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La eternidad y un día: filme/poema en tributo a la mujer

Fuentes: Rebelión

El día que una mujer pueda no amar desde su debilidad sino desde su fortaleza, no escapar de sí misma sino encontrarse, no humillarse sino afirmarse, ese día el amor será para ella, como para el hombre, fuente de vida y no un peligro mortal.

SIMONE DE BEAUVOIR

Sin duda, uno de los placeres de la vida, para quien escribe, es ver reconocer, no reivindicar porque ya va de suyo, el papel de la mujer en la Historia humana, así sea a partir de un filme, un filme/poema, como lo hace Theo Angelopoulos a través de La eternidad y un día (1998) con los personajes de la madre del poeta y de Anna, esposa del vate griego Alexándros, también, sin duda, especie de alter ego del propio cineasta. Con él, se consentirá, ha hecho fuera de un filme/poema, una obra clásica: entendiendo aquel, como la síntesis de la creación mediante la dupla palabra/imagen; entendiendo la obra clásica, como la que siempre que se vuelve a ella resulta nueva, infinita en significaciones, perpetuamente contemporánea.

Las historias que narra, fuera de no ser muchas, quizás tampoco pretendan ser lo último en guarachas, ni (más faltaba) una exaltación de la pedofilia o la explotación sexual y/o laboral infantil, mucho menos una forma indirecta de intentar hallas virtudes en la lucha de clases capitalista o en el Sistema Mundo que nos imponen a punta de mediocridad mediática, vía Fake News/Posverdad, o de corrupción judicial, vía Lawfare, como las que hoy padece la humanidad a lo largo y ancho del planeta. O del fascismo que campea por doquier, manifiesto en Colombia, para no hablar solo de la Grecia de Metaxás, en la que creció Angelopoulos, a través del ninguneo, la explotación laboral, la discriminación que no discrimina, la salud que mata sin llegar al hospital, las más de 90 masacres de 2016 a 2020. Todo ello, muy evidente en La eternidad y un día, merced a la historia del poeta Alexándros, quien se encuentra en los últimos días de su existencia y a quien se le van cerrando los canales de conexión con la vida y cuyos estertores finales lo acercan cada vez más a la ciénaga del miedo, como se lo confiesan entre sí él y el niño albanés inmigrante, antes de la partida de este último en barco.

Una de las primeras cosas que, a nivel formal, puede destacarse es el uso de algunos elementos: grúa, travelling y paneo, como movimientos de cámara; la música incidental de Eleni Karaindrou; la fotografía de Yorgos Arvanitis y de Andreas Sinanos; el guion de Theo Angelopoulos, Tonino Guerra, Petros Márkaris y Giorgio Silvanis; y, desde luego, el montaje de Yiannis Tsitsopoulos, que tanto tiene que ver con una de las virtudes principales de este filme ganador de la Palma de Oro en Cannes, 1998: se habla del empleo del plano/secuencia, es decir, la toma sin cortes que, de contera, captura/detiene el tiempo y lo homologa a la realidad esculpida en el mismo tiempo y que rebasa a la propia realidad objetiva en tanto cantera de personajes, hechos y/o situaciones recobradas para la posteridad. Claro, todo ello, junto a las actuaciones de Bruno Ganz, como el poeta Alexándros, de Achilleas Skevis, como el niño albanés, de Isabelle Renauld, como Anna, esposa de Alexándros, de Fabrizio Bentivoglio, como el poeta griego del siglo XIX. Actuaciones que encajan a la perfección en el modelo (no a imitar) de Stanislavski, según el cual el actor no tiene que representar a un personaje sino vivirlo, sentirlo, encarnarlo; o en el modelo según el gran Al Pacino, en conversación con Lawrence Grobell: “Actuar es no actuar”; todas ellas, contenidas, precisas, nunca sobreactuadas o inverosímiles y, por contraste, centradas en el realismo social y al tiempo poético, buscado por Angelopoulos. Téngase en cuenta que, hasta los 16 años, él se consideró siempre poeta; solo a partir de los 25 años reconoció haberse sumado a la lista de los trabajadores de la imagen y, a partir de los 28, de la dirección cinematográfica.

