a casa. Con todo, los más contumaces, unos sesenta, desviaron su autobús hasta una de las jaimas que les albergó a todos hasta el amanecer, ante la sorpresa, imagino, de sus moradores.
El último día fue una jornada de despedidas y discursos presidenciales. Los representantes de la cultura allí leímos un manifiesto en el que se instaba a la comunidad internacional, y en especial al Gobierno de España, «a presionar al reino de Marruecos para que acate y respete las resoluciones de Naciones Unidas en relación con el Sáhara Occidental, a través de un referéndum libre».
Apenas una hora antes de marcharnos, Javier Corcuera terminó por fin nuestra producción con la lectura del Quijote entre las jaimas por parte de uno de los organizadores del festival y habitante de este campamento, a quien llaman El Rubio. Combatiente en la guerra, responsable cultural, contacto y asistente de rodajes y visitas de todo tipo en el Sáhara, El Rubio es un incansable organizador y espléndido contador de historias, apasionado de su trabajo y de su causa.
Generosidad
Nuestro amigo Mousa, triunfador del festival, decidió dejar su camello, que costaba no menos de 600 euros, a la familia que nos acogía. La llegada del bicho a la casa no pudo ser más espectacular: las mujeres corrieron al exterior de la jaima y comenzaron a golpear los contenedores metálicos que usan para almacenar el agua mientras hacían ese grito agudo entrecortado con la lengua tan característico. Poco después del camello aparecía el propio Mousa, a quien recibieron de la misma manera y a quien agradecieron una por una su generosidad. Era la primera vez que la jaima recibía un regalo de esta importancia y también era la primera vez que estas mujeres veían en persona a un hombre africano, de ahí su fascinación y respeto hacia él desde el primer día.
El resto de la jornada se fue en despedidas, tés y bailes en la jaima. Con una batería de coche, la señora Juella alimentaba el pequeño aparato que emitía una música de ritmo monótono que las mujeres bailaban con una sensualidad lenta, tranquila, abriendo y cerrando las manos con una mezcla de delicadeza y contundencia. Terminaron la fiesta nuestras dos lazarillas, las niñas Malika y Salka, bailando con Mohamed y Ahmed, de uno y dos años de edad, que imitaban con sus manitas los movimientos de sus madres. Había algo tremendamente humano en la imagen, tremendamente vital, de esas mujeres bailando, con las niñas y los bebés a su alrededor, ese sentido de comunidad, de estar sencillamente durante horas unos con otros en el mismo espacio. Un sentido del tiempo y las relaciones que nosotros hace tiempo que hemos perdido.
En coches, camiones y autobuses nos marchamos por fin de allí cuando caía el sol. Mientras nos alejábamos, volvimos a tener perspectiva del lugar, esas casitas y tiendas levantadas en medio de la nada, sobre la arena, encerradas en un horizonte infinitamente abierto.
La saharaui es una comunidad que vive esperando, parada en el tiempo y el espacio, en una situación imposible. Son gente que vive con el futuro secuestrado, negado por Marruecos e ignorado por España. Pero como toda sociedad, tiene su propia dinámica, su movimiento interno y sus contradicciones y evoluciona mientras su destino permanece sin resolver. Es obvio que los intereses de nuestro país están con Marruecos, pero hay otros intereses, más profundos, que a veces también hay que atender, porque también nos hacen bien. El futuro de los saharauis sólo cambiará si nuestro Gobierno presiona, como ha hecho en otras ocasiones, para que se cumpla la legalidad internacional. No hay beneficio económico en ello; es sencillamente una cuestión de justicia, de responsabilidad histórica y de solidaridad.