«Si lo rompes, lo pagas», dijo Colin Powell a George Bush. Eso no impidió que Powell se presentará en el Consejo de Seguridad de la ONU para presentar pruebas falsas o manipuladas sobre el arsenal iraquí para justificar la invasión, pero al menos dejó claro en la Casa Blanca lo que podía ocurrir tras el […]
«Si lo rompes, lo pagas», dijo Colin Powell a George Bush. Eso no impidió que Powell se presentará en el Consejo de Seguridad de la ONU para presentar pruebas falsas o manipuladas sobre el arsenal iraquí para justificar la invasión, pero al menos dejó claro en la Casa Blanca lo que podía ocurrir tras el derrocamiento de Sadam Hussein, un acto cuyas consecuencias estamos viendo en las últimas semanas en Irak.
La portada de este periódico alemán es un ejemplo tan perfecto como irónico. Son ahora los yihadistas suníes los que de momento (y no sabemos por cuánto tiempo) pueden colgar la pancarta de «Misión cumplida».
La propaganda con la que se justificó la invasión de Irak contenía algo más que un programa inexistente de armas nucleares. Una recopilación de frases de dirigentes norteamericanos, con el añadido de Tony Blair, nos devuelve a esos años. «El régimen (de Sadam) tiene relaciones antiguas y actuales con grupos terroristas, y hay terroristas de Al Qaeda dentro de Irak», dijo George Bush en septiembre de 2002. «Este régimen ha tenido contactos de alto nivel con Al Qaeda que se remontan a una década atrás y ha facilitado entrenamiento a terroristas de Al Qaeda», dijo Dick Cheney en diciembre de 2002.
Cheney -y no sólo él- mantuvo durante mucho tiempo la alegación de que habían existido contactos de Mohamed Atta (uno de los ejecutores del atentado del 11S) en Praga con responsables de los servicios de inteligencia iraquíes en abril de 2001. Formaba parte de una operación de propaganda que fue luego desacreditada por el informe oficial de la comisión de investigación del 11S. Tampoco la CIA encontró pruebas que respaldaran esa sospecha.
Toda esa ficción permitía agrandar el peligro que suponía Sadam, a pesar de que Washington había tenido la oportunidad de acabar con su régimen en 1991 y había decidido pasar la oportunidad para no tener que asumir la responsabilidad de gobernar el país. Les bastaba con mantener estrangulada a la economía iraquí con un sistema de sanciones que por otro lado nunca hubiera provocado el fin de la dictadura de Sadam.
Pero de repente, Irak se convirtió en una amenaza inminente.
En su última década en el poder, Sadam dio un baño religioso a su Gobierno. Se fotografió en los rezos de la mezquita, ordenó la construcción de una de dimensiones gigantescas y se dejó sacar sangre para que se escribiera un Corán entero con ella (es de suponer que también hubo otras aportaciones).
Todo ello pretendía reforzar la legitimidad del sistema, pero tampoco engañó a nadie. El suyo siempre había sido un régimen laico y para cualquier grupo fundamentalista ese Gobierno era una negación de la voluntad de Dios.
Su derrocamiento acabó con el dique de contención que suponía para la extensión de las ideas yihadistas en Irak, favorecidas desde entonces por el factor nacionalista de lucha contra un ocupante extranjero y después por el carácter sectario del Gobierno de Maliki, dominado por partidos chiíes.
Pero hubo algo más. Resulta improbable que una ocupación más ‘eficaz’ hubiera cambiado mucho las cosas, pero los errores de esa postguerra contribuyeron de forma decisiva al caos subsiguiente. El más citado es la disolución del Ejército iraquí: alimentó las filas de la resistencia de oficiales con experiencia militar y acabó con una de las instituciones que podían haber servido de campo de pruebas para la coexistencia entre suníes y chiíes.
La arrogancia imperial no se detenía en esos detalles. La idea consistía en crear de la nada un sistema democrático en el que los chiíes actuarían como freno del nacionalismo árabe y propalestino de los suníes. El petróleo de Irak, en manos de un Gobierno supuestamente prooccidental, serviría de contrapeso al poder de Arabia Saudí. Era una especie de efecto dominó en favor de la democracia partiendo de un país que nunca había tenido unas elecciones libres. De la sumisión al imperio turco había pasado a una monarquía controlada por el imperio británico y después a una dictadura, que comenzó siendo inspirada por el nacionalismo del Baas y acabó siendo controlada por la facción de Tikrit bajo la voluntad de Sadam Hussein.