En efecto, en 1963 intenta realizar el policiaco Negro y blanco, que abandona por falta de fondos y su segundo trabajo, también inconcluso, lo inició a sus 30 años: el titulado Forminx Story, sobre el homónimo grupo griego de rock como parte de la promoción de su gira por EEUU. La gira fue cancelada y el dinero nunca llegó. Su primer filme acabado, Broadcast, es un corto de 23 minutos que obtuvo el premio de la crítica en el Festival de Salónica, 1968. Reconstrucción es su primer largo, premiado en Salónica y Hyères, que recrea el asesinato de un marido por la esposa y su amante. Viene luego, Días de 36, filme político previo a la dictadura de Metaxás, que da origen al fascismo griego, rodado durante la dictadura de los coroneles, que tan bien narra otro filme greco-francés, Z, Él vive, de Costa-Gavras. Y ahí La eternidad y un día se topa en el tiempo con Cristo se detuvo en Éboli, de F. Rosi. Días de 36 es parte de una trilogía conformada, además, por El viaje de los comediantes (1975) y Los cazadores (1977). Filma después nueve largos más: Alejandro Magno (1980), Atenas (1983), Viaje a Cytera (1984), El apicultor (1986), Paisaje en la niebla (1988), El paso suspendido de la cigüeña (1991), La mirada de Ulises (1995), Eleni (2004) y El polvo del tiempo (2008). Cuatro de los cineastas que han ayudado a formarlo: Murnau, Dreyer, Welles, Mizoguchi. Th. A. muere el 24/ene/2012 atropellado por una moto policial mientras rodaba El otro mar.

“El abuelo dice que el tiempo es un niño que juega a las canicas”, evoca un niño al arranque de La eternidad y un día cuando invita al mar a Alexándros. Lo cual recuerda al escritor Gérard Vincent en Akenatón – La historia de la humanidad contada por un gato: “El tiempo es la orilla. Nosotros pasamos y él da la impresión de correr”. Angelopoulos, en otras palabras, habla del tiempo como un juguete del cine, como lo era también para Fassbinder, el alemán que en solo 13 años realizó 47 filmes. Tras un plano-secuencia del niño que va al mar con dos amigos se pasa al presente con él mismo, adulto, conversando con Uranía, su colaboradora, que le deja un café en su despacho, le alista la maleta y a quien le confiesa que es el último día, que todo tiene un fin: “Gracias por estos tres años. No sé qué hubiera hecho sin ti”. Toma el café, se voltea hacia la ventana, prende el equipo, suena la música y dice: “En el último tiempo mi único contacto con el resto del mundo, es el desconocido de enfrente que siempre me responde con la misma música”. Se dirige, voz en off, hacia el muelle, va en busca del desconocido, o de la desconocida, y dice: “Mi único temor, Anna, el único quizás, es no haber acabado casi nada”. El hombre inconcluso, frustrado, finito. “Casi todo es un bosquejo. Palabras dichas aquí y allá”. Un llamado a la acción y a dejar atrás la verborrea.

Encuentro con el niño albanés. Una historia de amistad, afecto y, ante todo, solidaridad. Primera situación de choque. Hace subir el niño al carro. Pasan unos hombres persiguiendo y capturando a otros niños, se supone, inmigrantes ilegales: los chivos expiatorios del siglo XXI ideales para obtener mano de obra barata, para el tráfico de órganos, para la explotación sexual, es decir, la pedofilia. Huye con el niño, lo lleva a algún lado, le pregunta si habla griego: él no responde, sonríe y eso es suficiente. Alexándros visita a su hija, quien vive con su esposo y lo primero que le pregunta al padre es: “¿Qué haces por acá un domingo?” Y le reclama porque no contesta al teléfono. Él debe irse un tiempo; no tiene dónde dejar el perro. Le entrega un paquete de cartas viejas de Anna. Nikos, ahora sabe, no quiere animales en casa. Deja la sala del apartamento de su hija, se asoma al balcón y ya está, con el pasado en presente y en su propia casa, sin solución de continuidad en el plano, con Anna. Conversan. Visita de la familia. Evocación de la Dictadura en Grecia. Carta de Anna: “Soy solo una mujer enamorada”. Un simple Big Close Up del rostro de Alexándros lo ubica, de nuevo, en el apto. con su hija. Han vendido la casa de la playa: proceso de gentrificación. Cambio de uso del suelo. Verticalización de las urbes. El perro se resiste: está cómodo en la nueva casa.

