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Reseña

«La Guerra del 47 y la resistencia popular a la ocupación» de Gilberto López y Rivas

Fuentes: Rebelión

  Nada más ponerse el sol sobre las aceras en las que se yerguen los grandes rascacielos de Los Angeles, California, se levantan cada noche efímeros poblados de cartón y plástico. El centro de la ciudad se convierte en la capital de los sin techo. La disparidad no podía ser mayor: una urbe de precariedad […]

 

Nada más ponerse el sol sobre las aceras en las que se yerguen los grandes rascacielos de Los Angeles, California, se levantan cada noche efímeros poblados de cartón y plástico. El centro de la ciudad se convierte en la capital de los sin techo. La disparidad no podía ser mayor: una urbe de precariedad humana con ciudadanía plena, que contrasta con el empuje de los inmigrantes a la búsqueda de un empleo, sin derechos, con familias divididas, laborando con el número de seguridad social de otros, y que, dentro de muy poco tiempo, serán considerados criminales.

Curiosa ironía. En la ciudad de Cuarzo -como la bautizó Mike Davis- conviven millones de latinos indocumentados trabajando sin derecho alguno, junto a miles de desempleados nacidos en Estados Unidos -muchos de ellos veteranos de guerra- que vagabundean por las calles del centro de la ciudad pidiendo limosna pero pueden votar por sus gobernantes y disfrutar de seguridad social.

La presencia mexicana en aquellas tierras dista de ser un hecho provocado sólo por la migración reciente. Los Angeles, California, se recordará, fue alguna vez territorio azteca. Y los antepasados de muchos de quienes viven hoy allí fueron mexicanos. «Yo nunca crucé la frontera. La frontera nos cruzó a nosotros», dice Antonio Velazquez, chicano, descendiente de los pobladores originales de aquellas tierras, y organizador de campañas de afiliación del voto latino.

Chicano es, también,Yoatl, integrante de la célebre banda de hip-hop Aztlán Underground, que asegura: «Somos chicanos. Y cuando uno se llama a sí mismo así, es porque conoces tu historia, conoces de donde vienes, conoces adonde tienes que ir».

En la explicación de cómo la frontera cruzó a los pobladores originales de esas tierras, en la búsqueda de este pasado, que es también una indagación del futuro, es de gran utilidad La Guerra del 47 y la resistencia popular a la ocupación de Gilberto López y Rivas, recientemente vuelto a publicar por la editorial Ocean Sur. Mientras que, sí como dice el jefe de la policía de la novela La conspiración de Paul Nizan, para la derecha la historia no existe, para cualquier cualquier proyecto emancipador su recuperación es una tarea fundamental. El libro es parte de la batalla cultural en la que se enfrenta la memoria contra el olvido.

Pero es, también, mucho más que eso. Lorenzo Meyer ha alertado sobre cómo es que los mexicanos no entendemos a los chicanos de la misma manera en la que casi no entendemos a Estados Unidos. La Guerra del 47 y la resistencia popular a la ocupación es un paso adelante en la tarea de reparar esta omisión. El libro, más allá de los años que han transcurrido desde su redacción original, cubre con creces esta laguna. De entrada es un punto de vista mexicano sobre la cuestión chicana y sobre el expansionismo estadunidense. No abundan estudios sobre este asunto elaborados desde esta perspectiva. Y cuando se han escrito, no siempre han resultado afortunados. Más allá de su magnífica prosa, el análisis de Octavio Paz sobre los descendientes de los mexicanos en Estados Unidos presente en El laberinto de la soledad es muy poco afortunado.

El libro

La Guerra del 47 y la resistencia popular a la ocupación es una versión de la tesis que Gilberto López y Rivas elaboró entre 1974 y 1976, para recibirse como Doctor en Antropología por la Universidad de Utah. Fue escrita en Austin, Texas, en un ambiente hostil. Texas es una entidad profundamente racista y para los mexicanos recién llegados allí la vida puede resultar cuesta arribl. La historia oficial ubica al estado como república independiente, más adelante anexionada a Estados Unidos. En su imaginario fundacional la confrontación entre anglos y mexicanos desempeña un papel central. La migración masiva no ha hecho más que alimentar y escalar ese conflicto.

Gilberto y su esposa Alicia padecieron en esa ciudad, en carne propia, por el sólo hecho de ser mexicanos, lo que es una sociedad racista. A sus vecinos WASP, no ellos hablaran inglés de manera fluida, formaran parte de una comunidad académica reconocida y hubieran vivido previamente en Canadá. Simple y llanamente no fueron bienvenidos. Vivieron esa discriminación en la vida cotidiana, al sentir las miradas de desprecio de los habitantes de su colonia mientras paseaban por las calles con su pequeño hijo. Y lo sufrieron cuando un vecino disparó contra la ventana de su casa, sin que la policía local realizara investigación alguna. Agredidos, tuvieron que mudarse a un barrio de mexicanos, negros y estudiantes.

