Cuando en la madrugada del 20 de marzo de 2003 las primeras bombas y cohetes Crucero norteamericanos impactaban en diferentes barrios de Bagdad, la administración republicana de George W. Bush había puesto en marcha la operación «Libertad Duradera», destinada, según el discurso promovido desde Washington, a propiciar la caída del gobierno encabezado por Saddam Hussein, […]
Cuando en la madrugada del 20 de marzo de 2003 las primeras bombas y cohetes Crucero norteamericanos impactaban en diferentes barrios de Bagdad, la administración republicana de George W. Bush había puesto en marcha la operación «Libertad Duradera», destinada, según el discurso promovido desde Washington, a propiciar la caída del gobierno encabezado por Saddam Hussein, acusado de poseer armas de destrucción masiva y mantener vínculos con la organización terrorista Al Qaeda. Pero en realidad las razones que pusieron en primer plano la opción militar contra Iraq eran de carácter geoestratégico, vinculadas con el interés de propiciar un reordenamiento geopolítico en el Oriente Medio («El Gran Medio Oriente Ampliado») acorde con los intereses de EE.UU. e Israel, así como también lograr el control absoluto de los recursos petroleros de dicho país.
Aquel ataque parecía cerrar el ciclo de un conflicto surgido en los inicios de la primera mitad de la década de los noventa del pasado siglo XX. A partir de la invasión y ocupación del emirato de Kuwait por las tropas iraquíes en agosto de 1990, los círculos nucleados alrededor del entonces presidente George H. W. Bush desarrollaron contra Iraq una política de confrontación que desembocó en un proceso de crisis cuyo clímax lo constituyó la Guerra del Golfo entre enero y febrero de 1991. Posteriormente, pese a que el gobierno de Saddam Hussein reconoció su derrota y aceptó todas las resoluciones vinculantes en su contra por parte del Consejo de Seguridad de la ONU, esta administración y las encabezadas por William Clinton durante sus dos períodos de gobierno acentuaron el discurso y las posiciones agresivas contra ese Estado árabe hasta que finalmente, tras casi 13 años de mantener un bloqueo económico avalado por las Naciones Unidas, políticas de subversión interna y una verdadera guerra aérea de desgaste no declarada, a lo que se sumó un gradual debilitamiento interno del poder central iraquí en el terreno económico, político-social, diplomático y militar, el gobierno neoconservador de W. Bush lanzó entre marzo-abril de 2003 la invasión que permitió el derrocamiento de Saddam Hussein, así como la rápida ocupación del país.
Los resultados de esta aventura militar fueron devastadores para Iraq. Solamente en muertos la cifra desde 2003 hasta el primer trimestre de 2010 oscilaba entre 100000 hasta más de un millón según las diferentes fuentes consultadas; un número incontable de heridos, mutilados y víctimas de torturas por la represión de las tropas estadounidenses, sus aliados colaboracionistas internos y de la denominada «Coalición», más de 4 millones de desplazados internos y refugiados en el exterior, más 1 millón de viudas y 5 millones de huérfanos (1), a lo que se agregó la pérdida de la soberanía nacional y los efectos de la ruina económica, destrucción de los servicios públicos, el saqueo y dispersión del patrimonio cultural iraquí, que por añadidura es uno de los más antiguos en la historia de la humanidad; los efectos de la contaminación con uranio empobrecido en la población y el medio ambiente; la caída en picada del nivel de vida y el incremento de la pobreza, corrupción e incertidumbre social.
Sin embargo, esta situación desembocó en una guerra de resistencia armada, político-cultural y dentro de la sociedad civil contra las tropas del Pentágono y sus aliados con altos costos político-militares para los EE.UU., tanto en el plano doméstico como en el de política exterior y si bien esto fue más evidente durante la etapa en que gobernó W. Bush, la impronta y efectos de esta guerra fueron heredados y asumidos por la administración demócrata de Barack Obama desde el comienzo de su primer mandato en enero de 2009. Finalmente, en diciembre de 2011, tras un dilatado proceso de discusiones con las autoridades iraquíes durante más de un año, Obama se vio precisado a retirar en pleno las tropas norteamericanas de ese Estado árabe.