Plano-secuencia: Alexándros va a la farmacia. Al bajar del carro, ve en diagonal al niño albanés, de nuevo, en una esquina. Ruido de la urbe y música del filme se funden. Toma unas pastillas para su mal. Vuelve hacia la calle, mira y dos adultos se cargan al niño albanés y a su amigo en una camioneta. Raudo, Alexándros monta en su VW y arranca detrás de ellos. Finalmente, todos llegan a un edificio en ruinas fuera de la ciudad. Bus de turistas mayores: aparece la explotación laboral y/o sexual, la pedofilia, lío mayor en la avejentada Europa de hoy. Alexándros entra al edificio con el resto de adultos y luego de que un niño rompa el vidrio, él recupera al niño albanés, no sin antes pagar su cuota a los cafishios o proxenetas. Parten juntos. Paran a la vera del camino. En un camión-lunch, que lleva por nombre Valentina, Alexándros compra un vaso de agua y un sándwich para el niño albanés. Pero, éste ha huido. Aquél lo busca y le da el alimento. Regresan a la ciudad. Van a un pequeño restaurante. El niño albanés posa frente a un espejo. Entre este y él pasan unos militares. El niño desaparece. Alexándros lo busca en la esquina, le pregunta si sabe lo que es un poeta, mientras el niño canta “¡Cumbrecita mía!”. Salen de la ciudad, en busca de la frontera.

En otro plano-secuencia, el niño albanés le refiere la lucha de su padre frente al invasor. Los grupos armados salieron a la calle y dispararon toda la noche, le refiere a Alexándros. Entraron en las casas, donde los bebés lloraban. La gente huyó del pueblo. Como hoy huyen campesinos, negros e indios en Fosa Común, ex Colombia. Cuenta que el paso está más arriba, por donde salió Sélim, su otro amigo albanés. Los adultos dejaron bolsas en los árboles como señales: quienes no lo supieran se perdían/congelaban. Bolsa tras bolsa, se llega a una explanada sin árboles. Sélim empezó a gritar, porque él, el niño albanés, no sabía nada y quiso cruzar. Dijo: “Hay bombas ocultas”. La cámara los deja a ambos, hace un paneo a la izquierda y aparece la malla llena de cadáveres colgando. Pero, el niño le ha mentido a Alexándros: no tiene ningún pariente. Ante la salida de un militar del puesto fronterizo, suben al carro y parten; el milico les grita. Regresa, se cierran las puertas. Fin del plano-secuencia.

Otro va: toma de un puente sobre el río. Zoom-Out y entran a cuadro Alexándros y el niño en el carro. De nuevo, un camión-lunch, música de fondo, el albanés compra el sándwich. “Sé lo que es un poeta”, suelta sin prólogo. Alexándros recuerda a un poeta griego, siglos XVIII y XIX, clave, que creció/estudió en Italia: derecho, como Angelopoulos en Grecia. Pero, que, al saber del conflicto entre griegos y otomanos, despierta en él a la isla amada, al país perdido. Un compra-palabras, que anotaba las que oía y pagaba por las que desconocía: Abismo. Perfumada. Rocío. Fuente. Ruiseñores. Cielo. Ola. Lago. Desconocido. Embalsamar. “Hombre de sombra ágil”, le dice una musa. Así escribió Dionisios Solomós (1798-1857), El himno a la libertad y otros poemas: muy conocido por su Himno a Eleftherían, de cuyas dos primeras estrofas derivó el himno nacional griego (1865). Y uno muy largo, inacabado, Los asediados libres, dice al niño albanés. Se funden pasado y presente. Aunque, bueno, antes fue al revés: presente y pasado, previo un paneo de izquierda a derecha. Lo que recuerda que ayer no es pasado sino presente. No solo desde la óptica de Angelopoulos. Y cuando recuerda a Solomós, diciendo que todas las noches soñaba que su madre, vestida de novia, lo llamaba, la cámara los deja, hace un paneo hacia la derecha y ya está ahí Solomós, en presente. Voz en off, habla en italiano, señala que no puede quedarse en Italia y debe regresar a Grecia. “¿Qué puede hacer un poeta?” Cantar a la revolución. Llorar a los muertos. Invocar la libertad perdida. Levanta su mirada y, sin más, encara la acción.

