Traducción de Rocío Anguiano
¿Debemos avergonzarnos de nuestra propia historia? Depende de lo busquemos en ella. Comprender las causas y las consecuencias de los dramas sociales y humanos de las épocas precedentes o bien identificarse con sus protagonistas, sin importar el papel que desempeñaron. En el primer caso, se trata de una actitud más bien racional y científica que, ante todo, pretende explicar los sucesos de antaño, sin embellecerlos o envilecerlos, con el fin de extraer posibles lecciones para el futuro. En el segundo, estamos ante un enfoque emocional que se basa en la identificación de la sociedad actual con su pasado. Pero, en este caso, el peligro de caer en la trampa de la mistificación de la historia crece, sobre todo a medida que se reduce la distancia temporal entre los periodos anteriores y el tiempo presente. La imagen de las sociedades contemporáneas, ya se trate de pueblos, religiones, civilizaciones, o incluso de sus respectivas instituciones, corre el riesgo de deteriorarse. ¿Cómo posicionarse en el mundo actual con un bagaje de actuaciones poco gloriosas en el curso de la historia más o menos reciente? ¿Silenciándolo? ¿Retractándose públicamente?
El libro de Catherine Coquery-Vidrovitch desvela justamente la preocupación de los historiadores franceses que trabajan sobre el delicado terreno de la historia colonial. Esta obra presenta una reflexión sobre el tema, basada en la evolución de la historiografía francesa de la colonización de África en los últimos cincuenta años, es decir desde las «independencias». Sus investigaciones muestran claramente los dilemas que plantea la interpretación de la mentalidad característica de esa época. Si, hasta los años cincuenta, prevalecía una visión positiva del papel de Francia como potencia colonial, una década más tarde se asentaba el mutismo. Y se optaba por dejar que fueran los investigadores africanos los que trabajaran sobre el tema. Estos no lo dudaron. A las universidades y otros centros de investigación de Francia, llegó una avalancha de doctorandos procedentes del continente africano. Gracias a ellos se abordaron gran cantidad de nuevos aspectos, como el urbanismo en las colonias francesas de África, las resistencias, la ecología y el género. Desgraciadamente, como señala la autora, la mayoría de esos trabajos no fueron publicados y hoy solo los conocen un puñado de investigadores especializados. ¿Fue algo premeditado? Todavía no hay respuesta a esa pregunta. Pero no hay ninguna duda de que hubo intereses políticos en juego, y sino cómo se explica que, en la enseñanza escolar francesa, la trata de esclavos ni siquiera se mencione hasta 1950 y apenas se evoque en los años noventa. Hubo que esperar a que en 2001 se promulgara la ley Taubira, que declaraba la esclavitud un crimen contra la humanidad, para que ese delicado tema se tratara por fin en los colegios.
Pero eso también significa que siguen siendo los intereses políticos los que dictan la forma en que se presenta o se enseña el pasado. En realidad, las más altas instituciones democráticas no han dejado de hacerlo nunca. Sirviéndose de la legislación (especialmente de la ley de 23 de febrero de 2005) incluso intentaron imponer a los maestros la obligación de enseñar «el papel positivo de la presencia francesa en ultramar» y avivar un concepto casi racista del hombre africano, que estaría poco integrado en la Historia. Aunque esta opinión, que el presidente Nicolas Sarkozy expresó el 26 de julio de 2007 en Dakar, fue duramente criticada y la ley de 23 de febrero de 2005 se ha retirado, la politización de la historia colonial francesa no ha cesado. Cuando un hecho histórico cerrado desde hace más de un siglo y medio se declaró «crimen contra la humanidad» por un acto legislativo, algunos consideraron que la política diaria atentaba contra la libertad de interpretación de la ciencia histórica. Se estaba gestando un precedente peligroso para el análisis del pasado. Basándose en esta ley, muchas organizaciones humanitarias y antiracistas exigían disculpas oficiales y reparación. Se consideraba a las generaciones actuales culpables de crímenes en los que estaban implicados algunos de sus antepasados lejanos, pero no ellos. La noción de «responsabilidad colectiva», típica por lo demás de los sistemas ideológicos totalitarios, recuperaba sus cartas de naturaleza.
