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Crítica de la película El buen alemán

La frialdad del deseo

Fuentes: Rebelión

En el inicio de la película, Sodebergh nos muestra Berlín después de los bombardeos, a seres humanos que caminan entre edificios derruidos dirigiéndose a realizar tareas cotidianas en un entorno que parece negar a éstas toda existencia. Se trata de material filmado por Billy Wilder para A foreign affair y que Soderbergh ha aprovechado ahora […]

En el inicio de la película, Sodebergh nos muestra Berlín después de los bombardeos, a seres humanos que caminan entre edificios derruidos dirigiéndose a realizar tareas cotidianas en un entorno que parece negar a éstas toda existencia. Se trata de material filmado por Billy Wilder para A foreign affair y que Soderbergh ha aprovechado ahora como telón de fondo de su reconstrucción de época. Sin embargo, el uso de las imágenes de Berlín Occidente no es inocente y va más allá de lo funcional, ya que El buen alemán tiene en sí bastante de reutilización de material previo. Sin duda, la acumulación de referencias, tics y deudas fílmicas (Desde El tercer hombre hasta Casablanca o Retorno al pasado) harán que se sitúe al largometraje de Soderbergh dentro del pastiche. A veces da razones para ello, sobre todo en cuanto el término suele señalar productos de segunda fila, pero las intenciones de su director van bastante más allá de lo que puede sugerir una mera reutilización – o actualización- de un puñado de tópicos.

La pregunta que se formulaba Soderbergh, y que impulsa la película es «¿Qué hubiera sucedido si los directores que trabajaban en Hollywood en 1945 hubieran tenido la misma libertad creativa con la que contamos en la actualidad? ¿Qué hubiera sucedido si no hubiese existido el Código Hayes y hubiesen podido ser tan francos y realistas como lo somos nosotros al mostrar algunos de los elementos dramáticos o físicos como la violencia y la sexualidad? La mayoría de nuestros puntos de referencia sobre cómo se comportaba la gente durante ese período están basados en películas de esa época, que no representan de manera exacta el modo en que se comportaba la gente. Tenían que hacerse muchas concesiones de tipo moral en ese ambiente».

En realidad, la intención de Soderbergh no es muy distinta de la que ha animado buena parte de las producciones de los más renombrados cineastas contemporáneos, apreciable, entre muchas otras, en el Soldado Ryan, Banderas de nuestros padres o, incluso, La pasión de cristo. Spielberg, Eastwood o Gibson tenían como finalidad última contarnos lo que en realidad ocurrió, evitando los convencionalismos con que suelen revestirse la Historia y con ese objetivo recurren al hiperrrealismo. Lo que también implica una ruptura con las normas estéticas del pasado; al mostrar los efectos de la violencia no tratan (al menos, eso afirman) de conseguir un mayor atractivo visual, sino de traer ante los ojos del espectador la realidad tal cual fue, lejos de los condicionantes morales que impedían el acceso a la pantalla de tales acciones. Ahora, pues, podemos hablar del pasado en sus verdaderos términos. Y no es una tarea que podamos decir ocasional. Se trata de un recurso periódico y cada vez más frecuente, que no sólo se limita a escarbar en la Historia; acontecimientos recientes también han tenido su versión fílmica (United 93, The queen), como si el cine viniera a suplir las deficiencias de los medios de comunicación o como si a través de la narración se pudiera llegar donde las cámaras de televisión no tienen permitida la entrada.

El dolor es real

El problema es que el público contemporáneo ha tendido a equiparar el uso del hiperrealismo con la verdad. Quizá sus ejemplos más evidentes sean United 93 y La Pasión de Cristo. La primera es una película hostil, de una sociabilidad fría, donde podemos sentir la angustia en primer plano y precisamente por ese recurso a la exacerbación de lo sensible muchos la han considerado una obra capital. Pero, al mismo tiempo, ese planteamiento consiguió que muchos espectadores equiparasen lo que la película nos cuenta con la realidad de los hechos. Igual ocurría con La pasión de Cristo. Cuanto más se castigaba físicamente a Jesús, más cerca estábamos de la verdad histórica; cuanto peor lo pasaban los del avión, más creíamos en la realidad de lo ocurrido. En otras palabras, en tanto se suspendía la narración racional y se entraba de lleno en lo físico y emocional, en cuanto podía sentirse el dolor y la angustia, más se creía en la verdad de lo que se contaba. Los cineastas ya no buscaban convencer racionalmente al espectador sino hacerle sufrir. Y muchos críticos, sorprendentemente, lo celebraron.

La película de Soderbergh tiene algunas semejanzas con esa tendencia aunque, por suerte, ignore toda pornografía del sufrimiento. La primera de ellas es una cuestión que podríamos llamar menor, la del telón de fondo político. El director de Traffic regresa a los tiempos de la posguerra para ofrecernos una nueva perspectiva histórica, en la que tendrán un papel preponderante los verdaderos intereses estadounidenses en la conferencia de Postdam, cuyo botín también incluía el de los cerebros alemanes. La lucha por la captación de los científicos nazis para la causa propia, es decir, para la fabricación de bombas al servicio del mundo libre, es su excusa argumental. Pero la cuestión esencial no está en que los americanos permanecieran en Berlín con otras intenciones que asegurar la paz y detener a los nazis, sino de que, para el cine contemporáneo, aquello que no se podía mostrar en las pantallas y que verdaderamente quedaba oculto a nuestros ojos era la naturaleza humana. Para Soderbergh, éramos peores de lo que el Código Hays permitía que apareciese en las pantallas. Lo que los cineastas del pasado hicieron no fue sólo ocultar o suavizar los hechos sino, ante todo, dulcificar al ser humano.

