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Una reseña de Compañero enemigo de Juan Antonio Bermúdez

La hermandad de la herida

Fuentes: Rebelión

  Bermúdez, Juan Antonio, Compañero enemigo, Libros de la Herida, Colección Poesía en Resistencia, Sevilla, 2007   Ya desde el mismo título –Compañero enemigo– Juan Antonio Bermúdez (Jerez de los Caballeros, 1970) nos ofrece la paradoja que va a estar presente como nudo temático de todo su poemario y, sobre todo, nos muestra una actitud […]

 

Bermúdez, Juan Antonio, Compañero enemigo, Libros de la Herida, Colección Poesía en Resistencia, Sevilla, 2007

 

Ya desde el mismo título –Compañero enemigo– Juan Antonio Bermúdez (Jerez de los Caballeros, 1970) nos ofrece la paradoja que va a estar presente como nudo temático de todo su poemario y, sobre todo, nos muestra una actitud valiente y desusada en estos días de confrontación y abismos: la necesidad de la búsqueda del otro como única vía posible para la supervivencia en un mundo cada vez más injusto y preñado de miedos. Frente a las estructuras de poder (desde la familia, la escuela o la televisión) que nos abocan a la desconfianza, nos conducen al aislamiento y nos imponen la herencia del individualismo más adocenador, el autor nos propone la humilde pero definitiva arma del amor y la fraternidad, de la valentía de una entrega que no juzga ni espera recompensas sino que procura en su mismo arrojo dar un sentido a este viaje lleno de enigmas y desconciertos que llamamos vida.

Pero, frente a lo que pueda parecer, no es esta una postura cándida. El autor sabe del dolor y sus asechanzas, de la herida y sus cicatrices, del fracaso, de la espada de la desilusión que pende sobre dos personas que se encuentran. Es entonces domingo de resaca (zozobro en la ciudad, vacía de ti,/entre objetos viudos, flores secas), el vacío en un cuarto vacío, la nostalgia (cuando nuestra memoria quepa/en una fotografía en blanco y negro,/tú seguirás mirándome,/tú seguirás mirándome), el desamparo, la terca soledad que regresa. Pero también sabe el poeta del milagro, de la luminosidad del tiempo, aunque sea corto, asido con la desesperación del náufrago (déjame que te abrace todavía/sobre estas escaleras y estos puentes,/sobre esta herida abierta). Es en esos momentos donde ocurre la vida, lo que justifica al fin y al cabo el haber abierto los ojos, un día ya lejano, al mundo.

En este sentido, el fracaso o la equivocación es una posibilidad que debe asumirse, aunque provoque dolor, porque es prueba de un tránsito valiente por el mundo. Los errantes, de hecho, era el primer título que manejó el autor, según cuenta, para este libro, utilizando el doble sentido de la palabra errar: vagar, por un lado, equivocarse, por otro. Los que vagan no viajan con un rumbo cierto, no hay destino en su peregrinaje. Deambulan con los ojos abiertos, dispuestos a asombrarse y saber, azuzados por el ansia de descubrir, de encontrarse con lo desconocido. Así desafían al miedo (y bienaventurados los errantes,/los que viajan sin mapa, sin destino,/los que aman sin urgir el estertor,/los que brindan su paz y hacen ofrendas/sin esperar a cambio el paraíso).

Todos estamos en el mismo barco prodigioso que a veces -más de las que quisiéramos- hace aguas y zozobra, todos estamos lacerados por las mismas llagas. A todos nos atormenta la ausencia, la soledad, el horror, la muerte. Estamos «sarmentosos de historia común», que diría Gil de Biedma. Y sin embargo la mayoría de las veces nos huimos, en un tozudo alejamiento de nuestra propia esencia, de lo que somos y de lo que nos salvaría (somos de fuego y adoramos la ceniza;/nos da pavor la quemadura y somos llamas). Es por eso, parece decirnos el autor, que hay una hermandad ineludible y sobre la que hay que edificar la cotidianidad, poseemos un valioso recurso de resistencia: contamos con nosotros, contamos con el otro, y obviarlo es una pérdida de tiempo y una partida que nos gana la muerte. La fraternidad de los errantes es, pues, una interacción irremediable, de ahí una de las citas que abre el libro, de Franz Hinkelammert: La bala que atraviesa a nuestro enemigo y lo mata/ da vuelta a la Tierra y me alcanza en la nuca.

En cuanto a estructura, Compañero enemigo se compone de tres partes fundamentales, más dos de un solo poema que funcionan como prólogo y epílogo. En el primero de esos tres capítulos, Equivocaciones, vocaciones, Juan Antonio Bermúdez nos presenta ya sus inquietudes arriba expuestas pero se centra en las actitudes que dificultan la comunicación. Una de ellas, que será un elemento vertebrador y recurrente en el libro, es la de nuestra propensión a sepultar lo vivo en conceptos, de sustituir lo vivible por lo probable (embutimos la muerte en las agendas/con estopa de planes y proyectos/mientras la vida pasa y nos invita/a su delirio de molinos). El autor señala así con el dedo la artificiosidad de la sociedad del Espectáculo que padecemos y que nos empuja a disfrazar lo real con los sugerentes ropajes de lo abstracto, haciéndonos creer que mientras acariciamos la tela de la mentira estamos tocando la piel de la verdad.