No es de extrañar que la injerencia de la política en el análisis y la enseñanza de la historia colonial haya provocado reacciones virulentas entre los historiadores. Alguno de ellos ven en las famosas «leyes memoriales» así como en las exigencias de disculpas y reparación por la esclavitud y los daños del sistema colonial, no solo un arma mediática, sino también una tentativa de debilitamiento de la conciencia nacional. En efecto, en noviembre de 2008 la Asociación «Libertad para la Historia» obtuvo del Parlamento el compromiso de no volver a pronunciarse mediante leyes sobre ningún tema relacionado con la memoria, pero, para la autora, esta retractación supondría legitimar la difusión de las mentiras históricas.
Por lo visto, ya nadie logra cerrar la caja de Pandora de la politización de la historia colonial y al parecer, Catherine Coquery Vidrovitch también se ha dejado llevar. En el dilema entre la libertad de investigación científica y la injerencia política mediante «leyes memoriales», la escritora se inclina por esta última. Al referirse al problema de la «fractura colonial» se muestra partidaria del concepto «poscolonial» que ella vincula a la reflexión sobre la identidad nacional, una identidad que no considera solo como «hexagonal», sino más bien como una herencia del pasado en general, incluido el colonial.
¿Pero la labor de la Historia es debatir sobre las «identidades» -lo que a fin de cuentas compete a la etnogenesis- o bien analizar las causas y las consecuencias de los hechos? El posmodernismo, del que se decía que iba a enriquecer la comprensión de la Historia, parece más bien enmarañarla desviándola hacia factores secundarios, pero más apropiados para crear opinión: identidades, memorias, culturas, civilizaciones, espacios. Catherine Coquery-Vidrovitch aporta también su granito de arena al intentar justificar las críticas a la planificación del Museo del Quai Branly (1). Ella misma confiesa lo difícil que resulta hablar del arte popular de los países del Sur intentando ser políticamente correcto. Pero, por otra parte, tiene problemas para precisar lo que, en su presentación inicial, se consideró como «enfoque colonial» y lo que ha cambiado en los planteamientos actuales. ¿Las explicaciones históricas que acompañan a los objetos expuestos? ¿La iluminación de las salas? ¿La reprobación (¿vergüenza?) de la estética?
Ella llega a la conclusión de que «pensar en términos poscoloniales lleva a pensar la diversidad de la sociedad francesa en la convergencia de las historias, porque vivir en armonía en una sociedad compleja exige el arte del compromiso y del diálogo»; conclusión que parece sacada de un folleto de una institución del Estado para la integración de los extranjeros (inmigrados). Sucede lo mismo con sus recomendaciones: «la escuela y la inteligencia política deben contribuir a edificar un sentimiento común de pertenencia a una nación (!sic!) cuyas principales características de mañana no serán exactamente las de hoy». Sin duda, pero eso ¿no es otra historia? En cuanto a la historia que se considera como la verdadera, ¿su deber no es desmitificar en lugar de crear nuevos mitos, sacar a la luz las actuaciones encaminadas a la dominación, al enriquecimiento y al poder, desvelar las manipulaciones de la propaganda, precisar el contexto económico y geopolítico que está en la base de toda expansión y de toda explotación? Desgraciadamente, ninguna historia, ni siquiera la de las antiguas colonias europeas, es irreprochable. En cuanto se rasca un poco, aparece un fondo aterrador de guerras, crímenes, perfidias, mercadeos, opresión, pillaje, intrigas y complots. ¿Entonces a dónde nos lleva avergonzarnos de la Historia? ¿No sería mejor, en lugar de cultivar quimeras sobre la «identidad» y el «diálogo», tan del gusto de los que detentan el poder que las manejan a su antojo para la salvaguarda de sus propios intereses, avergonzarse de no haber conseguido todavía extraer de la Historia lecciones que permitan cambiar el destino de la Humanidad?
El libro de Catherine Coquery-Vidrovitch no profundiza tanto en la configuración de las encrucijadas de la Historia, y mucho menos de la historia colonial (2). Sin embargo, ofrece un interesante panorama sobre el desarrollo de la historiografía de la época colonial en Francia y sobre los debates (sin duda politizados) que se han producido entre los investigadores. Para quienes se interesen o quieran ahondar en sus conocimientos en ese campo, este libro es una obra de referencia recomendada.
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