El rechazo a los inmigrantes dentro de Estados Unidos, la patria del melting pot, no es impulso novedoso. Desde su surgimiento, la nación de las barras y las estrellas ha vivido una ambigüedad básica ante los llegados de otras tierras que buscan la prosperidad material, en el que lo mismo los reconoce como forjadores de un mundo nuevo que los considera un grave riesgo para su futuro. Y, como los saben pueblos originarios y mexicanos, con los pobladores de los territorios anexionados y colonizados, no ha tenido tolerancia alguna.

Thomas Jefferson, redactor del borrador de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, ejemplifica esta anfibología. Defendió la idea de su patria como país de inmigración. Fue pionero en formular programáticamente «el derecho natural de todas las personas a abandonar el país en que por casualidad nacieron o a donde fueron a parar por cualquier otra casualidad, para ir a buscar la subsistencia y condiciones favorables de vida allá donde se encuentren o piensen encontrarlas.»

Sin embargo, a pesar de ello, expresó una profunda desconfianza hacia la inmigración. Sin matices, Jefferson vió a los inmigrantes provenientes de monarquías absolutistas como un verdadero Caballo de Troya, un peligro a la original forma de gobierno de Estados Unidos, pues son sospechosos de traer consigo «los principios de gobierno del país que acaban de dejar, y que son los principios que han mamado, o en caso de renunciar a ellos, lo harán normalmente para trocarlos por el más extremo libertinaje.»

Gilberto presentó su tesis en 1976 en medio de conflictos con los miembros de su comité. Incapaces de reconocer la naturaleza imperial de Estados Unidos, la conquista por parte de Estados Unidos de territorios que pertenecieron a México en el Siglo XIX, no es un asunto fácil de digerir para algunos académicos, por más progresistas que sean,. El trabajo provocó agrias polémicas entre el estudiante y su director, el Dr. Knowlton, al punto de que en alguna ocasión llegaron a gritos. Otro de los jurados le exigió que colocara como subtítulo una aclaración de que era «un punto de vista marxista».

En el examen final de López y Rivas participó la comunidad chicana de Salt Lake City. Un nutrido grupos de personas asistió al auditorio y algunos asistentes hasta llegaron a cuestionar los puntos de vista del jurado.

El lema de la generación

Amanecer en la comunidad de La Realidad, Chiapas, cuando entre 1995 y 1997, se reunían allí invitados y asesores del EZLN, resultó ser una experiencia peculiar. Junto al sonido de gallos y gallinas anunciando el nuevo día, y el de los insectos craqueando, se escuchaban las sonoras carcajadas de Gilberto López y Rivas. Para alguien, que como yo, supone que el buen humor es algo que llega con el sol en el cenit y considera que las primeras horas de la mañana están hechas para ser vividas con seriedad, resultaba poco menos que incomprensible la jovialidad matutina del antropólogo. Esas risotadas se oían cuando apenas despuntaban los primeros rayos del día, después de una breve noche de mal dormir, y retumban en los oídos con más fuerza que la trompeta de un mariachi desafinado en plena resaca. Afortunadamente no duraban mucho tiempo, porque al cabo de un rato Gilberto se marchaba al río, para bañarse, rasurase y recibir su bautismo matutino.

Curiosamente, su optimismo y buen humor no desaparecían ni con las largas esperas entre reuniones ni con la precariedad de la vida cotidiana en aquellas tierras, sino que se sostenían hasta que la noche caía. Durante el día López y Rivas entonaba canciones de la guerra civil española, le reclamaba cariñosamente a los curas presentes por sus padecimientos en las escuelas religiosas, narraba incansablemente todo tipo de anécdotas y discutía de política. ¿De dónde venía esa energía? No fue sino hasta tiempo después que entendí que Gilberto, además de ser naturalmente sectario, puntual, de no beber ni consumir drogas, encarna plenamente la frase de Julius Fucik, en Reportaje al pie de la horca, que se convirtió en lema de su generación: «Que la tristeza nunca sea unida a mi nombre».

López y Rivas nació en 1943. Vivió parte de su infancia en una vieja privada en la colonia Santa María la Ribera de la ciudad de México, con tres cuartos y sin regadera. Estudió el bachillerato en la Escuela Nacional Preparatoria, a la que ingresó dos años después de llegar del puerto de Veracruz para estudiar. En la Prepa sufrió una drástica transformación. Su timidez provinciana desapareció, al tiempo que se convertía en integrante de la Juventud Comunista y del grupo cultural «Pablo Neruda», y se enfrentaba a los porros.