Semejante resultado constituyó una derrota político-militar y un fracaso de orden estratégico, a partir de la imposibilidad estadounidense para derrotar militarmente al adversario (en este caso la resistencia a la ocupación); el no haber conseguido la apropiación y control pleno de los recursos económicos y energéticos iraquíes; la incapacidad para promover desde el principio a figuras nativas procedentes del exilio plenamente afines y tener que establecer o reforzar vínculos con otras fuerzas del entramado político local, que no siempre tuvieron en su agenda de prioridades los intereses de Washington como primera opción, incluyendo asuntos tan controversiales como el tratamiento del tema de la política petrolera o la legitimación y concesión de impunidad a la actuación de las tropas del Pentágono y los llamados «contratistas» (mercenarios) en suelo iraquí; amén de que en el plano de la política exterior la guerra desatada en 2003 careció de legitimidad, los pretextos utilizados para justificarla eran desde el principio cuestionables y finalmente resultaron ser falsos; se llevó a cabo pese a la negativa de varios miembros permanentes del Consejo de Seguridad; creó una situación de tensión con varios de sus aliados mediorientales e incluso dentro de la OTAN (2) y tuvo en contra a gran parte de la opinión pública mundial en una serie de manifestaciones multitudinarias contra la guerra desde los meses previos al inicio de la agresión, que incluyó en las mismas a parte de la población estadounidense.
De hecho, esta guerra contribuyó a proyectar una imagen negativa sobre los EE.UU. como país, particularmente en lo referido a la llamada «Guerra contra el Terrorismo» promovida por W. Bush, la que para muchos representó en la práctica un factor de inseguridad hacia el resto del mundo, por lo que no resultó casual el hecho de que países como España y Gran Bretaña, con gobiernos como los de José María Aznar y Anthony Blair (en su momento partícipes entusiastas de la aventura iraquí) fuesen blanco de acciones terroristas en su territorio. Por otra parte y a pesar de que tras la caída de Saddam Hussein el Consejo de Seguridad legitimó a posteriori la situación impuesta a Iraq por parte de EE.UU. y sus aliados (Resolución 1483 de 2003), en la práctica la «Coalición» de tropas creadas para respaldar la ocupación resultó ser una fuerza sostenida principalmente sobre la base de las tropas del Pentágono y el contingente militar británico, pues el resto de la misma era débil, en algunos casos meramente simbólica y a fin de cuentas resultaron blancos más vulnerables para los ataques de la resistencia.
Desde el punto de vista interno, la situación de incertidumbre militar se reflejó en un incremento sostenido del número de bajas mortales entre las tropas estadounidenses, que en el 2010 y según cifras oficiales superaba los 4500 soldados y oficiales, más un número no determinado (y en ocasiones no reconocido oficialmente) de heridos, mutilados de guerra, veteranos afectados por stress post-traumático, los efectos del uranio empobrecido así como víctimas de suicidios derivados de su participación en la contienda.(3) Por otra parte, el índice de aprobación a la guerra por parte del gobierno dentro de la población de EE.UU. en esos años fue hacia la baja, con niveles que superaban por amplio margen el 50%, a lo que se sumaron la existencia de un movimiento pacifista que adquirió fuerza, las divisiones entre los sectores de poder norteños acerca del devenir de la guerra y la incapacidad para hacer frente a los efectos de desastres naturales dentro del territorio estadounidense como el huracán Katrina en 2005, que la opinión pública doméstica relacionó por una u otra razón con la guerra en Iraq.
Lo acontecido desde el inicio de la invasión y ocupación de ese Estado en 2003, pudiera tomarse como un buen ejemplo para mostrar las limitaciones que a mediano y largo plazo representa para una superpotencia como los EE.UU. una guerra convencional prolongada en un escenario hostil y en condiciones de asimetría evidente entre los contendientes, aun cuando la influencia estadounidense sobre Iraq no haya desaparecido ni mucho menos con la retirada de su contingente militar.(4) En ese sentido no resultó casual que en 2011, a raíz de iniciarse la campaña de bombardeos aéreos contra Libia, que finalmente provocaron el derrocamiento del gobierno de Muammar el Gaddafi y su posterior asesinato, Obama se apresuró a poner dicha operación bajo el comando oficial de la OTAN, al tiempo que expresaba su decisión de no involucrar directamente a fuerzas terrestres norteñas en esa operación, postura que en esencia está repitiendo en el caso de su política hacia el gobierno sirio de Bachar al Assad, si bien en este caso las cabezas visibles de este enfrentamiento sean, además de las potencias occidentales, sus aliados regionales.
