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Tercer aniversario de la invasión de Iraq

La marcha de la locura

Fuentes: La Vanguardia

Es la marcha de la locura. En 1914 los británicos, los franceses y los alemanes pensaban que estarían en casa por Navidad. El 9 de abril del 2003, el cabo David Breeze del tercer batallón del 4.º regimiento de los Marines de Estados Unidos -el primer estadounidense que entró en Bagdad- me pidió prestado el […]

Es la marcha de la locura. En 1914 los británicos, los franceses y los alemanes pensaban que estarían en casa por Navidad. El 9 de abril del 2003, el cabo David Breeze del tercer batallón del 4.º regimiento de los Marines de Estados Unidos -el primer estadounidense que entró en Bagdad- me pidió prestado el teléfono móvil para llamar a su casa en Michigan. «Hola, estoy en Bagdad», dijo a su madre. «Llamo para decirte que te quiero, que estoy bien, que os quiero a todos. La guerra se acabará en unos días. Os veré pronto».

Eran tipos duros esos marines, hombres de huesos grandes con la cara llena de barro y ojos feroces -llevaban varios días luchando sin dormir-, pero también ellos realizaban el solitario viaje de desesperación emprendido casi un siglo antes por los old contemptibles británicos, los poilus franceses o la infantería bávara.

¿Ocurría porque ya no tenemos dirigentes que hayan experimentado la guerra? Durante mi infancia, eran primeros ministros Churchill y MacMillan, unos hombres que habían luchado en la Primera Guerra Mundial y que nos habían conducido a través de la Segunda. Eden había sido ministro durante la guerra con Churchill. Tito resultó herido por un proyectil alemán en Yugoslavia, Jack Kennedy había mandado un torpedero en el Pacífico, De Gaulle luchó en la Gran Guerra y luego ayudó a liberar Francia de los nazis, pero Blair, por mucho que diga ser amigo de Dios, carece de esa distinción; como tampoco la tienen Bush, que se escabulló de combatir en Vietnam, ni Cheney, que hizo lo mismo, ni Gordon Brown, ni Condoleezza Rice, ni el australiano John Howard. Colin Powell estuvo en Vietnam; pero ha desaparecido de la escena, arrastrando su vergonzosa actuación sobre armas de destrucción masiva ante las Naciones Unidas en febrero del 2003.

A pesar de todo, nuestros hombrecitos se han vestido con las ropas de los titanes muertos. Bush y Blair creyeron que eran Churchills o Roosevelts. Se exhibieron, junto con Aznar, como los tres grandes: Churchill, Roosevelt y Stalin; aunque nunca descubrí cuál de los tres se suponía que interpretaba el papel del asesino de masas soviético mientras tramaban su conjura bélica en las Azores. Afirmaron que Saddam era el Hitler de Bagdad. Mi viejo y mesiánico amigo Tom Friedman, columnista de The New York Times, acertó al describir a Saddam como mitad Pato Donald y mitad don Corleone, pero no era ésa la clase de realidad que les interesaba a Bush o Blair.

Eran los especialistas del arreglo rápido, los estadistas instantáneos, los tipos sabían cómo lidiar con la guerra. ¿Control y reconstrucción posbélicos? Paparruchas, los iraquíes harán lo que les digamos después de recibirnos con rosas y canciones. Winston Churchill creó en 1941 un comité ministerial para organizar la administración de la Alemania ocupada de posguerra: cuatro años antes del final de la Segunda Guerra Mundial, y eso en una época en que aún esperábamos que la Wehrmacht invadiera Gran Bretaña. Nuestros Churchills de pacotilla no se preocuparon de crear un comité de pacotilla ni siquiera unos días antes de su invasión de Iraq.

Yes que ésta iba a ser una guerra ideológica. Desde su concepción por los chiflados de la derecha estadounidense -como la política proisraelí para ayudar a Beniamin Netanyahu- y luego endilgada a Bush hasta el desastre que es hoy Iraq, la guerra de verdad tenía que convertirse en mito, las pesadillas en sueños, la destrucción en esperanza, las verdades terribles en profunda mendacidad.

Incluso hoy en día las potencias ocupantes cuentan formidables mentiras. Que la democracia está arraigando, cuando el gobierno iraquí sólo controla unas pocas hectáreas en Bagdad. Que se está aplastando a la insurgencia, cuando 40.000 iraquíes armados causan estragos en el mayor ejército del planeta. Que la libertad se afianza cuando todos los meses mueren miles de iraquíes. Se supone que la actual operación Enjambre se dirige contra quienes desean una guerra civil en Iraq. Sin embargo, algunos de los personajes que buscan el estallido de semejante contienda trabajan para el Ministerio del Interior iraquí y son pagados, al final, por nosotros.