Cómo pudieron pensar algo así en Washington cuando la mayoría de los nuevos líderes chiíes había pasado su exilio en Teherán y eran fieles aliados de Irán, y por tanto estaban muy alejados de las ideas políticas occidentales, es un misterio que sólo se explica por la estupidez humana o la ceguera habitual en los imperios: no importa cómo de evidentes sean sus intromisiones en otros países, ellos siempre las contemplan como una mezcla de generosidad e inteligencia.
En este escenario, Tony Blair ocupa un lugar especial. La guerra entre la insurgencia suní y las tropas norteamericanas y, más tarde, la guerra civil de 2006 y 2007, con la limpieza étnica contra los suníes en la misma Bagdad, abrió algo los ojos de políticos y periodistas norteamericanos. Esa carnicería con decenas de miles de víctimas en poco más de un año era difícil de encajar con el pronóstico heroico de tres años antes.
Blair buscó las excusas necesarias. Nunca asumió que la invasión fue un error o una decisión absurda a la vista de los efectos originados. Sí dijo que no llegó a prever que la violencia fuera a alcanzar tal nivel. No podía decir que no le habían avisado. Seis de los principales expertos británicos en Oriente Próximo y seguridad internacional le advirtieron en 2002 de que las consecuencias del ataque podían ser «catastróficas». Los servicios de inteligencia le avisaron en febrero de 2003 que la amenaza de Al Qaeda aumentaría a causa de la acción militar en Irak.
Tras la última ofensiva del ISIS, la gente se ha preguntado en el Reino Unido si Blair tendría que decir algo al respecto. Y lo ha hecho en un artículo publicado en su web y en dos entrevistas televisivas (aquí la de Sky News). El exprimer ministro británico sostiene que hace tres o cuatro años Al Qaeda estaba derrotada en Irak, y que han sido los errores de Maliki y la guerra de Siria los que le han dado una nueva oportunidad. Si no hubiéramos acabado con Sadam, dice, las rebeliones que han sacudido a la zona desde el inicio de la Primavera Árabe, habrían provocado una represión salvaje y una situación de caos similar a la actual: «Con independencia de lo que hicimos en 2003, habríamos tenido una situación difícil en Irak, porque toda la región está en una situación difícil».
No es que ese pronóstico de Blair sea completamente infundado, pero los juegos de ‘what if’ (qué habría pasado si…) salen siempre gratis. Es una especulación que sólo se puede rebatir con otra especulación. Lo que es indudable en él es que cree que la guerra debe ser el estado natural de la política occidental en Oriente Medio. Guerra (o un ultimátum que termina conduciendo a la guerra) en Irak en 2003. Guerra en Irán (como defendió ante el pasmo de los medios de comunicación cuando prestó declaración ante la comisión Chilcott sobre la invasión de Irak). Guerra en Siria (porque cree que EEUU y Europa deberían haber intervenido en Siria para derrocar a Asad y supuestamente impedir así que el poder recayera en los grupos fundamentalistas).
En favor de su idea de democracia, Blair mantiene excelentes relaciones comerciales de las que obtiene grandes beneficios económicos con las monarquías feudales del Golfo Pérsico o con dictaduras como Kazajstán. Su apoyo a la dictadura egipcia salida de un golpe de Estado es completo. Esos son los aliados que Blair quiere adoptar en la lucha en favor de la «modernidad» contra los grupos yihadistas de Oriente Medio.
Cuando tu apuesta por la guerra es total, ¿cómo puedes extrañarte de que te acusen de haber propiciado una guerra de consecuencias imprevisibles?
No, un momento, de consecuencias perfectamente previsibles, como alertaron a Blair esos ingenuos que habían dedicado toda su vida profesional a estudiar la zona del mundo que el entonces primer ministro del Reino Unido desconocía por completo.
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Todo esto se puede contar también con una sola viñeta.
¿Qué ocurre mientras tanto en EEUU? Los mismos idiotas que dijeron que las tropas norteamericanas serían recibidas como libertadores, que comentaron que no existían precedentes históricos de guerra o discordia entre suníes y chiíes, que sostenían que Irak podría financiar su reconstrucción con sus propios fondos, que afirmaban que esa invasión era el equivalente a plantar «semillas de libertad» en el país… todos esos embusteros profesionales aparecen estos días como expertos en Irak en las televisiones norteamericanas. Todos, incluido Douglas Feith, número tres entonces del Pentágono, al que el general Tommy Franks (que no era precisamente Patton) llamó «el tipo más jodidamente estúpido sobre la faz de la Tierra».
Es mejor tomárselo como si todo fuera una maldita broma, como hace Jon Stewart. Porque entre esos expertos está Judith Fucking Miller.