Joanna Haynes, Los niños como filósofos. El aprendizaje mediante la indagación y el diálogo en la escuela primaria. Paidós, Barcelona 2004, 251 páginas; traducción de Isidro Arias Es muy probable que si se nos cuenta que Louis, un niño de 10 años, ha afirmado que morir es una manera de compartir el mundo y […]
Joanna Haynes, Los niños como filósofos. El aprendizaje mediante la indagación y el diálogo en la escuela primaria. Paidós, Barcelona 2004, 251 páginas; traducción de Isidro Arias
Es muy probable que si se nos cuenta que Louis, un niño de 10 años, ha afirmado que morir es una manera de compartir el mundo y que, en realidad, podemos hacer filosofía acerca de la propia filosofía, o si se nos habla de Julie, una niña de 9 años, que dijo que le gustaba la filosofía porque realmente le apetecía pensar y porque tenía sensación de que entonces la gente se interesaba por ella y que le escuchaba, o, por poner un ejemplo más, escuchamos reflexionar de modo muy dialéctico a otra niña, Jane, sobre el comportamiento de un compañero señalando que su amigo había obrado en cierto siento de forma incorrecta pero en otro sentido de manera correcta ya que «fue malo por no escuchar lo que el profesor decía y enseñaba, pero no fue malo por aprender por su cuenta cosas sobre cohetes», es probable, decía, que creamos fundadamente que estamos ante un sector singular de niños, especialmente dotados, por el azar de la genética o por la suerte del contexto familiar o geográfico, para el filosofar y que actitudes y reflexiones así son sin duda admirables pero en absoluto generalizables. Minoría de minorías. ¿Sí? ¿Es ese el caso?
No, forzosamente. Que se sepa, hasta la fecha, no ha sido probado ningún teorema de imposibilidad del aprendizaje filosófico en estas tempranas edades. Más bien lo contrario: no hay pruebas concluyentes pero sí numerosas experiencias exitosas de alcance parcial o total de estos objetivos, sin conocidos daños colaterales. Por lo que, como suele ocurrir, probar no cuesta mucho y, en principio, no perjudica en exceso.
No parece disparatado afirmar que en general no solemos tener excesiva claridad sobre cuáles deberían ser las metas nucleares de la educación. Incluso entre los, digamos, especialistas, el acuerdo no es fácil ni siempre está al alcance de la mano o del teorema deducido. Pero aunque no tengamos seguridades sobre esas finalidades, parece plausible sostener, sin rozar la quimera, que una instrucción pública adecuada debería favorecer el respeto de las personas a sí mismas, al mismo tiempo que debería incrementar el aprecio que debemos mostrar hacia los demás. De hecho, como señala la autora, físicos humanistas como Mark Oliphant han sostenido que el conocimiento por sí mismo (por ejemplo, el de estructura de las partículas elementales, del que Oliphant es una autoridad) es propiamente inútil a no ser que conduzca a un mayor respeto hacia los otros. Y respeto quiere decir aquí comprensión, amabilidad, fraternidad, solidaridad. En definitiva, vincular conocimiento y aplicación o saber moral, o acción prudente, no es ninguna novedad en la historia humana. Si a ello contribuye la introducción del filosofar, de la práctica filosófica indagadora (o actividades próximas) en los sistemas educativos, incluso en los inicios de la enseñanza normada, bienvenida sea esta innovación que, sin duda, podrá modularse, y corregirse si es el caso, si la suerte o los resultados no acompañan. Lo que sí parece indiscutible es que la enseñanza primaria, la más básica, al igual que los otros niveles, ofrece posibilidades de mejora. La autora cita, a este respecto, las experiencias de Nueva Zelanda y de Reggio Emilia (capítulo 10).
En los apéndices 1 y 2 del ensayo de Haynes pueden encontrarse direcciones y contactos de interés, así como recursos del ámbito filosófico para el trabajo con niños. Es cierto que la información es básicamente del área anglosajona pero una navegación sucinta (con el Mozilla, por ejemplo) permitirá encontrar direcciones de interés de las áreas hispánicas (sin exclusiones identitarias), donde desde hace tiempo numerosas asociaciones trabajan por finalidades semejantes.
Si no ando errado, la experiencia que inspira a la autora y le sirve de base para su reflexión tiene su eje básico en su trabajo en una escuela privada, acaso de carácter religioso no tradicional. No importa. No veo razones que impidan que la experiencia sea trasladable sin pérdida a escuelas laicas y públicas que apuesten por la instrucción ciudadana.
De hecho, la posibilidad de extender la experiencia a adultos, padres, madres o familiares de los niños no sería, prima facie, ninguna locura. Incluso podría ser un complemento a considerar en nuestros colegios e institutos siempre y cuando existieran mínimas condiciones laborales que permitieran tiempo para la instrucción, para la vida propia. Sin duda, no es el caso en estos momentos pero ya sabemos que otro mundo es posible y necesario.
En el jardín de Epicuro no se excluía a nadie por motivos de género, de orientación sexual, de estatus e incluso de edad. Seamos, por ello, y por multitud de razones atendibles, epicúreos. Una cosa es la filosofía pueril y otra, muy distinta, que intentemos que nuestros niños y niñas se ejerciten en algo tan sustancial, e infrecuente por lo demás, como es la práctica de la racionalidad temperada y amiga de una sensibilidad prudente.