Siete suboficiales del Ejército de EEUU publicaron el pasado 19 de agosto un artículo colectivo en el diario estadounidense The New York Times, con el significativo título: «La guerra, tal como nosotros la vimos». No se trata ahora, como ha ocurrido en algún caso anterior, de altos mandos militares o cargos políticos de especial responsabilidad […]
Siete suboficiales del Ejército de EEUU publicaron el pasado 19 de agosto un artículo colectivo en el diario estadounidense The New York Times, con el significativo título: «La guerra, tal como nosotros la vimos». No se trata ahora, como ha ocurrido en algún caso anterior, de altos mandos militares o cargos políticos de especial responsabilidad que, una vez retirados de su actividad, por escrito y públicamente critican la estrategia seguida por Bush en Iraq o en Afganistán. Tampoco son las declaraciones -profusamente publicadas en EEUU en los últimos tiempos- de soldados o de sus familiares, quejándose de las condiciones en las que operan las tropas desplegadas en Iraq. El documento en cuestión tiene un especial valor por tratarse, precisamente, de un grupo de suboficiales, esos mandos militares, intermedios y esenciales, sin los que los ejércitos modernos no podrían funcionar. Con un pie entre los soldados, relacionados estrechamente con la tropa de los escalones inferiores de la jerarquía militar, y con el otro pie en las planas mayores y núcleos de decisión donde los mandos superiores planifican y deciden las operaciones, las opiniones de un suboficial en campaña resultan imprescindibles si se desea conocer la realidad militar del momento. Es tanta la inmediatez con la que los autores estaban viviendo la guerra que, antes de enviar el artículo y mientras éste era redactado, uno de los siete firmantes recibió un disparo en la cabeza en el curso de una misión y hubo de ser evacuado a un hospital de EEUU. No son, por tanto, testigos lejanos -desde la blindada «zona verde» de Bagdad o desde cualquier despacho en un cuartel general- de lo que allí está sucediendo. Muchos de los aspectos tratados en su artículo han sido ya objeto de comentario en anteriores columnas aquí publicadas. Así ocurre cuando afirman que «…una amplia mayoría de iraquíes se sienten cada vez más inseguros y nos ven como una fuerza de ocupación que, tras cuatro años, no ha logrado restablecer la normalidad; y cada vez será más difícil conseguirlo si continuamos armando a todos los bandos enfrentados». Este asunto merece especial atención. Bush no ha aprendido la más vieja lección de los ya tradicionales errores políticos de su país. EEUU también armó a los que luego formarían Al Qaeda, cuando decidió expulsar a la URSS de Afganistán. Los suboficiales, que en su escrito dan una breve y atinada lección sobre contrainsurgencia, indican que «crear aliados que combatan a nuestro favor» es esencial para ganar esta guerra, pero sería necesario que esos aliados «fueran fieles a quien les arma y organiza». No sucede así: «Los jefes de batallón (del Ejército iraquí) no tienen influencia sobre miles de sus soldados que, en una cadena de mando anómala, sólo a sus propias milicias profesan verdadera lealtad». Los suníes, escasamente representados en el gobierno y en las unidades militares, organizan sus propias milicias, a menudo con el apoyo de EEUU, porque creen que es el único modo de protegerse contra las milicias chiíes y frente a un gobierno y una policía donde los chiíes son mayoría y se sirven de ella para consumar sus venganzas. En resumen, según los firmantes del documento, EEUU lucha «en un alucinante contexto de enemigos muy decididos y de aliados poco fiables». En estas circunstancias, se reconoce que la deseable reconciliación política solo se producirá en términos iraquíes, y no según las exigencias de Washington: «No habrá soluciones que satisfagan por igual a todas las partes, y habrá vencedores y vencidos. Solo nos queda elegir el lado en el que nos situamos. Intentar satisfacer a todas las partes en conflicto, como hacemos ahora, solo garantizará que a la larga seamos odiados por todos». Tras recordar el deplorable estado en el que sobrevive gran parte de la población iraquí, cuya principal preocupación es saber «dónde y cómo tienen probabilidades de ser asesinados», no pueden sentirse satisfechos entregando paquetes de ayuda: «Necesitamos seguridad, no comida gratis», les reprochó un iraquí. Para concluir, escriben: «Hemos de reconocer que nuestra presencia puede haber liberado a los iraquíes de un tirano, pero también les ha privado de su propia autoestima. Pronto advertirán que el mejor modo de recuperar la dignidad perdida es llamarnos por nuestro nombre -ejército de ocupación- y forzar nuestra retirada». No tema Bush, ni los altos jefes del Pentágono, aprender con humildad la breve lección que unos suboficiales les dan con tersa claridad. Como colofón, puntualizan: «No es necesario referirse a nuestra moral. Como soldados comprometidos, cumpliremos nuestra misión hasta el fin». Porque saben que hay indicios más que sobrados para dudar de la ya quebrantada moral de las tropas desplegadas en Iraq, cada vez más extenuadas y desmotivadas, y a menudo constreñidas a protegerse a sí mismas más que a cumplir las misiones que les son asignadas. Tarea esta última en la que el cuerpo de suboficiales juega un papel decisivo en todos los ejércitos del mundo.