Entenderemos mejor hasta qué punto se trata de una perspectiva errónea si reparamos en que el uso de las imágenes de Berlín Occidente es más amplio que el de simple contexto de El buen alemán. Porque Wilder, en realidad, nos estaba hablando de una sociedad a través de las ruinas de otra; porque el Código Hays no era bastante para poner entre rejas el análisis del inconsciente colectivo que el cine suele llevar a cabo, voluntaria o involuntariamente. Berlín Occidente contraponía a un hombre, decidido, listo y triunfador, con dos mujeres; una de ellas, rígida, racionalista y moralizante; la otra, abierta, desinhibida y cuya única ocupación era sobrevivir. Para ambos papeles eligió a dos mujeres cuyas vidas privadas se correspondían con los personajes: Jean Arthur era insegura, llena de complejos y poco satisfecha consigo misma mientras que Marlene Dietrich disfrutaba mirándose en los espejos.

Soltarse el pelo

Lo que era una metáfora de varias cosas. Porque el soldado vividor que estaba en medio de ambas, más que encarnar los dilemas de un país cara al conquistado, representaba un contradicción propia de aquella época, que bien podrían suscribir los campeones de los negocios y los jefes de Hollywood. Porque las mujeres con las que se encontraban en su vida cotidiana o bien pertenecían a ese mundo moralista que la sociedad de los cuarenta imponía o bien eran de las que buscaban su propio interés. Las mujeres eran o puritanas o interesadas. Al menos, esa era la mirada masculina de aquel tiempo.

No es extraño, entonces, que nuestro soldado se enamore de la mujer íntegra y rígida, pero sólo cuando demuestre que es capaz de soltarse (un poco, al menos) el pelo. Y ese era también el dilema de la sociedad a la que Wilder se dirigía, demasiado atenazada no por el miedo al rojo, como el escenario nos podría sugerir, sino por una tendencia a la frialdad emocional, a la congelación moralista que debía romperse por alguna parte. Lo que el soldado vencedor yanqui enseñaba a su país era que estaba bien divertirse y que disfrutar de la vida no era síntoma de inevitable decadencia, más bien al contrario. Que la sociedad americana también debía relajarse y soltarse un poco el pelo. Y lo hizo, aunque probablemente no en la dirección que Wilder hubiera preferido.

El buen alemán también nos habla de la sociedad actual a través de las imágenes de otra; pero ya no se trata de contraponer la vencedora América con una Europa que debía reconstruirse, sino de analizar cómo nuestro tiempo reubica las ilusiones del pasado. Y, en ese sentido, lo primero es romper con la ingenuidad que reinó mucho tiempo en el suelo público. Porque las normas estéticas de gran parte del siglo XX pretendían mostrarnos una candidez y un idealismo que no se dan en el mundo real. Allí los jóvenes soldados no acuden al mercado negro para encontrar una botella de whisky o un buen par de medias; acuden, como ocurre con Tully , para realizarse a sí mismos; es decir, para hacer el máximo dinero posible. Y es que el personaje interpretado por Tobey Maguire, un joven del Medio Oeste para quien la guerra es lo mejor que le ha pasado en la vida al otorgarle la posibilidad de conseguir las ventajas que el dinero proporciona, es buen ejemplo de esa moralidad de doble dirección; regalará como bienvenida a su capitán una botella de whisky, pero le quitará en ese mismo instante la cartera.

Los héroes son superfluos

En ese contexto, los héroes son superfluos; y molestos. Por eso las acciones del corresponsal de guerra Jake Geismer (George Clooney) no son ni solicitadas ni apreciadas, ni siquiera por Soderbergh. Frente a los héroes de las narraciones de aquel tiempo, como el Holly Martins de El tercer hombre, que entre los lazos privados y los de la ética elegían aquellos que nos hacían confiar en el ser humano, Soderberg pinta al suyo como alguien que no quiere ver lo que ocurre y de moralidad endeble; alguien a quien el director hace en cierta medida tan responsable de lo que ocurre como a quienes cometen los crímenes. Y es que, en otros tiempos, cuando el detective miraba detrás de las apariencias, encontraba un mundo sucio, pero que a la larga terminaba pagando por sus actos. Ahora, a quien levanta la alfombra se le recrimina su hipocresía y se le niega la distinción entre realidad y apariencia, porque esos actos oscuros, se le dirá, son necesarios para que el sistema funcione correctamente. Eso es lo que el buen alemán del título representa, alguien incómodo que prefiere la verdad al pragmatismo; alguien que puede contar aquello que perjudica poderosos intereses colectivos. La diferencia es que, en el pasado, los cineastas clásicos hubieran mostrado ese personaje trágico con grandeza; y hoy, como en el caso de Soderbergh, lo hacen mostrando la necesidad de su silenciamiento; con más empatía respecto de los verdugos que de los héroes.

Esa misma ausencia de sentido la encontraremos en las relaciones personales que El buen alemán narra; los riesgos que corre un hombre bienintencionado para ayudar a alguien a quien amó y a quien todavía ama, sin considerar que ya no es la misma persona, no servirán, como en otros tiempos, para conseguir a la chica -o para sacrificarse por un mundo mejor, como en Casablanca- sino para llegar a tocar la frialdad del deseo de la mujer.

Y es que la relación con la mujer es una buena metáfora de lo que Soderbergh nos cuenta. En cierta medida, Lena Brandt, el personaje interpretado por Cate Blanchett simboliza la relación con la verdad; mientras que en otros tiempos ésta, al igual que el corazón de una mujer bella y honesta, estaba disponible para quien era capaz de mirar de frente y luchar por ella, en nuestro tiempo todo es demasiado oscuro, demasiado ambivalente. Por eso, Lena Brandt (a la que el director de fotografía retrata espléndidamente) exhibe un deseo imposible de llenar.