A pesar del gradual y sistemático proceso de manipulación y silenciamiento mediático a que ha sido sometida por los poderes hegemónicos, la guerra de invasión y ocupación en Iraq constituye un acontecimiento con lecturas sugerentes no solo hacia EE.UU., sino también para cualquier bloque de poder o potencia del Primer Mundo que aspire a seguir utilizando la guerra como un instrumento de la política en el futuro, pues si bien esta sigue siendo una opción para el sistema capitalista y a corto plazo pudiera cumplir con una parte de sus objetivos, por otro lado presenta un cúmulo de obstáculos que la hacen insostenible en un plano más mediato y tampoco constituye una vía eficiente para la preservación del sistema, acentuando el carácter depredador de los Complejos Militares Industriales de estas potencias y bloques, especialmente en tiempos de crisis como los que vive hoy la humanidad y eso se hace evidente especialmente en el caso de los EE.UU.
A la altura de los inicios del siglo XXI, en un escenario mundial como el actual, resulta cada vez más evidente que la definición expresada en el siglo XIX por el teórico alemán Karl von Clausewitz de que «La guerra es la mera continuación de la política por otros medios», resulta una variable prácticamente imposible de aplicar, ya no solo a nivel del enfrentamiento entre grandes potencias o bloques político-militares, sino también en el plano meramente convencional entre un Estado del Primer Mundo y otro del tercero. En ese sentido, la impronta de las guerras de EE.UU. en Iraq y Afganistán, vuelve a poner en primer plano la advertencia que desde un sector minoritario de la academia hiciera un estudioso como István Mészaros, justamente a raíz de la «victoria» estadounidense en Iraq: «la guerra que se cierne sobre nosotros es imposible de ganar en principio. Peor aún, es, en principio, inganable».(5)
Notas
1-Edmundo Fayanas Escuer. «Balance del desastre iraquí». Rebelión, 26 de enero de 2010. www.rebelion.org; así como también Alessandro Lattanzio. «Las pérdidas humanas en la «Guerra Global al Terrorismo»». Bolletino Aurora (ABP), 20 de abril de 2010.www.visionesalternativas.com. Esta última fuente publicada originalmente en la revista Navires & Histoire, número 59 de abril de 2010.
2-A diferencia de lo ocurrido durante la invasión a Afganistán en 2001, en el caso de la guerra del 2003 en Iraq no se pudo lograr una participación de la organización noratlántica como parte activa del conflicto y este bloque político-militar solo quedó representado por una «Misión de Entrenamiento de la OTAN en Irak».
3- -Marcos Salgado. «Hollywood o como quedarse para siempre en Iraq». Digital Question, 09-03-2010. www.rebelion.org. Según otras fuentes, desde el comienzo de la guerra en Iraq hasta el 8 de marzo de 2010 la suma de bajas militares estadounidenses en ese país fue la siguiente: 7112 soldados muertos en combate (186 suicidios), 66706 mutilados o heridos graves (27600 definitivamente fuera de combate), así como 26224 desertores e insumisos. Para una ampliación consultar Alessandro Lattanzio. Fuente citada en la nota 1.
4 -Esta se expresa a través de la representación diplomática en Bagdad y consulados en las principales ciudades iraquíes que en conjunto agrupan a mas de 15.000 funcionarios y empleados, incluyendo los «contratistas» encargados de proteger esta mega embajada (la mayor establecida por los EE.UU. fuera de sus fronteras, al menos desde el final de la Guerra Fría); adiestradores militares incluidos en los contratos de armamento suscritos por compañías estadounidenses con el gobierno iraquí, así como la presencia de una misión militar de poco mas de un millar de efectivos, encargados de entrenar y asesorar a las fuerzas armadas y de seguridad iraquíes. Para una ampliación consúltese a: James Denselow. «La retirada estadounidense de Iraq es un engaño». Granma, La Habana, año 47, No. 266, 7 de noviembre de 2011, p.5.
5-István Mészaros. «El militarismo y las guerras que vendrán». Temas, La Habana, abril-septiembre de 2003, p. 72. Este ensayo fue publicado originalmente en Monthly Review (junio de 2003) y las palabras en cursiva aparecen de esa forma en el texto citado.
Dino Amador Allende González es Licenciado en Historia y Máster en Historia Contemporánea y Relaciones Internacionales (Ibídem, 2005). -Desde 1991 ha participado en diversos cursos de postgrado, eventos nacionales e internacionales, así como charlas y conferencias sobre historia, política internacional y cultura cubana. Además, ha presentado trabajos y ponencias en eventos y concursos nacionales e internacionales, así como también ha publicado artículos en publicaciones como las revistas Bohemia, Tricontinental, Panorama Mundial, Cubarte y Visiones Alternativas. Recientemente obtuvo mención en la IX edición del Concurso Internacional de Ensayo «Pensar a contracorriente» por el ensayo «La guerra como «instrumento de la política» en el siglo XXI. El caso iraquí».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.