Viene luego la boda griega. El hijo de Uranía se casa. El niño albanés le consigue palabras a Alexándros en el muelle: Exiliado – Extranjero – ¡Son las mil! (= se hizo tarde). Encuentro con la madre en el yate. Anna le cuenta que intenta atraerlo entre libro y libro, que vive con ella y su hija, pero no con nosotras. El amigo/niño albanés Sélim ha muerto, atropellado. El niño albanés y Alexándros lo visitan en la morgue, cuyo acceso está prohibido a particulares. En un rito comunitario, presas del miedo ante el no-futuro, los niños inmigrantes se despiden de Sélim, no sin antes manifestar sus razones: “Hubo montes, barrancos, policía, pero nunca miramos hacia atrás”. Ahora lo único que ven al frente es el mar infinito de la incertidumbre. Cuando el barco de la familia se viene a pique, como en A la izquierda del padre, del brasileño Luíz Fernando Carvalho, Alexándros pregunta: “¿Por qué, madre? ¿Por qué nada salió como esperábamos, madre? ¿Por qué? ¿Por qué tenemos que pudrirnos en silencio entre el dolor y el deseo?”, le inquiere. Y llora. Como un niño abandonado por su madre. Que es lo a continuación ocurre. Y es que ella va a morir. “¿Por qué he vivido en el exilio?” Una reflexión casi de Angelopoulos, es decir, autobiográfica. “¿Por qué me sentía como en casa, solo cuando se me concedía la gracia de hablar mi idioma? Mi idioma. Cuando reencontraba palabras perdidas o extraía del silencio palabras olvidadas. ¿Por qué solo entonces oía el eco de mis pasos?” Porque así el hombre cree el lenguaje, solo por él es hombre. Besa a su madre y apaga la luz. Para que descanse en paz. Para que él pueda ir tranquilo. “Dímelo, madre: ¿por qué alguien no puede aprender a amar?” Y sale. El espectador completa la historia.

El niño albanés intenta despedirse: la cámara sigue a Alexándros. “¡Quédate conmigo!”, le implora: “Solo tengo esta noche”. “Tengo miedo”, dice el niño. “Yo, también”, exhala aquél. Abrazo inusual en tiempos de virus. “¡Quédate…!” Suben a un bus. Pasan tres hombres/tres veces en bicicleta, de amarillo, en noche de lluvia. Un trío: violinista/chelista y flautista. Solomós, reaparece: “La última estrella húmeda del alba / anunciaba un sol radiante. / Ni las nubes ni la niebla / se atrevían a pasar por el cielo. / Desde allí el aliento de la brisa / era tan dulce en la cara / que parecía murmurar a los pétalos del corazón. / La vida es dulce y la vida es dulce”. Alexándros: “Dime, ¿cuánto dura el mañana?” Luego se sabrá. “Debo irme”, dice el niño y la cámara enfoca el trago amargo del adiós que atraviesa su garganta. Alexándros regresa a la urbe. Para en un semáforo. Vuelve a casa. Carta de Anna. Él se asoma y ya está frente al mar del pasado: ahí, en el presente. Se resiste al inicio, pero no puede evitar bailar con ella, al decirle: “Hoy es mi día”. Alexándros quiere proyectarse al mañana y sabe que el vecino desconocido, siempre le pondrá la misma música: como quien le recuerda todo lo extraviado por el camino de la vida. Lo que no se hizo, se obvió, desoímos frente al Otro u Otra. Decía Henry Miller: “Todo aquello a lo que cerramos los ojos, todo aquello a lo que huimos, todo lo que negamos, denigramos o despreciamos, sirve para derrotarnos al final”. Anna ahora sabe que “siempre habrá alguien para venderme palabras”. Así ya no le sirvan. “¿Qué es el mañana, Anna? Un día te pregunté: ¿cuánto dura el mañana? Y me respondiste: ‘La eternidad y un día’. ¡Anna! ¡Anna! Mi paso a la otra orilla esta noche, con palabras que he recuperado de ti. Estás aquí. Todo es verdad y espera, por la verdad. Forastero. Yo. ¡Son las mil! ¡Cumbrecita mía!” El sonido de las olas aumenta. “Alexándros”, llama la madre como quien, en la peor de las impotencias, intenta recuperar a su niño: que no vendrá.

En apariencia, todo en el filme está por fuera, pero se trata de un viaje introspectivo e iniciático: aquel que se sabe dónde empieza, pero no dónde termina, como en los viejos poemas/crónicas homéricos, La Ilíada y La odisea, para reconocerse uno mismo a través del otro, al otro a través de sí mismo, en especial, a través de Anna. Angelopoulos ha hecho un filme/poema, al estilo del film/roman o filme/novela de Edgar Reitz, saga en 32 episodios que narra la vida de Alemania entre 1919 (Tratado de Weimar) y 2000, en 53 horas y 25’, la historia de una familia de Hunsrück, Renania. El filme/poema deriva su valor del trato dado tanto a imágenes como a palabras escogidas para narrar el encuentro de un niño y un adulto mediado por la poesía, la conversación, aquella voz creadora de mundos y puentes comunes, por la empatía entre quienes representan comienzo y fin de vida: paralelo al ritmo de muerte corre el ritmo de vida. Para narrar el encuentro/desencuentro de un hombre y una mujer: ella, solo una persona enamorada, y él, un hombre ensimismado/absorto en su trabajo escritural que, solo con la muerte de aquella, reconoce su descuido y trata de recomponer las cosas: pero, ya es tarde. Para narrar, en fin, la historia de un país, Grecia, desde la tragedia (Esquilo, Sófocles, Eurípides), épica clásica, íconos y ceremonial bizantinos, historia de los Balcanes (igual que Emir Kusturica), cultura pop griega, teatro de marionetas/variedades, arte popular.