Para hallar la verdad, debemos acudir a un conocido analista que nos advirtió de que en Iraq los británicos han sido «llevados a un trampa de donde les costará salir con dignidad y honor. Han sido embaucados hasta ella por una constante retención de la información. Los comunicados de Bagdad son tardíos, falsos, incompletos. Las cosas han sido mucho peores de lo que nos han dicho. Nuestro gobierno, más sanguinario e ineficaz de lo que sabe la opinión pública… No estamos lejos hoy del desastre». Es el relato más breve y preciso que he leído hasta la fecha de nuestra actual locura.

Fue escrito a propósito de la ocupación británica de Iraq en 1920 por Lawrence de Arabia. En las largas noches del 2003, cuando los peligros cotidianos bajo los bombardeos estadounidenses eran sustituidos por el insomnio de las explosiones de bombas en la oscuridad bagdadí exterior, me enroscaba como un animal en mi cama y hojeaba las predicciones de esta actual locura.

Leí una terrible profecía del predicador evangelista Pat Buchanan escrita cinco meses antes de que entráramos ilegalmente en Iraq. «Esta invasión no será el desfile que predicen los neoconservadores», decía. «Los ataques terroristas se producirán en el Iraq liberado con tanta seguridad como en el Afganistán liberado. Porque un islam militante (…) no aceptará nunca que George Bush dicte el destino del mundo islámico (…) La pax americana llegará a su apogeo, pero luego la marea baja; pues un empeño en el que los pueblos islámicos sobresalen es en la expulsión de potencias imperiales por medio del terror y la guerra de guerrillas». Existían sombríos precedentes. Los musulmanes expulsaron a los británicos de Palestina y Adén; a los franceses de Argelia; a los estadounidenses de Somalia, y Beirut, a los israelíes de Líbano. Como escribió Buchanan, «nos hemos lanzado a la ruta del imperio, y en la próxima colina nos encontraremos a quienes partieron antes que nosotros». Eso sí, no contaremos bajas.

¿Qué fue lo que nos dijo Bush hace unas semanas? Que habían muerto 30.000 iraquíes desde la invasión, con unas palabras que eran en sí mismas una admisión racista, porque en realidad lo que dijo fue: «30.000 más o menos». Unos pocos cientos arriba o abajo. ¿Se habría atrevido a decir que las bajas estadounidenses eran «2.000 más o menos»? Claro que no. Nuestros muertos son preciosos; son personas con viudas e hijos. ¿Y los iraquíes? Son simples mortales cuyas bajas no nos puede revelar el Ministerio de Sanidad iraquí, siguiendo órdenes de los estadounidenses y los británicos; criaturas cuyo sufrimiento, mucho más grande que el nuestro, debe sumergirse en la democracia y la libertad en que los estamos ahogando; cuyos «más o menos» muertos rondan probablemente los 150.000. En el fondo, si sólo en Bagdad murieron de forma violenta 1.000 iraquíes el pasado mes de julio y si son asesinados a un ritmo de 60 o 70 al día, entonces lo que tenemos en las manos es un baño de sangre casi genocida. Sin embargo, los iraquíes son ahora nuestros Untermenschen;y, a decir verdad, no nos preocupan mucho.

¿Guerra civil? ¿Acaso es la primera? Es una sociedad tribal, no confesional. Alguna organización desea el estallido de una guerra civil; curiosamente, fue un portavoz de la fuerza ocupante, cierto Dan Senor, el primero en advertir de una guerra civil en Iraq durante una rueda de prensa anglo-estadounidense en el 2003. ¿Por qué? Hablamos mucho más nosotros de guerra civil que los iraquíes. ¿Por qué? Una y otra vez nos informan de iraquíes y occidentales secuestrados por «hombres con uniformes de la policía» o por «hombres con uniformes del ejército».

¿Qué son estas sandeces? ¿Vamos a creernos de verdad que hay un enorme almacén en Falluja con 8.000 uniformes de la policía hechos a medida para los posibles insurgentes? ¡Qué va! Lo cierto es que muchos policías y soldados de Iraq -de cuya lealtad y valor depende, según Bush, nuestra retirada- son en realidad insurgentes. Las fuerzas nacionalistas e islamistas se han infiltrado tanto entre esos hombres que las promesas de retirada que hacen Bush-Blair se encuentran en las antípodas de la verdad. Estamos solos. Podemos convencer a nuestros ex espías, como el ex primer ministro interino Iyad Alaui, que obedientemente afirmó la semana pasada que había una guerra civil en curso, para intentar asustar a los iraquíes. La realidad es que nuestra presencia armada en Iraq está destruyendo a todo un pueblo.

Y seguimos bajando por una escalera que se desmorona. Olvidemos las armas de destrucción masiva, los lazos entre Saddam y el 11-S; los informes, las mentiras y nuestra tortura, sí, tortura, en Abu Ghraib y Guantánamo; olvidemos también el creciente abismo entre las payasadas de Blair y la verdad. Acaba de decirlo Bush: «Serán necesarios más sacrificios». Pueden estar convencidos si proseguimos esta marcha de la locura.

© The Independent
Traducción: Juan Gabriel López Guix