Originalmente estudiante de la facultad de Economía de la UNAM, la abandona después de seis meses de cursar materias aburridas, para inscribirse en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Se integra a un grupo armado de vida efímera, en el que participan núcleos provenientes del jaramillismo, del Movimiento Revolucionario del Magisterio y algunos destacamentos obreros, con el que atiende células obreras en los barrios alrededor de la Cervecería Modelo.

Presidente de la Sociedad de Alumnos de la ENAH, participa en el movimiento del 68. Sale vivo de la matanza del 2 de octubre. Elabora su tesis de maestría sobre los mexicanos en Estados Unidos. En 1971 la publica como libro con el nombre de Los Chicanos una Minoría nacional explotada. Se forma en el socialismo ortodoxo, el odio al imperialismo estadunidense. la admiración a la revolución cubana y el apoyo a la Unión Soviética.

Emigrado en Canadá, trabaja como obrero de la construcción, jardinero, taxista, cargador de traileres y pizcador de tabaco. Desde allí emigra a Estados Unidos. Ironías de un ateo gracias a dios, en Utah, donde se gradúa, los mormones le proponen un cargo en la Iglesia de los Santos de los Últimos Días.

La Guerra del 47 y la resistencia popular a la ocupación está escrito con la vitalidad del autor y con el lema de su generación convertido en consigna. Una tras otra, sus páginas son, simultáneamente, una sólida denuncia de la vacuidad de élite política mexicana, un indignado alegato contra el despojo colonial, y un apasionado recuento de la resistencia en su contra por parte de lo que el autor caracteriza como una minoría nacional autóctona: la chicana.

El libro analiza los factores principales que intervinieron en la formación de esa minoría nacional. Surgida de la convergencia entre la conquista del norte de México y el establecimiento definitivo del poder estadunidense en esos territorios, y la migración masiva de mexicanos a aquellas tierras, la obra es un estudio de caso sobre los orígenes específicos de los chicanos.

La Guerra del 47 y la resistencia popular a la ocupación está dividido en tres capítulos y una introducción. El primero desmenuza las características centrales del expansionismo territorial estadunidense, analizando la doctrina del destino manifiesto. El segundo narra las vicisitudes del establecimiento del poder estadunidense en las provincias mexicanas, describiendo cómo eran las provincias del norte durante la colonia, explicando la forma en que se asienta este poder en ellas, hasta, finalmente apoderarse.. El tercero y último explica detalladamente la historia de resistencia chicana durante la guerra y contra el poder establecido, en el contexto de una violencia permanente contra los mexicanos.

Nuestros buenos vecinos

Decía Mario Gill en Nuestros Buenos Vecinos: «Nuestra historia, a partir de la independencia, es la historia de nuestra terca resistencia a dejarnos salvar por nuestros vecinos. Lo extraordinario es la paciencia de nuestros amigos que, pese a nuestra ingratitud, insisten una y otra vez a lo largo del siglo en hacernos felices. En ningún momento nuestros buenos vecinos se han olvidado de nosotros; nunca nos han dejado de la mano esperando pacientemente que seamos razonables algún día y aceptemos su tutela definitivamente, su protección bondadosa, esperan el momento en que al fin nos echemos en sus brazos, arrepentidos de haber estado frustrados en buena parte su destino manifiesto». La Guerra del 47 y la resistencia popular a la ocupación analiza con detenimiento el inicio de esta tarea de rescate de parte de nuestros buenos vecinos.

Durante años amplios sectores de la sociedad nacional vieron en las relaciones entre México y los Estados Unidos uno de los grandes problemas nacionales. Se trataba de un punto de vista que, aunque proveniente de la izquierda, no era exclusivo de esta corriente política. Más allá de los agravios sufridos en carne propia, la revolución cubana, la intervención norteamericana en Vietnam, el golpe de Estado en Chile, el apoyo a las dictaduras militares de centro y Sudamérica y el bloqueo a Nicaragua, alimentaron un importante sentimiento antiestadunidense. Sin embargo, hace ya casi dos décadas que las actitudes de las élites políticas de casi todas las orientaciones partidarias hacia el vecino del norte se modificaron sustancialmente.

El viraje comenzó con la administración de Salinas de Gortari, quién buscó conquistar en el exterior la legitimidad que el voto popular y el desaseo en el manejo del proceso electoral le negaron en las elecciones federales de 1988. Siguió de lleno con la pretensión de forjarse una imagen de reformador radical para atraer los capitales foráneos que su proyecto económico requería, y, finalmente se concentró en una intensa labor de cabildeo dentro de los Estados Unidos para sacar adelante el Tratado de Libre Comercio (TLC). La caída del Muro de Berlín cargó definitivamente los dados.