Para terminar, se trata de un filme narrado bajo la impronta de la lentitud. La que, para uno de los pioneros del romanticismo alemán, Schiller, significa: “Hay que detenerse en las cosas con amor”. Lo que va de acuerdo con la doble ecuación del checo/francés Kundera en La lentitud: “El grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido; el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria”. Ambos aplican a filmes como Cristo se detuvo en Éboli, La eternidad y un día, Una historia sencilla e incluso a Ser y tener, de Philibert, El caballo de Turín, de Tarr, El irlandés, de Scorsese.

Según lo dicho al inicio, se concluye con García Márquez y su reflexión sobre la mujer para considerar/acoger/respetar: “A cuántos hombres he escuchado decir que desean a una mujer inteligente en sus vidas. // Yo los animaría a que lo pensaran bien. // Las mujeres inteligentes / toman decisiones por sí mismas, tienen deseos propios y ponen límites. // Tú nunca serás el centro de su vida porque esta gira en torno a ella misma. // Una mujer inteligente no va a dejarse manipular ni chantajear, ella no se traga culpas, / asume responsabilidades. // Las mujeres inteligentes / cuestionan, analizan, discuten, / no se conforman, avanzan. // Esas mujeres tuvieron vida antes de ti y saben que la seguirán teniendo una vez que tú te hayas ido. // Ellas están para avisar, no para pedir permiso. // Esas mujeres no buscan en la pareja a un líder a quien seguir, / a un papá que les resuelva la vida, ni un hijo a quien rescatar. // Ellas no quieren seguirte ni marcarle el camino a nadie, / quieren caminar a tu lado. // Ellas saben que la vida libre de violencia es un derecho, / no un lujo ni un privilegio. // Ellas expresan enojo, tristeza, / alegría y miedo por igual, / porque saben que el miedo / no las vuelve débiles de la misma forma en que el enojo no las vuelve ‘masculinas’. // Esas dos emociones y las demás, todas en conjunto, la vuelven humana. ¡Y ya! // Una mujer inteligente es libre porque ha peleado por su libertad. // Pero no es víctima, es sobreviviente. // No trates de encadenarla / porque ella sabrá cómo escapar. // Recuerda que ya lo ha hecho antes. // La mujer inteligente sabe que su valor no radica en la apariencia de su cuerpo / ni en lo que haga con él. // Piénsalo dos veces antes de juzgarla por su edad, estatura, volumen o conducta sexual, / Porque esto es violencia emocional y ella lo sabe. // Así que… antes de abrir la boca para decir que deseas / a una mujer ‘inteligente’ en tu vida, pregúntate si tú realmente estás hecho para encajar / en la suya.” En fin, el amor como fuente de vida y no como un peligro inminente, si no mortal en el curso del tiempo y/o, según pensaba el poeta alemán Rilke, el mismo amor como la unión de dos soledades que se respetan.

FICHA TÉCNICA: Título original: Mia Aioniotita Kai Mia Mera. En español: La eternidad y un día. País: Grecia/Francia/Alemania/Italia. Año: 1998. Formato: 35 mm; color; 134 min. Género: Drama. Dir.: Theo Angelopoulos. Guion: Theo Angelopoulos, Tonino Guerra, Petro Márkaris y Giorgio Silvanis. Fot.: Yorgos Arvanitis/Andreas Sinanos. Mús.: Eleni Karaindrou. Mon.: Yiannis Tsitsopoulos. Int.: Bruno Ganz (Alexándros); Isabelle Renauld (Anna, esposa de A.); Achilleas Skevis (niño albanés); Fabrizio Bentivoglio (Dionisios Solomós, poeta griego de los siglos XVIII y XIX). Prod.: Theo Angelopoulos/Éric Heumann. Premios: Ganadora, fuera de concurso, de la Palma de Oro, Cannes, 1998.

Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín, desde 2012, y columnista de EE, desde el 23/mar/2018. Corresponsal de revista Matérika, Costa Rica. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Invitado por UFES, Vitória, Brasil, al III Congreso Int. Literatura y Revolución – El estatuto (contra)colonial de la Humanidad (29-30/oct/2019). Autor, traductor y coautor, con Luis Eustáquio Soares, en el portal Rebelión. E-mail: [email protected]