Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Como secretario de defensa, Donald Rumsfeld, fue ahuyentado de la vida pública gracias a la catástrofe en Iraq, y por lo menos por el momento acecha en la oscuridad. Wolfowitz, su adjunto hasta 2005, contribuyó casi en la misma medida al debacle, pero logró deslizarse desde el Pentágono a la presidencia de una importante institución internacional con todas las oportunidades de redimirse. Demasiado a menudo se ha culpado sólo a Rumsfeld por la tortura en Abu Ghraib y en Guantánamo, el chapuceo en cuanto a la cantidad de soldados, el caos en la reconstrucción de Iraq, y la desintegración general de la dirección del Pentágono. Sin embargo, Wolfowitz fue un enérgico implementador de esos abusos y de muchas otras iniciativas tristemente célebres.
Para citar sólo un ejemplo, entre los testimonios documentales más infames del lugar de Rumsfeld en la jerarquía de la tortura es el Primer Plan de Interrogatorio Especial para uso en Guantánamo que recibió su aprobación en diciembre de 2002. Allanó el camino para la privación prolongada del sueño, para interrogatorios de 24 horas, y la humillación sexual y religiosa, junto contra otras técnicas predilectas. Pero, como señala el documento firmado por Rumsfeld, el plan había sido previamente revisado y aprobado por «el adjunto,» es decir Wolfowitz.
Hay indicios de que Wolfowitz incluso participó más directamente en lo relacionado con Abu Ghraib. En mayo de 2006, en la corte marcial del sargento Santos Cardona, quien formó parte del personal de grado inferior que tuvo que pagar por los pecados colectivos de los dirigentes militares, el testimonio de uno de los interrogadores afirmó que Rumsfeld y Wolfowitz estuvieron en contacto directo con la prisión y recibieron «informaciones cada noche» sobre la inteligencia que se obtenía mediante la tortura.
Tal como Rumsfeld será permanentemente asociado de modo singular con la política de tortura, se atribuye al desventurado ex virrey en Iraq, Paul Bremer, la desastrosa decisión de disolver el ejército iraquí. Sin embargo, numerosas fuentes en Bagdad y en el Pentágono de la época insistieron en que el decreto de disolución había sido redactado con el asentimiento de Wolfowitz, probablemente como un medio de eliminar un centro potencial de apoyo para un rival del iraquí favorito de los neoconservadores: Ahmed Chalabi.
Anteriormente, Wolfowitz había maniobrado para que lo nombraran virrey en Iraq. Ese esfuerzo fracasó. Pero una investigación recientemente revelada por el inspector general del Pentágono estableció que, como un prolegómeno de las cosas por venir, hizo todo lo posible por conseguir un puesto de alto nivel en la administración del país conquistado para Riza. Al parecer, estaba impresionado por su experticia en los asuntos iraquíes. Participantes en reuniones a alto nivel para discutir inteligencia sobre Iraq me contaron que les sorprendió escuchar al secretario adjunto de defensa invocando a su amiga: «»Shaha dice…» Otros funcionarios del Pentágono se mostraron menos impresionados por sus conocimientos sobre el país, para no hablar del enorme salario que solicitaba por sus servicios, y bloquearon con éxito el nombramiento. En su lugar, un inmenso contratista del Pentágono, Saic, recibió instrucciones de contratar a Riza para una misión temporaria en Iraq.
Antes de que concluyamos que Wolfowitz fue el autor original de las políticas que destruyeron a Iraq, deberíamos señalar que toda su carrera, por lo menos durante su servicio en el Pentágono, estuvo al servicio de y dirigida por otros. Su trabajo original en Washington promoviendo los dudosos méritos de un programa de misiles antibalísticos, por ejemplo, fue auspiciado por Paul Nitze, un poderoso conocedor del poder que dedicó toda una vida de intriga a fomentar las tensiones este-oeste y los gastos de defensa de USA. Nitze sirvió de padrino del movimiento neoconservador en los años setenta, calculando correctamente que una fusión del lobby pro-Israel con el lobby militar-industrial crearía una alianza de poder incontenible. Entre los reclutas tempranos y más potentes estaba un antiguo amigo de Wolfowitz, Richard Perle, conocido y temido en Washington como «el príncipe de las tinieblas» por su implacable habilidad burocrática y su posición dirigente en las fuerzas neoconservadoras.
La relación floreció durante la estadía de Wolfowitz en el Pentágono. Funcionarios que trabajaron cerca de su persona me subrayaron la cantidad de tiempo que Perle, en aquel entonces un socio estrechamente vinculado a Conrad Black, pasó encerrado con el secretario adjunto. Se mantuvieron en contacto íntimo, como lo atestiguan las bitácoras telefónicas de Wolfowitz. Otros receptores regulares de llamados de Wolfowitz incluían a Lewis «Scooter» Libby, en aquel entonces jefe de personal del vicepresidente Cheney, y actualmente un delincuente condenado, y Robin Cleveland. Cleveland estaba a cargo de programas de seguridad nacional en la oficina de administración y presupuesto de la Casa Blanca. Desde esa poderosa posición, según un antiguo colega cercano de Wolfowitz, ella fue «una de las personas más importantes en el grupo que nos dio la guerra de Iraq.»
A fines del año pasado, Perle y otros destacados neoconservadores atacaron públicamente a Rumsfeld, ridiculizando su mala administración de la iniciativa iraquí que habían trabajado tanto por lanzar. «Es interesante que no persiguen a la marioneta,» me escribió en un correo un antiguo colega refiriéndose a la ausencia de Wolfowitz en las denuncias de sus antiguos amigos.
En vista de las recientes revelaciones sórdidas, su papel en la destrucción de la reputación del Banco Mundial y de la moral de sus empleados, será más difícil de ocultar.
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Andrew Cockburn es autor de «Rumsfeld: His Rise, Fall and Catastrophic Legacy.»