Por su parte, la oposición cardenista hizo del trabajo en los Estados Unidos una prioridad. Su recorrido siguió al que Acción Nacional había emprendido años atrás, pero, muy probablemente, lo desbordó en amplitud e impacto. Las continuas giras de Cuauhtémoc Cárdenas a ese país para denunciar el fraude electoral, para establecer relaciones políticas que dieran credibilidad a sus posiciones en los círculos del poder washingtoniano, y para construir una corriente partidaria estable con los mexicanos migrantes, lo convirtieron en la figura de la oposición política mexicana más conocida en el vecino país del norte.

La «conquista del capitolio» no se circunscribió, empero, a las fuerzas partidarias sino que fue protagonizada también por un nuevo actor que, aunque con poco peso político en el escenario nacional, comenzó a jugar un papel cada vez más relevante en el escenario internacional: las Organizaciones no Gubernamentales. Más o menos rápidamente, su actitud antinorteamericana se fue transformando en un beligerante pragmatismo, en la medida en que «más y más cosas acerca de México -tanto en el terreno económico como en el político se deciden en Washington…»

Aunque desde el lado mexicano la búsqueda de legitimidad de los diversos actores políticos y el problema de la democracia fueron los elementos fundamentales para ensayar la «trasnacionalización» de la política diplomática, no sería sino hasta el momento en el que se propone firmar el TLC que esta trasnacionalización se hizo presente en forma desde el lado estadounidense. Con el TLC «la política nacional se convirtió en política internacional y la política internacional se transformó en política nacional», al tiempo que la imagen de nuestros buenos vecinos se modificaba sustancialmente.

Desde entonces se produjo en México una abundante literatura tratando de presentar la animadversión mexicana hacia Estados Unidos como un equívoco político. La inmigración masiva de mexicanos y el envío millonario de divisas ayudaron en esta tarea. Poco importó verificar que había detrás de la ilusión democrática. Muy lejos quedó la advertencia de Bertrand Russell, en lo absoluto sospechoso de tener simpatías hacia el bolchevismo, quien, cuando arrancó la llamada guerra fría, escribió: «Algunos adversarios del comunismo están tratando de crear una ideología para las potencias atlánticas, y a tal fin han inventado lo que llaman ‘valores occidentales’. Se supone que tales valores consisten en la tolerancia, el respeto de la libertad individual y el amor fraterno. Me temo que esta perspectiva es ahistórica en sumo grado…»

No sería sino hasta la llegada de la administración Bush y su pretensión de establecer un nuevo orden usando la guerra como poder constituyente, que esta ilusión quedaría nuevamente en entredicho. La Guerra del 47 y la resistencia popular a la ocupación es una valiosa herramienta para desmontar esta ilusión.

El crecimiento de la población latina ha convertido a este grupo en un importante electorado importante con más peso político. Debido a la inmigración, el número de hispanos aumentó de 9,6 millones en 1970 a 38,8 millones en 2002, año en el que se convirtió en la minoría de mayor tamaño en Estados Unidos.

Simultáneamente, la inmigración diversificó e incrementó la población hispana. Hasta la década de 1980 la inmensa mayoría de individuos con apellidos españoles en Estados Unidos era de origen mexicano del suroeste, de puertorriqueños en el noreste y de cubanos en Florida. A partir de esa fecha empezaron a llegar inmigrantes procedentes de América Central y del Sur y del Caribe. «Hispano» se ha convertido en una identidad que pueden usar indistintamente salvadoreños, puertorriqueños, chicanos, y cubanos en determinados contextos.

Esta situación ha modificado sensiblemente la identidad chicana, reduciendo su adscripción a los grupos más radicales de la comunidad. En estas circunstancias, el libro de Gilberto puede ser un espejo para encontrar el nuevo lugar en la sociedad estadunidense de ese nuevo actor.

Hoy, que a decir del presbítero Diego Monroy, rector de la Basílica de Guadalupe, Juan Diego y la Virgen de Guadalupe cruzaron la frontera, consiguieron chamba y se establecieron en Nueva York como trabajadores indocumentados, La Guerra del 47 y la resistencia popular a la ocupación publicado por Ocean Sur tiene mucho que enseñarle tanto las nuevas generaciones de indocumentados como a quienes nos quedamos aquí pero nos interesa lo que sucede allá. Los trabajadores disciplinados y productivos que levantan cosechas y mantienen en funcionamiento los servicios a bajo costo se transforman, al final de las jornada, en los «latinos feos» a los que no quieren ver en sus vecindarios o haciendo uso de sus hospitales o escuelas, podrán encontrar en este trabajo una magnífica herramienta para comprender su situación.