El paso del tiempo, ese viejo conocido, está también muy presente. Es realmente sorpresivo, en el sentido de lo mil veces explorado, que todavía haya poemas que traten del sagrado tema capaces de conmovernos de la manera en que lo hace, por ejemplo, Talión de la ciudad en la que fuimos felices, un texto portentoso y uno de los mejores del libro. Aquí el tiempo no existe, se ausenta de la vida vivida hasta la última consecuencia, de esa vida ajena a lo que no sea darse y compartir (entonces despreciábamos los relojes/y pasábamos delante del espejo/como un turista visita un cementerio). Pero es él, el tiempo, quien aparece, tranquilo e imbatible, cuando uno intenta retener esos momentos volviendo una y otra vez sobre ellos -ya sea física o sentimentalmente- porque, sencillamente, esa tarea inútil es camino seguro a la asunción de lo perdido (todo regreso es un fracaso/inofensivo y dulce como una droga blanda,/como la masturbación de un viejo). Y la herida entonces se abre como un homenaje, solitario, a los que compartieron con nosotros un trozo de vida que se cierra, inexorable, para siempre.

En la segunda parte, de mismo título que el libro, el autor centra su mirada en los desheredados, aquellos que sufren el horror de una miseria no sólo intelectual y emocional -aquella de la que nos habla la primera parte- sino también la material. Son aquellos que sufren por la sandez de un mundo que les obliga, en el mejor de los casos, a sobrevivir en medio de la opulencia. En este contexto, el autor reconoce su incapacidad, su impotencia. Sólo tiene la palabra para levantar acta de la ignominia (la palabra, esa isla, es nuestro único horizonte) de unos seres humanos sometidos a la humillación cotidiana de las noches al raso, la penuria o la desesperanza, en poemas de construcción tan admirable como Nana de nadie o El verso más exacto. Es por eso que al autor le brota, con valentía y sin mirada autocomplaciente, ese honrado sentimiento revolucionario -como decía Marx, don Carlos- que es la vergüenza (para ellos estas lentas letras de humo/para ellos esta vergüenza y este abrazo). Sólo le queda insistir en que, a pesar de los cantos de sirena de sociedades del bienestar, dádivas pías y fines de la historia, ellos siguen ahí, como enormes interrogantes que sangran, como espejos. Y queda tener un plan, a pesar de todo y de algunos: no hundir al otro en nuestro nado. No hundir al otro.

La tercera parte, Hambre para mañana, está preñada de excelentes poemas de amor que inciden en lo ya planteado a lo largo del libro pero de una forma más concreta y minuciosa, con lo que adquieren un vuelo y una intensidad demoledores. Aquí el protagonista es la cotidianidad de dos amantes, sus encuentros y renuncias, su carnalidad desbordada, sus ausencias, el detenimiento en pequeños cuadros costumbristas amatorios. De este modo, la recreación del famoso poema de Ángel González (Para que yo me llame Ángel González…) desciende aquí a la intimidad de una habitación (asomado a este cuarto -un faro en el océano) y a una reflexión que termina en una acción de gracias gozosa y transida de vitalidad (Y agradezco sin límite la lluvia/que empujó a mis abuelos y a los tuyos/a una cama tan blanda como ésta), que se complementa con poemas como Elogio del incesto o En el principio, el tacto. Pero también están aquí otros temas caros al autor, como la oportunidad de un encuentro que se pierde por la cobardía y el miedo (What is this thing called love) o el regreso infructuoso a un pasado convertido en artificio conceptual, en este caso representado en unas fotos donde el luminoso tiempo compartido se ha convertido en sombras /chinescas archivadas en un álbum/como opaca quincalla del recuerdo.

Toda esta parte está concebida bajo el motivo recurrente del carpe diem, del aprovechamiento de la vida aquí y ahora. En realidad, todo el libro es una invitación, incluso una exhortación, a la plenitud compartida, al goce del instante, al disfrute del momento aunque éste se vaya sin remedio y el amor sea, a veces, un difícil ejercicio de equilibrismo sin red (saciémonos, que luego acecha el frío/(…) el abismo/del sueño sin almohada, el hambre cruda).

Sólo nos queda ya recomendar vivamente la lectura de Compañero enemigo. Porque hay libros que deslumbran por sus imágenes certeras. Hay otros que nos seducen por lo exacto de su lenguaje, por la fineza del verbo. Otros nos emocionan porque la verdad está ahí, brotando línea a línea de su negra sangre. Y hay otros que son todo eso junto y mucho más. Como el de Juan Antonio Bermúdez. Como Compañero enemigo.

 

(Más información en http://www.librosdelaherida.blogspot.com)